sábado, 30 de abril de 2016

NIÑERAS


"The Nanny" -popular serie de los 90- Actriz Fran Drescher-


Cuando he comentado las películas de Woody Allen, he repetido-invariablemente- que soy incondicional de él- lo cual es absolutamente cierto-. Me quedó un tema en el tintero. Tengo en común con él, -además de que  los dos nacimos un 1º de diciembre-,  que fuimos torturados por diferentes niñeras. Extrañas coincidencias del destino.
No hay duda de lo difícil que es encontrar una persona idónea para el cuidado de niños. Habitualmente, la gran mayoría no tiene ninguna vocación, simplemente, la toman como un remedio a una necesidad económica. Se sabe que  no cualquiera puede cuidar infantes. He conocido casos que las han contratado tan siniestras –o más- que las que tuvimos Woody y yo. Recuerdo una-en particular- que le daba a un bebe de siete meses pastillas para dormir. Por esa razón, cuando la madre llegaba-invariablemente- el niño estaba durmiendo. Como le costaba mucho despertarlo, porque parecía drogado, siguió el consejo de su madre y puso cámaras de vigilancia dentro de la casa. Así pudo comprobar la tropelía.

Hoy, en honor a mi admirado Woody Allen,  voy a rememorar a la que recuerdo como más siniestra y a otra buena.
Como ya lo he comentado en otras ocasiones, mi madre y mi tía-madrina eran parteras y trabajaban fuera de sus casas en la Maternidad del Pereira Rosell- que en aquella época, era un pabellón-Mi madre me tenía a mí, y mi tía tenía a Ruben que había nacido en 1950.  Debido a sus actividades, cuando una no estaba, la otra la “cubría” en lo posible, pero las más de las veces, necesitaban que alguien se ocupara de nosotros. Así llegaban a nuestras casas, diferentes especímenes. Yo, no recuerdo cómo ni de dónde las sacaba mi madre, pero tuve muchas que no eran aptas para cuidar niños, ni siquiera en forma remota, porque los odiaban.
La más siniestra que me tocó en el azar de la vida, fue una brasileña. Absolutamente negada para cuidar criaturas, dueña de una tortuosa maldad. Se llamaba Irasema y contrariamente a lo que indica el significado de “nacida de la miel”, lo que más destilaba era una amarga hiel. Nunca pude saber qué había provocado en Irasema esa actitud de constante enojo. Quizás fuera anorgásmica, porque su negatividad era absoluta. No me dejaba hacer nada. Me mantenía sentada en el sofá del living. Sin moverme. Si me movía me gritaba. No me golpeaba pero me amenazaba. La mayor parte del tiempo pasaba farfullando en portugués. Un buen día quise ir al baño, y no me dejó. Me hice encima. Me zarandeó y largué a llorar. Lloraba  por el zamarreo, pero también por el bochorno de haberme meado encima. Irasema no pudo  calmarme de ninguna manera. Si se me acercaba, yo gritaba como un marrano. Creo que se asustó porque mis alaridos traspasaban las paredes. Esa vez fue la última porque cuando llegó mi madre, entre hipos, le conté cómo me torturaba psicológicamente.  Con los años, reconocí el empecinamiento como una característica de mi personalidad: si me lastiman respondo con dolor, y no se me pasa por nada del mundo. Me queda-para siempre – una sensación de rencor soterrado. Al punto que la puedo recordar en forma absoluta hasta el día de hoy. Mi  madre escuchó mis balbuceos entre sollozos, los atendió y entendió. Irasema no volvió más.

Una niñera pacífica.( Imagen tomada de Internet).


