jueves, 25 de agosto de 2011

Mi padre, Julián Segovia, el negro Pinela

Supongo que a muchos de los hijos de padres divorciados-como los míos- cuando ellos se mueren, les quedan aspectos familiares desconocidos, porque la memoria se va construyendo con lo que se vive y con lo que nos cuentan nuestros antepasados, que son los depositarios de los recuerdos que se van cimentando poco a poco, pedacito por pedacito. No debo ser la única a la que le hubiera gustado saber más, pero la vida-lamentablemente- se va dando de una manera que-la mayor parte de las veces- no es la que una quiere, planifica o sueña.
Generalmente, salvo excepciones, es la madre la que queda a cargo de los hijos, y en mi caso no fue diferente. Mi padre venía a visitarme de vez en cuando, mi memoria no alcanza a precisar cada cuánto ni hasta cuándo lo hizo.
Recuerdo las visitas porque a mi madre le faltaba poco para pulirme; me vestía “de paseo”, con los primorosos vestidos que me diseñaba mi tía,- lo cual significaba que no me podía ensuciar como cuando andaba de delantalito-, y me peinaba con los bucles que se usaban en la época. Papá llegaba con una bolsa de manzanas del mercado y me llevaba a pasear. Él me inculcó la afición por Peñarol porque a veces, me llevaba a ver al cuadro de sus amores. Me había regalado una banderita de papel con la cual alentaba el partido al grito de “¡Peñañol!” que era más o menos lo que me salía, causando la gracia de la parcialidad aurinegra. Llevaba el nombre de Julián Raimundo Segovia- sin segundo apellido porque era “hijo natural”, es decir, “de padre desconocido”-. Nunca pude saber quién había sido su padre, o sea mi abuelo, porque  no se estilaba preguntar tamañas barbaridades. Era “hijo natural” sin más trámites. Llevaba el apellido de su madre: la abuela lavandera, de la cual ya publiqué un recuerdo: Elivia Segovia. Su cumpleaños lo festejaba el 7 de enero, aunque sus documentos tenían otra fecha.
Mi padre era un negro grandote, con más de un metro ochenta de altura.En su juventud había practicado natación y remo, deportes que le habían conferido una buena musculatura. Oriundo de Treinta y Tres, había trabajado desde niño en los arrozales, y cuando se vino a Montevideo, se convirtió en lo que él llamaba un “Sieteoficios” porque había hecho de todo un poco para sobrevivir, por ejemplo, en sus primeras épocas,-me contaba a las risas-  había sido conductor del tranvía de caballitos. Un trabajo “para allá de serio”.También había trabajado en oficios tan disímiles como cocinero de restaurantes y tintorero. Por eso sabía cocinar, lavar y planchar estupendamente. En realidad, sabía hacer de todo, con magnífica manualidad, y todo lo hacía bien. Estudió con muchísimo esfuerzo. Hizo el liceo, aprendió inglés, idioma que hablaba y leía sin dificultades- cosa bastante inusual para un negro pobre-; obtuvo  un diploma de “Tenedor de Libros” que lucía colgado en una de las paredes  del altillo de su casa, donde tenía su escritorio y su máquina de coser eléctrica. También recuerdo que trabajó como administrativo  en la Barraca Wenz, porque mi niñera me llevaba a visitarlo de vez en cuando.  Cuando venía a verme, ya era un hombre maduro y serio. No tengo seguridad de cuándo dejé de verlo, porque me quedaron muchas nebulosas del pasado de mis primeros nueve años de vida. Sé que mi madre murió  trágica y repentinamente, y él apareció para llevarme a vivir con su nueva familia, pese a que mi tía le había prometido a mi madre,- como mi madrina que era-, llevarme definitivamente a su casa, donde ya pasaba largas temporadas completamente acostumbrada a vivir tanto en una casa como en la otra.
Pero él insistió:
-No, Stella, perdoname, pero al viejucín, me lo llevó yo; es mi hija. Si algún día falto, entonces, sí, te toca a vos. Y así fue.
El lenguaje  que empleaban mi padre y su mujer, no me resultó desconocido porque era el mismo que empleaba la abuelita Elivia Segovia, de quien ya les comenté que  escribí en otro blog. Cuando me llevó  a su casa de “Villa La Paz”- en el año 1955, “descubrí” que tenía una hermana de tres años. Probablemente ese sería el tiempo que hacía que no lo veía.
En esa época, el “Sieteoficios” se había “reciclado”, y se había convertido en colchonero. En el garage, que era la “entrada del negocio”,   había  un cartel colgado que decía “Colchonería Villa La Paz”. -creo que era la única instalada que había en el pueblo- y digo pueblo no despectivamente, sino porque La Paz del departamento de Canelones, cuando yo llegué a vivir allí, no tenía todavía la categoría de “ciudad”.
