jueves, 20 de abril de 2017

LA VIDA Y LOS PAPELES DE FERNANDO BUTAZZONI

"La vida y los papeles" un libro imprescindible

Leí  novelas y artículos de Fernando Butazzoni y reconozco –siempre- al excelente narrador que deja a sus lectores sin respiro.
Gracias a su libro “La vida y los papeles”, ya sé que su apellido original tenía dos “t” y dos “z”, y que él-finalmente- optó por una sola “t”- por lo cual podemos pensar que es una especie de seudónimo. No voy a revelar porqué. Hay que leer su artículo “Una letra menos” para saberlo y  yo no voy a matar la incógnita porque él lo hace maravillosamente bien.
Me encantó la manera en que fue concibiendo el papel de la memoria, que es tan personal y cambiante como nosotros mismos.
El libro es variopinto;  no  todos los capítulos me cautivaron por igual, sin embargo, algunos – de verdad-  me impactaron.
 La época del pachecato, de la dictadura, de los tupamaros,  las vivimos acá, en el “insilio”-que todos sabemos que fue tanto o peor que el exilio. Carlos, mi esposo,  no se la llevó de arriba porque era bancario y de los que resistieron. Así que, aunque era un santo varón, marchó-militarizado- con sus compañeros resistentes al cuartel. Y no la pasó bien. Jamás había tenido ningún problema con la justicia, pero defendió con gran energía, la posición que había adoptado su sindicato. Yo tampoco me la llevé de arriba. Éramos muy jóvenes. Yo era huérfana desde hacía años. Acá, en Montevideo, tenía a mis tíos- padrinos, pero no podía ir un día sí y otro también con mis cuitas. Tenía que ser mayor. Me había casado. Me quedó de esa época nefasta un rechazo visceral a las manifestaciones multitudinarias y un miedo atroz a vivir de nuevo esas fieras experiencias. No  me volví loca, pero estuve a punto. Por eso, probablemente,-porque me  duelen-  me perdí en algún capítulo donde Butazzoni cuenta peripecias de su vida tupamara.

En el año 2014, en Cuba con Butazzoni  firmándome varios libros 

Para comentar seleccioné dos crónicas de la segunda parte del libro. No fueron las únicas que me impresionaron, pero tengo que ser selectiva porque si me entusiasmo puedo escribir más que Butazzoni. En el libro no están en este orden, pero  las comento así para dejar la más dura para el final.
En la primera, Butazzoni, traza una  tierna semblanza de Mario Benedetti. Nadie ignora que lo leí desde mi adolescencia, que me comí, sus “Poemas de la Oficina”- porque  en la década del sesenta del siglo pasado yo trabajé en varias,- aunque nunca en una pública- y su novela “La Tregua” la leí chiquicientas veces, y cada vez, le descubrí-siempre- algo más. Nunca “se me cayó de las manos” como  anotó Eduardo Espina. Jamás. Tampoco la encontré cursi. Quizás lo sea, como también lo debo ser yo, pero ambas- la novela y yo- tenemos nuestro derecho a existir para hacer ruido donde queramos.  Fernando Butazzoni  destaca  de Mario Benedetti  cualidades que yo también le sentí:

“Siempre establecía un estado de gracia con la gente. Una comunión hecha bondad y discreción. Una fraternidad que nacía en su escritura y que terminaba por ser un abrazo cálido que cada quien sentía como propio y único. Se puede decir que Mario Benedetti con su obra y con su ternura, tan tímido él  a la vez tan decidido, abrazó a la  humanidad entera. Por eso sus libros son universales. Por la estatura humana de quien los escribió. Así es que ahora Mario está instalado en la más humilde de las glorias, la del cariño de la gente.”(pág.304)

