jueves, 22 de abril de 2021

ENTRETENIMIENTO EN PANDEMIA: RELECTURA "CHINA PARA HIPOCONDRÍACOS¨" JOSÉ OVEJERO

 

Aquí, a lo lejos, podría inventarme, durante un tiempo, una nueva vida. Porque viajar, como escribir, es eso: inventar nuevas vidas  para escapar a las limitaciones de la propia.”

José Ovejero “China para hipocondríacos” página 16

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Si un año antes me hubieran hablado de este confinamiento, habría pensado—indudablemente— en un rapto de locura. Sin embargo, nos hemos ido adaptando a vivir en él, y  a salir únicamente por necesidad. En mi caso, en febrero, retomé las clases de Tai chi, en forma por demás precavida: bandeja sanitaria, tomada de fiebre, práctica con tapabocas. Duró muy poco; el gim  fue cerrado y lo que más hago son los  mandados barriales, atiendo algún pariente aquejado por el virus al cual hay que cocinar lo que pide—no siente ni huele la comida—  pero tiene que comer lo que le apetece.

Por estas circunstancias, sin vacunarme aún, he leído —o releído— muchos relatos y novelas.

Nunca me prohibieron las  lecturas. A los siete años, leí “Crimen y castigo” de Fiodor Dostoyevski. Una obra que  —probablemente— no esté recomendada para esa edad.  Estaba—como muchas otras novelas— en la biblioteca de mi madre, que, como todos saben era una mujer moderna, desprejuiciada y sin ataduras de ningún tipo. Lógicamente a esa edad, no pude hacer disquisiciones filosóficas;  me quedé con el argumento del estudiante pobre que mata a una vieja usurera. Lo filosófico lo capté después cuando la estudié en el liceo y en el instituto. Pero ¿y qué?

También leí una novela bastante subida de tono que se llamaba Annucha. No me acuerdo quién era el autor. Recuerdo que contaba sobre una primera experiencia sexual de una mujer que no quería llegar virgen a un matrimonio no deseado. Un tema muy común hoy en día en las series de entretenimiento para adolescentes y adultos pero que no era nada trivial para la década de 1950.

No pude volver a leerla. Se la presté a una compañera de liceo y  nunca más me la devolvió. Supongo que le gustó porque —para la época—rayaba en lo pornográfico. Supe entonces, —por esa novela— que la primera experiencia sexual,  sería dolorosa aunque me tocara debutar con el ser más cuidadoso y suave del mundo.

 

 De niña, la censura  no me permitía—tampoco— ver determinadas películas, pero cuando crecí, mi  altura me permitió pasar por una chica de más edad,  así que a los doce o trece años, ya veía pelis que estaban marcadas para “mayores de 18”. Lógicamente, cuando he visto alguna ahora, me parece que podrían haber sido vistas sin problemas. La censura nos  la marcamos nosotros con criterios francamente deplorables que no nos sirven para educar a otro ser humano que debe leer  y ver para entender y experimentar con  algunas posibilidades de la realidad o de la irrealidad.

Puse un acápite de José Ovejero al comienzo de este comentario. CHINA PARA HIPOCONDRÍACOS,  la escribió en 1998—Ovejero nació en 1958, por lo tanto, era un treintañero —. Recomiendo leerla de punta a punta. Es un relato de viaje que vale la pena conocer. Él, que no se caracterizó por ser intrépido sino todo lo contrario, se hizo ese viaje a China para embeberse en   su cultura y sus costumbres. Y supo hacerlo de maravillas. Observó todo lo observable y experimentó el amor. Ese sentimiento tan multifacético y escurridizo que nos transporta a la alegría o a la pena y nos da sopapos de todo tipo.

Ahora, que no puedo viajar, por la edad, por la falta de vacuna, por la pandemia y demás, volví a leer  ese relato que  me hechizó. Carga con la etiqueta de   RELATO DE VIAJES.  En estos momentos en que podemos viajar únicamente con  la imaginación es un paliativo contra la tristeza. Ovejero nos lleva; nos presta sus ojos para ver, su paladar para gustar, y, su juventud ávida para experimentar. Como es un magnífico relator  nosotros podemos andar —con deleite— por estupendos caminos inexplorados.