 Los amigos del club y del boliche lo llamaban “el negro Pinela” porque fumaba en pipa y la llevaba “cargada” a todos lados. Hace poco vi la página de facebook  de la actual ciudad, donde se menciona a los pobladores que en su momento eran los comerciantes más acreditados: los Baratta, los de la tienda Giaconi Hermanos, los de la joyería, los de  la farmacia, el popular “Negro” de la tiendita de enfrente a la plaza, y la otra surtida tiendita, cruzando la vía,  del recordado “Turquito Jalifa”- que no era turco sino libanés, pero aceptaba de buen grado lo de “turquito” porque sentía el cariño del diminutivo-. No encontré ningún recuerdo ni de la colchonería ni de mi padre que trabajó para la villa y sus alrededores hasta que murió en 1965. La hermana que tenía tres años cuando  yo llegué con mis nueve, cuando le preguntaban que hacía el padre contestaba graciosamente: “Papito hace conchones”.
Mi padre intuyó que para mí, el cambio había sido brutal. Extrañé muchas cosas: la escuela Niño Jesús de Praga de las severas Hermanas Vicentinas; mis amistades, mi barrio El Cordón-vivía en la calle Cerro Largo, enfrente a lo que es hoy el Palacio Peñarol-  y sobre todo-dolorosamente- sufrí la ausencia de mi madre, a quien adoraba. Traté de adaptarme, por supuesto. Me había educado en un colegio de monjas rigurosas que predicaban la resignación, por lo tanto, cuando mi  papá o su señora, me preguntaban “si me había recordado bien y si me ayeitaba” contestaba enfáticamente que sí, pero a solas, sin que nadie me viera, lloraba muchísimo. La verdad-analizada ahora a través de una montaña de años- es que nunca me “ayeité” y la herida de la muerte repentina de mi madre, quedó abierta y sangrante para siempre.
El negro Pinela, que había captado rápidamente la desmesura de mi dolor, y que era un hombre muy bueno, hizo lo posible para dulcificarme la nueva vida, y nunca dejó  que nadie me humillara.
Villa La Paz, era como dice el dicho: “Pueblo chico, infierno grande”. Mi llegada fue una novedad que mereció  la especial atención de las vecinas que, curiosas-como siempre-, preguntaban lo que ya sabían, para ver si obtenían más “detalles de los hechos”. No había programas como “Gran Hermano” ni “Intrusos”, pero igual se las ingeniaban para hacer algo similar.
 Para eso, se dirigían a mi padre con comentarios como estos:
-¿De quién es esta rubiecita, don Segovia? ¿De dónde la sacó?
¿Usted no tenía esta única nena?
¡Qué pícaro que resultó! ¿Eh?
Yo les huía como a la peste.
 Mi padre, contestaba que yo era su hija mayor y que “antes” vivía con “la madre”-palabra seria- y ahora con ellos. Cuando alguna ponderaba mi blancura, mi pelo rubio ondeado y mis ojos claros, él –picaronamente-, las dejaba sin argumento con salidas como ésta: “Cuando quiera, vecina, tengo el molde a su disposición….” Y la completaba con su carcajada “treintaitrecina”, igualita, igualita, a la de la abuelita Elivia. Cuando le decían que yo era una “linda rubia”, él indefectiblemente contestaba: “No, linda no es, es vistosa”. Y  la pipa cambiaba  de lugar en su boca- de la derecha a la izquierda y viceversa- pero sonreía con evidente satisfacción.
Yo tuve que aprender  a defenderme usando su mismo argumento “ampliado o modificado”. Cuando alguna gorda burlona-que nunca faltaba porque la maldad humana no tiene límites- sacaba las uñas con el tema de  mi blancura, mis ojos claros y mi pelo rubio y agregaba:- ¡qué raro  que hayas salido tan blanquita!, ¿noooooo?, dejando en suspenso ese “noooooo” extenso, yo le contestaba:
“Papá siempre dice que tiene el molde a disposición de cualquiera de ustedes” y, la remataba con mi “ampliación” personal: “si quieren lo pueden probar”.
Alguna se enojaba y le recomendaba a mi madrastra que me diera un buen moquete por atrevida; pero la Mangacha-como llamaba mi padre cariñosamente a su mujer- les decía: “Es cierto, es muy contestadora, se merece un buen moquete y un buen tirón de orejas, pero yo no la puedo castigar porque el padre no deja que la toquen”. Yo-secretamente- me esponjaba de felicidad. Alguna vez que la Mangacha intentó darme algún tortazo, papá la reprendió seria y firmemente: “¡Deje en paz a esa gurisa, que se quedó sin madre, carajo!”
Él nunca usó la violencia con nadie. A mí jamás me pegó, ni me dio tirones de orejas, ni me zarandeó, ni dejó jamás que nadie lo hiciera. Tenía razón; quedar sin madre a los nueve años, ya era suficiente desgracia. No había porqué agregarle, además, castigos físicos. A veces, eso sí, me ligaba alguna merecida penitencia. Si me pescaba haciendo “artes”-palabra que utilizaba para “travesuras”-, no me dejaba ir al cine, o a casa de mis nuevas amigas, pero, con el tiempo, aprendimos a tratarnos, a comprendernos y llevarnos lo mejor que pudimos.
Fue otro ser humano singular que me dejó  enseñanzas y recuerdos imborrables.