La que recuerdo como una de las  buenas se llamaba Mireya.
Era muy joven y venía “con premio” –como decían en mi casa-: un bebe de pocos meses. Vino como “empleada con cama”- es decir que vivía  con nosotros, y hacía de todo, mientras tanto,  yo cuidaba a su bebe. Le decíamos “Coquito”. Yo dejaba con gusto a  uno de mis malcriados por ese bebote que sonreía al menor intento, y que balbuceaba incoherencias. Mireya era muy alegre. Cuando mi madre se iba, prendía la radio y bailábamos. También cantábamos todas las canciones de moda de la época, sobre todo boleros. Mi madre también cantaba, y por eso, sé letras de canciones desde la niñez. (A mi juego me llamaron). Bailando y cantando con Mireya yo era feliz.
Por otra parte, en las tardes soleadas, cuando mi madre llegaba cansada, era ella la que me llevaba a la placita de los Treinta y Tres a pedalear en mi triciclo. Y no salíamos únicamente a la placita, también íbamos al Prado y al Parque Rodó y a la playa. Mireya se fue ganando la confianza de mi madre, y mi absoluto cariño. Pero, todo lo bueno tiene su fin. Un buen día, apareció el papá de Coquito con intenciones de casarse. Me encantó acompañarla en la iglesia llevando una canastita con flores que me habían dado.  Pero ya no trabajó más en casa,  se fue para su pago natal: Paysandú. No la vi nunca más, pero la recuerdo hasta hoy con  un profundo agradecimiento.





lunes, 18 de abril de 2016

"LOS INMORTALES" BURELIANOS

Obra narrativa: "Los inmortales" de Hugo Burel 


“Condenados a la inmortalidad y al bronce, sus rostros no se vieron ni una sola vez frente a frente.”
“Los inmortales” página 12 Hugo Burel

Fui al Teatro Alianza  a ver la adaptación de Hugo Burel- basada en  su novela homónima- “Los inmortales”.
Ya se sabe que es muy difícil transformar  una narración en un texto dramático. No es la primera vez que Burel aborda esta dificultad, pero en este caso, creo que fue más difícil. ¿Por qué? Porque desde el comienzo esta obra narrativa es  ficción absoluta. Aparicio Saravia y Batlle y Ordóñez jamás tuvieron un encuentro persona a persona. Nacieron-sí, y lo dice el texto y la obra teatral- el mismo año: 1856- pero no coincidieron o no quisieron coincidir- en encuentros personales. Uno era de la ciudad, el otro netamente  del campo. Irreconciliables desde el “vamos”. Esa realidad-ficticia- es la que  crea  Burel con todos los riesgos consabidos.

¿Desde dónde lo hace?

En el texto narrativo, lo  aborda en un preámbulo que tituló “Algunas advertencias al lector”  desde el  recuerdo de su abuelo  materno: Juan Guerra,  al que describe escuetamente, pero con  algún dejo de ternura: “apenas si  sabía leer y escribir y era un gaucho auténtico. Tenía el pelo blanco, la mirada altiva y el hablar florido de vecino de Raigón, Departamento de San José”. Es ese abuelo el que le acercó a Burel-niño,  algunos cuentos, que-supongo- en la fértil imaginación del nieto, “prendieron” de manera tenaz. Así desfiló Aparicio-uno de los “inmortales”-  llevándose una caballada del pueblo,-  el Burel adulto deduce que fue en 1897, -fecha clave- cuando el abuelo tendría  por ese entonces, unos nueve años. También es ese mismo abuelo el que le relata  la llegada de un tren embanderado- cuando era una novedad para todo el mundo- con un señor corpulento que se plantó en el pescante del último vagón, y se mandó un discurso ante una multitud que lo esperaba. Si bien, Juan Guerra simpatizaba con los blancos la llegada de ese otro señor también le mueve el piso a juzgar por la iluminación de sus ojos. Ese señor corpulento era el otro “inmortal” de la historia: José Batlle y Ordóñez.
Anoté que no es la primera vez que Burel realiza este peliagudo trabajo. Yo conozco, por lo menos,  uno más que  leímos  en clase con un grupo de estudiantes y también fuimos a ver al teatro. En ese caso, fue el cuento “El elogio de la nieve”, que  “saltó” de la narración a la adaptación teatral.
Mis estudiantes habían leído el cuento, lo habían comentado en clase, y vieron  la obra con entusiasmo. Con el paso de los años, me di cuenta de que el entusiasmo fue más pronunciado porque  habían leído el cuento, y- todos-, tenían una idea de lo que pasaba  con personajes sin nombre-apenas señalados por apodos o el por  espacio que ocupaban en el boliche- y, al día siguiente, en la clase tuvieron muchos comentarios para hacer.