El libro, está ordenado en capítulos. Es de lectura entretenida, amena, en cada uno de ellos nos asomamos a las experiencias del narrador que recorre con ojos curiosos los lugares que visita.

Y allá vamos también nosotros, los lectores, caminando los mismos caminos.

 El primer capítulo es por demás interesante: “Las razones del viajero”. Ahí encontramos  la etimología de dos palabras alemanas de difícil traducción: Heimweh y Fernwheh.

Heimweh es la añoranza del hogar. El narrador  pone como claro  ejemplo  a los niños cuando no están en sus casas y se sienten desolados por la falta de los lugares conocidos, el territorio de lo cotidiano. Pero también describe lo que hicieron los esclavos al llegar a los lugares donde los destinaban: elegían  los árboles que se asemejaban a los propios de sus tierras natales.

Fernwheh—la otra palabra— Es la añoranza de la distancia; un dolor que se experimenta en la lejanía. No es únicamente  extrañar lo cotidiano sino lo conocido que está lejano en el espacio.

 Por cierto que los conquistadores también buscaban similitudes y al llegar, ponían nombres que les recordaban sus hogares al otro lado del océano. De esa manera no se sentían tan extraños en un mundo hostil y repleto de múltiples peligros.

Yo experimenté los dos sentimientos. El de extrañar lo mío: mi casa, mi cama, mis muebles, mis libros, mis juguetes, y el de extrañar lo que estaba lejano. La abrupta muerte de mi madre, cuando tenía nueve años, me hizo experimentar un dolor inusual. No pude dominar la sensación de angustia por muchos años; mi padre era un desconocido. Muy autoritario con la hija mayor, que no se había criado con él, y que ya pintaba como rebelde. Los primeros tiempos fueron dolorosos para mí. Después, cuando empecé a trabajar a los quince años, el primer salario me independizó (aunque la mitad iba para gastos de la casa y para la ayuda de las menores).

El gusto por los viajes en mí, también empezó desde muy chica, como el gusto por la lectura –que también bien entendida es un viaje—.fue siempre, un afán por conocer otras culturas, otras formas de vida. Hubo un libro que propició este gusto. Se llama “El Toro de Minos”. Lo escribió el inglés Leonard Cottrel y narra las vicisitudes  de Heinrich Schiliemann y Arthur Evans por llegar a la Troya homérica. Schiliemann hasta novelescamente, fue capaz de —por encargo— conseguirse  una mujer griega joven, amante de lo clásico,  para convertirla en su esposa y llevarla a descubrir los mundos de la Ilíada. Logró, después de muchas peripecias, desenterrar joyas y tesoros de tumbas. Además, se encontraron los famosos escudos en forma de ocho, que se describen en las narraciones y que cubrían todo el cuerpo del guerrero. Por supuesto que soñé con viajar a Creta, a Turquía, a Troya y demás, pero  me tuve que conformar con los tesoros de los mayas y los incas—que están en América—. A Perú fui varias veces, siempre con la misma idea: conocer y experimentar.

También fueron las razones del viajero de José Ovejero: conocer, experimentar un destino remoto y desconocido: China. Agregó a su viaje el incentivo de viajar con Renate— su novia de entonces— que conocía sus altibajos, sus miedos, sus deseos, sus ansias, y con la cual podría probar esa convivencia de todos los días en un equipo de dos. Y así fue.

En inglés existe una palabra cuyo significado podría ser similar al de las palabras alemanas que nombra Ovejero: homesick. En traducción literal sería “enfermedad de la casa”. Y eso es lo que se experimenta cuando se está lejos de lo cotidiano, y no hay ninguna similitud ni idiomática, ni de comidas, ni de palabras que nos hagan sentir como en casa.