domingo, 14 de agosto de 2011

Jorge "Cuque" Sclavo el escritor sin casilla fija

¡Igualito a Robert Redford!
¡La misma mandíbula!
¡La misma mirada sexy!








Esta nota ya la publiqué en otro blog donde colaboraba en forma colectiva, pero me da la impresión de que no tuvo la necesaria difusión, así que aquí va de vuelta.
Se trata del singular escritor Jorge “Cuque” Sclavo, a quien oía en el programa que tenía la Radio Sarandí, de tarde, en la década del ochenta. Sería muy bueno incentivar la curiosidad de potenciales lectores para que vayan a buscar, -si es posible corriendo-, algunos de sus libros. Encasillado,- como él mismo lo señala siempre-, en el rubro “humorista” sus otras aristas artísticas no han sido apreciadas en forma suficiente. Lo mismo que pasó y pasa con uno de sus maestros inolvidables: Julio César Puppo, El Hachero, a quien voy a recobrar en alguna otra oportunidad.
Jorge Cuque Sclavo, apodado por su familia, “El loquito”, publicó el año pasado, en mayo de 2010, primera edición- otro de sus libros memorables: “Desde el paraíso”. Lo leí y lo releí varias veces. Recomiendo efusivamente su lectura.
Con su característico estilo, nos conduce por todas las peripecias de su vida, sus afanes, sus luchas, sus múltiples empleos, sus aspiraciones, amores y desamores. Con su personal maestría y agudeza no exentas de cierto humor ácido,-también su “sello de fábrica”- rescata a través del relato, su propia vida y la de los seres que lo rodearon, amigos y… de los otros... Indudablemente, recupera con especial sensibilidad a los que quiere, pero en cuanto a sus enemigos, o al menos a los que no lo favorecieron, los condena con una especial motosierra que emplea tan diestramente que los susodichos no pueden escapar de ninguna manera. Les da como en bolsa a vivos y muertos. Dante Alighieri, que metió en el infierno a todos los desgraciados que no tenían sus mismas ideas, quedó chiquitito al lado de este Cuque que sabe cercenar al más pintado, con humor, claro, con su ácido, corrosivo humor.
Es memorable lo que cuenta de la revista “Misia Dura” de la cual fue fundador y director, en donde con ingenio escribía todo lo que no se podía escribir en la época de la dictadura en el país.
Va un ejemplo de muestra:

“Por ese entonces Pacheco (se refiere al Presidente del Uruguay en la época que rememora) comenzó su estilo de gobernar con las célebres “medidas prontas de seguridad” que eran multiuso. No había muro de Montevideo que se preciara de tal, que no tuviese su respectiva denuncia de: “abajo las medidas”.
El titular del número 5 fue “Abajo las medias” y debajo, en letra chica, lo acompañaba un dibujo de Alberto donde un modisto francés le declaraba la guerra a las medias para la temporada de ese año.
Pero leído el título de apuro, y, sobre todo, desde arriba del ómnibus, uno se lo comía. No olviden que debíamos llevar cada número a Jefatura porque ya había censura previa. “

Cuando rememora su primer trabajo en La Madrileña S.A. su estilo humorístico va “in crescendo” hasta concluir con su descripción de “falto de casilla” con una gracia inigualable:
“Yo entré de cadete, primero en el quinto piso, donde tuve de jefe a Emilio, un cajero pelado, ronco y pusilánime ante su mujer, que estaba muy buena, y sus dos gerentes: García que engañaba a su mujer con la jefa de contaduría, más fea que pisar un sorete descalzo, y otro más viejo; Baccino, que firmaba los cheques con tres puntitos en su rúbrica. Decían, por eso mismo, que era masón. Por lo que le adosé esos puntitos que conservo aún a la mía para parecerlo, ya que dicen que a todos sus afiliados les va muy bien, porque se protegen entre ellos. Algunos han llegado a ser presidentes de la República. Hasta si son de izquierda.
Desde el quinto piso, mientras hacía mis preparatorios del liceo nocturno, ascendí al décimo, donde tuve como jefe a un levantador de pesas del Club Neptuno, cuadrado como un raviol y poderoso como un gladiador, que me cobijó bajo su ala sin importarle que yo fuese un intelectual, pese a todos los resentimientos que abrigaba contra la gente de mi condición. Le resultaba cómico. Cosa que me defendió durante toda mi vida. Y también ser un tipo sin una estantería en la cual colocarme. Para los escritores era un humorista, para los humoristas un tipo del teatro, para los del teatro un coso de café concert que laburaba con Manolo Guardia, quien a su vez no era un músico clásico sino un humorista, y para los humoristas, un músico ocurrente y así siga el corso, como si fuese todo un juego de cajitas chinas, o esas muñequitas rusas.”

Además de su estilo inconfundible, Jorge “Cuque” Sclavo tiene la misma apostura que Robert Redford cuando era joven .Vean los parecidos en las fotos: ¡La misma mirada seductora! ¡El mismo cabello rubio y rebelde! ¡La misma mandíbula prominente! ¿Qué más se le puede pedir? ¡Vayan enseguida a comprar-por lo menos- este último libro! En Internet no hay mucho, pero si se esmeran a lo mejor encuentran alguna de sus páginas, o quizás alguno de sus notables “retratos al bleque”.


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