Sí. Yo lo adoré. Y más tímida que él, jamás le hablé cuando lo vi en alguna conferencia, pero siempre escuché con devoción lo que decía. Y leí - con el mayor respeto aunque no coincidiera con sus juicios- todo lo que escribía. Tenía,-además- un sentido irónico del humor que me fascinaba tanto como su literatura.
En un programa de televisión,-lamento no haberlo encontrado en Youtube-  en el cual Omar Gutiérrez homenajeó a León Gieco, presentándole a Eduardo Galeano, -con la colaboración extraordinaria de Mario Benedetti, Daniel Viglietti y Ruben Rada- los artistas  se manifestaron, contestaron preguntas y cantaron. Fue un programa muy especial.  Entre todos  ellos, destacaba- como siempre- Mario Benedetti. Se habló, entre otros temas, de los males que aquejaban a los uruguayos después de la dictadura, como la envidia y la soberbia. Dos pecados capitales que según los entrevistados, habían recrudecido con los años de carencia de libertades. En una intervención de Mario Benedetti, en referencia a la soberbia, él acotó, con esa gracia inigualable que tenía:
-      “Y no estoy hablando de ninguna manera del Ministro de Cultura”. *
Y así, sin más, dejó irónicamente bien claro, que consideraba que el Ministro de Educación y Cultura de la época –que era Antonio Mercader- era soberbio. Yo nunca llegué a saber si lo era o no lo era, -pese a que en esa década del noventa del siglo pasado estaba abocada con toda mi alma a lograr que el colegio UAS lograra un acuerdo educacional-, porque nunca me recibió personalmente. Para atender a nuestros reclamos siempre me recibía algún subalterno. Nunca él. El acuerdo salió-finalmente- pero yo me quedé con las dudas, porque la soberbia o su reflejo social, la pedantería,  se perciben mucho más en el trato personal. Nunca me olvidé de esa intervención de Mario Benedetti. Tenía fama por ellas y Butazzoni también lo destaca con alguna anécdota jugosa que hay que leer.
El segundo artículo que más me impactó se llama “Soledades”.
En este caso, plantea un tema urticante y nunca considerado suficientemente: la muerte en soledad.
Yo he leído sobre el extrañamiento que produce encontrarse con las pertenencias de un ser querido que súbitamente dejó de existir. Ahí están sus gafas-lentes, sus tintes para el pelo, sus condones. (Me estoy acordando de la muerte del padre del escritor Paul Auster que describe tan bien en uno de sus libros.) También viví ese extrañamiento con los míos. Es siniestro. A mí me costó meses poder agarrar coraje para abrir los cajones del escritorio de mi esposo.
Inmediatamente después de  su fallecimiento, tomé empuje para enfrentarme con sus libros y su ropa. Hice lo que creo que él hubiera hecho: los doné. Todo o casi todo. Menos un jogging que había usado hasta el final. Tenía su olor. Dormí con él unos cuantos días. Aún lo conservo, y, si me deprimo, lo saco, lo huelo y me calmo. Más o menos pero me calmo. Pero el escritorio era su "recinto personal" con sus carpetas, las notas con su letra nerviosa, afilada, urgente,  la tembleque de sus  últimos tiempos, y muchos de sus papeles íntimos. Encontré una carpeta que decía "Para Alfa". Ahí estaban minuciosamente anotadas a mano, todas las indicaciones con las que me manejé en el aspecto financiero y sucesorio. No dejó nada descolgado. Siempre fue ordenado y metódico. También pudo serlo en esas instancias finales.
Pero lo que plantea Butazzoni en sus "Soledades" va aún más allá y es muy conmovedor. Forman parte de sus  experiencias como exiliado político en Malmö - Suecia- en la década del ochenta del siglo pasado, cuando trabajó como repartidor de periódicos. Como él señala muy bien, era una actividad nocturna sencilla, muy dura en invierno- por las bajísimas temperaturas que tenía que soportar mientras hacía el reparto en bicicleta-, pero le dejaba tiempo para dormir, pensar, imaginar-fundamental para un escritor-  y escribir.
Imaginaba las vidas de esas personas que paradojalmente querían recibir el diario antes de las cinco de la mañana. Para eso pagaban, y él cumplía con esa tarea. Pero ninguna cosa que imaginara le iba a dar la magnitud de la soledad de muchas. Él recuerda el caso de la señora Rita Nydal- a quien nunca  conoció- aunque una vez entreabrió la puerta y tomó el diario con su mano"sarmentosa"- dice Butazzoni-, por lo cual el deduce de inmediato que se trata de una anciana. Algunas veces le dejaba alguna luz en el porche, y también adentro de la casa. Butazzoni pensaba que era una manera de ser gentil. Y quizás sí, lo era;  a su manera sueca.
Pero al cabo de un tiempo, aunque seguía  dejando puntualmente el periódico, veía que  no era recogido de la puerta.  Y se terminó la suscripción. Después se enteró que la anciana había muerto en la más completa de las soledades aunque  tenía un hijo que vivía a  pocas cuadras pero jamás la visitaba porque "estaba bien". En una forma espléndida Butazzoni toma esta historia patética y la asocia a otras de otras muertes en soledad-algunas incluso de años- pese a haber habido parientes. Tan turbadoras resultan estas situaciones que hasta se creó un oficio el de Boutredare - que es una persona, generalmente un procurador o un abogado,  que se encarga de abrir la sucesión, instalarse en la casa,  repartir los bienes, y organizar el funeral. En la más completa de las soledades. Eso es lo más impresionante del magistral  relato de Butazzoni.
En fin. El libro merece una atenta lectura, porque es impactante y conmovedor. También  merecen lectura  todos los otros relatos de Butazzoni porque bien valen la pena.




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