Esas sensaciones de extrañar, se calman únicamente con el regreso a la casa, a los olores cotidianos, a las imágenes que nos reconfortan. A mí me ha pasado, que al volver de Buenos Aires—una tierra que no me es ajena— por Buquebús, al ver el cerro de Montevideo, me asalta una sensación de alegría inusual. Sería capaz de bajarme y subir la colinita para saludar y decir: "aquí estoy de vuelta, che, brindame un saludito;  no me quiero ir más a ningún lado". Pero, pasan unos días y ¡ Zás! Otra vez me asalta la idea de salir a conocer por ahí otras tierras, otras costumbres, otras comidas, otros prójimos. Ahora, esta pandemia, me impide salir campo afuera, por lo tanto, lo que me queda es la relectura de libros como el de Ovejero. Es muy ameno, y puede leerse en forma ordenada o no. A gusto del consumidor. Eso sí, conviene marcarlo a medida que se va leyendo. Así se puede volver a él como a un itinerario de viaje. Otro traslado posible  en algún momento de la vida.

 

 


sábado, 3 de abril de 2021

¡GRACIAS DE CORAZÓN!

 

                                                    Pilotín cargado de memorias 


Hace tiempo leí un  libro de Marie Kondo sobre el ordenamiento en  una casa. Se refiere al orden de las casas con  abundancia en todos los aspectos. En muchos casos, esa abundancia obedece a un inútil  afán acumulativo que no tiene razón de ser si nos ponemos a pensar en la efectividad. ¿Cuántos vestidos, pantalones o remeras necesito?  En mi caso, casi siempre uso los mismos por motivos diversos: son cómodos, son lindos, no me hacen tan gorda, o porque sí. También me ha pasado que después de comprar algo, no lo uso porque cuando me miro al espejo veo en mi lugar a  una ballena.

Más durante la pandemia. La quietud obligada, me hizo ganar más kilos y la sensación ballenácea se acrecentó.

Me  cuesta bastante deshacerme de las prendas o libros que aprecio. Los libros, porque forman parte de mi ser íntegro. Muchos tienen dedicatorias que exhiben el aprecio de los autores. De esos, no me puedo desprender. Otros, están dedicados por mi marido, que siempre andaba buscando lo que yo quería investigar. Menos puedo dejarlos ir.

Sin embargo, hace un tiempo, alentada por la Kondo, hice una drástica limpieza. Doné la mayoría de los libros de gramática, los de lingüística, los de semántica. Me quedé con los diccionarios más relevantes que también envejecen y se van quedando afuera, porque en la actualidad hay muchos recursos tecnológicos que podemos utilizar para ver si una palabra existe o si hay un sinónimo que nos evite repetirla.

Con la ropa me pasa algo similar. Hay algunas prendas que uso desde hace años, por comodidad o por sencillez y me cuesta desprenderme de ellas. No las abandono por ningún motivo.

Tengo un antiguo pilotín  que vino en una bolsita plegable para guardarlo cuando no se usa. Es probable que tenga más de veinte años, —ya perdí la cuenta—, pero en su momento y aún ahora, es moderno por el detalle de la bolsita para guardar. Es de nylon resinado y me libró de varias garúas diluvianas en los viajes. Recuerdo que me  acompañó en mi primer viaje a Florianópolis. En ómnibus. En la época de las excursiones colectivas y divertidas. Se salía de una plaza céntrica, con un guía acompañante que se encargaba de todo el tramiterío, de entradas, salidas,  alojamientos, y cenas programadas. Una enorme comodidad que evitaba aglomeraciones y también intrincadas esperas.

Pero en estos últimos meses, descubrí que mi apreciado pilotín había quedado con manchas de humedad. Es más que seguro que lo guardé cuando aún no estaba totalmente seco y quedó convertido en un guiñapo gris. Utilicé todas las fórmulas que aparecen en youtube. Logré quitarle las manchas de humedad pero—lamentablemente— se le formaron otras de  óxido debidas a unos ganchos de metal que tiene cada tanto. Hoy, como última solución fui a una tintorería que se llama Better Life. Me sacaron por completo la ilusión de la recuperación.

Por lo tanto, hice lo que dice Kondo que hay que hacer. Le saqué una foto para recuerdo, le di las gracias por los servicios prestados. Le prometí que nunca lo olvidaré. Quedará por siempre en mi corazón, en el  recuerdo de años mejores —que supe tenerlos—y de  viajes de novela. Gracias, gracias, gracias.


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