"La vida y los papeles" un libro imprescindible |
Leí novelas y
artículos de Fernando Butazzoni y reconozco –siempre- al excelente narrador que
deja a sus lectores sin respiro.
Gracias a su libro “La vida y los papeles”, ya sé que su
apellido original tenía dos “t” y dos “z”, y que él-finalmente- optó por una
sola “t”- por lo cual podemos pensar que es una especie de seudónimo. No voy a
revelar porqué. Hay que leer su artículo “Una letra menos” para saberlo y yo no voy a matar la incógnita porque él lo
hace maravillosamente bien.
Me encantó la manera en que fue concibiendo el papel de la
memoria, que es tan personal y cambiante como nosotros mismos.
El libro es variopinto; no todos
los capítulos me cautivaron por igual, sin embargo, algunos – de verdad- me impactaron.
La época del
pachecato, de la dictadura, de los tupamaros, las vivimos acá, en el “insilio”-que todos
sabemos que fue tanto o peor que el exilio. Carlos, mi esposo, no se la llevó de arriba porque era bancario y
de los que resistieron. Así que, aunque era un santo varón,
marchó-militarizado- con sus compañeros resistentes al cuartel. Y no la pasó
bien. Jamás había tenido ningún problema con la justicia, pero defendió con
gran energía, la posición que había adoptado su sindicato. Yo tampoco me la
llevé de arriba. Éramos muy jóvenes. Yo era huérfana desde hacía años. Acá, en
Montevideo, tenía a mis tíos- padrinos, pero no podía ir un día sí y otro
también con mis cuitas. Tenía que ser mayor. Me había casado. Me quedó de esa
época nefasta un rechazo visceral a las manifestaciones multitudinarias y un
miedo atroz a vivir de nuevo esas fieras experiencias. No me volví loca, pero estuve a punto. Por eso,
probablemente,-porque me duelen- me perdí en algún capítulo donde Butazzoni
cuenta peripecias de su vida tupamara.
En el año 2014, en Cuba con Butazzoni firmándome varios libros |
Para comentar seleccioné dos crónicas de la segunda parte
del libro. No fueron las únicas que me impresionaron, pero tengo que ser
selectiva porque si me entusiasmo puedo escribir más que Butazzoni. En el libro
no están en este orden, pero las comento
así para dejar la más dura para el final.
En la primera, Butazzoni, traza una tierna semblanza de Mario Benedetti. Nadie
ignora que lo leí desde mi adolescencia, que me comí, sus “Poemas de la
Oficina”- porque en la década del
sesenta del siglo pasado yo trabajé en varias,- aunque nunca en una pública- y
su novela “La Tregua” la leí chiquicientas
veces, y cada vez, le descubrí-siempre- algo más. Nunca “se me cayó de las manos”
como anotó Eduardo Espina. Jamás.
Tampoco la encontré cursi. Quizás lo sea, como también lo debo ser yo, pero
ambas- la novela y yo- tenemos nuestro derecho a existir para hacer ruido donde
queramos. Fernando Butazzoni destaca
de Mario Benedetti cualidades que
yo también le sentí:
“Siempre establecía un estado
de gracia con la gente. Una comunión hecha bondad y discreción. Una fraternidad
que nacía en su escritura y que terminaba por ser un abrazo cálido que cada
quien sentía como propio y único. Se puede decir que Mario Benedetti con su
obra y con su ternura, tan tímido él a
la vez tan decidido, abrazó a la
humanidad entera. Por eso sus libros son universales. Por la estatura
humana de quien los escribió. Así es que ahora Mario está instalado en la más
humilde de las glorias, la del cariño de la gente.”(pág.304)
Sí. Yo lo adoré. Y
más tímida que él, jamás le hablé cuando lo vi en alguna conferencia, pero
siempre escuché con devoción lo que decía. Y leí - con el mayor respeto aunque
no coincidiera con sus juicios- todo lo que escribía. Tenía,-además- un sentido
irónico del humor que me fascinaba tanto como su literatura.
En un programa de
televisión,-lamento no haberlo encontrado en Youtube- en el cual Omar Gutiérrez homenajeó a León
Gieco, presentándole a Eduardo Galeano, -con la colaboración extraordinaria de
Mario Benedetti, Daniel Viglietti y Ruben Rada- los artistas se manifestaron, contestaron preguntas y
cantaron. Fue un programa muy especial. Entre todos ellos, destacaba- como siempre- Mario
Benedetti. Se habló, entre otros temas, de los males que aquejaban a los
uruguayos después de la dictadura, como la envidia y la soberbia. Dos pecados
capitales que según los entrevistados, habían recrudecido con los años de
carencia de libertades. En una intervención de Mario Benedetti, en referencia a
la soberbia, él acotó, con esa gracia inigualable que tenía:
-
“Y no
estoy hablando de ninguna manera del Ministro de Cultura”. *
Y así, sin más, dejó
irónicamente bien claro, que consideraba que el Ministro de Educación y Cultura
de la época –que era Antonio Mercader- era soberbio. Yo nunca llegué a saber si
lo era o no lo era, -pese a que en esa década del noventa del siglo pasado
estaba abocada con toda mi alma a lograr que el colegio UAS lograra un acuerdo
educacional-, porque nunca me recibió personalmente. Para atender a nuestros
reclamos siempre me recibía algún subalterno. Nunca él. El acuerdo
salió-finalmente- pero yo me quedé con las dudas, porque la soberbia o su
reflejo social, la pedantería, se
perciben mucho más en el trato personal. Nunca me olvidé de esa intervención de
Mario Benedetti. Tenía fama por ellas y Butazzoni también lo destaca con alguna
anécdota jugosa que hay que leer.
El segundo artículo
que más me impactó se llama “Soledades”.
En este caso,
plantea un tema urticante y nunca considerado suficientemente: la muerte en
soledad.
Yo he leído sobre el
extrañamiento que produce encontrarse con las pertenencias de un ser querido
que súbitamente dejó de existir. Ahí están sus gafas-lentes, sus tintes para el
pelo, sus condones. (Me estoy acordando de la muerte del padre del escritor
Paul Auster que describe tan bien en uno de sus libros.) También viví ese
extrañamiento con los míos. Es siniestro. A mí me costó meses poder agarrar
coraje para abrir los cajones del escritorio de mi esposo.
Inmediatamente
después de su fallecimiento, tomé empuje
para enfrentarme con sus libros y su ropa. Hice lo que creo que él hubiera
hecho: los doné. Todo o casi todo. Menos un jogging que había usado hasta el
final. Tenía su olor. Dormí con él unos cuantos días. Aún lo conservo, y, si me
deprimo, lo saco, lo huelo y me calmo. Más o menos pero me calmo. Pero el
escritorio era su "recinto personal" con sus carpetas, las notas con
su letra nerviosa, afilada, urgente, la tembleque
de sus últimos tiempos, y muchos de sus
papeles íntimos. Encontré una carpeta que decía "Para Alfa". Ahí
estaban minuciosamente anotadas a mano, todas las indicaciones con las que me
manejé en el aspecto financiero y sucesorio. No dejó nada descolgado. Siempre
fue ordenado y metódico. También pudo serlo en esas instancias finales.
Pero lo que plantea
Butazzoni en sus "Soledades" va aún más allá y es muy conmovedor.
Forman parte de sus experiencias como
exiliado político en Malmö - Suecia- en la década del ochenta del siglo pasado,
cuando trabajó como repartidor de periódicos. Como él señala muy bien, era una
actividad nocturna sencilla, muy dura en invierno- por las bajísimas
temperaturas que tenía que soportar mientras hacía el reparto en bicicleta-,
pero le dejaba tiempo para dormir, pensar, imaginar-fundamental para un
escritor- y escribir.
Imaginaba las vidas
de esas personas que paradojalmente querían recibir el diario antes de las
cinco de la mañana. Para eso pagaban, y él cumplía con esa tarea. Pero ninguna
cosa que imaginara le iba a dar la magnitud de la soledad de muchas. Él recuerda
el caso de la señora Rita Nydal- a quien nunca
conoció- aunque una vez entreabrió la puerta y tomó el diario con su
mano"sarmentosa"- dice Butazzoni-, por lo cual el deduce de inmediato
que se trata de una anciana. Algunas veces le dejaba alguna luz en el porche, y
también adentro de la casa. Butazzoni pensaba que era una manera de ser gentil.
Y quizás sí, lo era; a su manera sueca.
Pero al cabo de un
tiempo, aunque seguía dejando
puntualmente el periódico, veía que no
era recogido de la puerta. Y se terminó
la suscripción. Después se enteró que la anciana había muerto en la más
completa de las soledades aunque tenía
un hijo que vivía a pocas cuadras pero
jamás la visitaba porque "estaba bien". En una forma espléndida
Butazzoni toma esta historia patética y la asocia a otras de otras muertes en
soledad-algunas incluso de años- pese a haber habido parientes. Tan turbadoras
resultan estas situaciones que hasta se creó un oficio el de Boutredare -
que es una persona, generalmente
un procurador o un abogado, que se
encarga de abrir la sucesión, instalarse en la casa, repartir los bienes, y organizar el funeral.
En la más completa de las soledades. Eso es lo más impresionante del
magistral relato de Butazzoni.
En fin. El libro merece
una atenta lectura, porque es impactante y conmovedor. También merecen lectura todos los otros relatos de Butazzoni porque
bien valen la pena.
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