Pero esta otra adaptación es más ambiciosa. No se trata de la discusión de un hecho que parece inverosímil-como el caso de que haya caído  nieve en Uruguay- algo que ya ahora, a juzgar por todos los accidentes atmosféricos que vamos sufriendo-incluidos  los tornados- ya estamos más que dispuestos a creer- sino la creación de un encuentro-  en dos oportunidades- que jamás tuvo lugar en la historia del país: el diálogo entre los “dos inmortales”: Aparicio Saravia y José Batlle y Ordóñez. Para eso tuvo que crear una atmósfera de afiebrado delirio- que es posible percibir en la novela, así como también se da  en la creación teatral. No sé si hubiera podido percibir  esa atmósfera alucinada, sin la previa lectura del texto.

Los encuentros y desencuentros entre seres humanos no siempre se dan.  En muchos casos,-creo que el de Saravia y Batlle es uno- los mismos protagonistas los eluden sistemáticamente. En otros, -simplemente- no se producen. Las circunstancias no se presentan, o “los planetas no se alinean” a nuestro gusto.  Cuando hemos deseado con toda el alma un encuentro que no se dio, queda una profunda melancolía por lo que no pudo ser en el alma de los que desearon o quisieron, pero no pudieron encontrarse.

Esta obra me trajo a la memoria la “Carta en mano propia” que Julio Cortázar le escribió a Felisberto Hernández- ya fallecido- con motivo de prologar un libro de  sus novelas y cuentos. Vale la pena mencionarla porque, ahora, con los dos ya desaparecidos, -Felisberto y Cortázar- es quizás  posible trazar una especie de paralelo con la obra(o las obras) de Burel.
Transcribo un fragmento donde Cortázar plantea en su carta a Felisberto, -reitero: ya fallecido-, su sorpresa al saber que habían andado en  “rutas paralelas”, pero sin encontrarse jamás:

(…) En estos días en que andaba dándole la vuelta a la máquina de escribir como un perrito necesitado de árbol, encontré cosas tuyas y sobre vos que no conocía en los remotos tiempos en que por primera vez leí tus libros y escribí páginas que tanto te buscaban en el terreno de la admiración y del afecto. Y te imaginarás mi sorpresa (mezclada con algo que se parece al miedo y a la nostalgia frente a lo que nos separa) cuando llegué a un epistolario recogido por Norah Giraldi, en el que aparecen las cartas que le escribiste a tu amigo Lorenzo Destoc mientras hacías una gira musical por la provincia de Buenos Aires. Como si nada, sin el menor respeto hacia un amigo como yo, fechás una carta en la ciudad de Chivilcoy, el 26 de diciembre de 1939. Así tranquilamente, como hubieras podido fecharla en cualquier lado, sin demostrar la menor preocupación por el hecho de que en ese año, yo vivía en Chivilcoy, sin inquietarte por la sacudida que me darías treinta y ocho años más tarde en un departamento de la calle Saint-Honoré donde estoy escribiéndote al filo de la medianoche.
No es broma, Felisberto. Yo vivía entonces en Chivilcoy, era un joven profesor en la escuela normal, y vegeté allí desde el 39 hasta el 44 y podríamos habernos encontrado y conocido. De haber estado a fines de ese diciembre no hubiera faltado a concierto del Terceto Felisberto Hernández, como no faltaba a ningún  concierto en esa aplastada ciudad pampeana por la simple razón de que casi nunca había concierto, casi  nunca pasaba nada, casi  nunca se podía sentir que la vida era algo más que enseñar instrucción cívica a los adolescentes o escribir interminablemente en un cuarto de la pensión Varzilio. Pero habían empezado las vacaciones de verano y yo aprovechaba para volver a Buenos Aires donde me esperaban mis amigos, los cafés del centro, amores desdichados y el último número de Sur. Vos tocaste con tu Terceto en eso que llamás a secas “el club” y que conocí muy bien, el Club Social de Chivilcoy detrás de cuyo amable nombre se escondían las salas donde el cacique político, sus amigos, los estancieros y los nuevos ricos se trenzaban en el póker y el billar. Cuando en tu carta le decís a Destoc que la discusión para que te aceptaran y te pagaran el concierto se libró junto a la mesa de billar, no me enseñás nada nuevo porque en ese club todas las cosas se libraban así. Muy de cuando en cuando, a regañadientes pero obligados a cuidar la fachada de las “actividades culturales” los dirigentes accedían a un concierto o a una velada presuntamente artística, que pagaban mal y sin ganas y que escuchaban apoyándose entredormidos en el hombro de sus nobles esposas.”(IX-X Novelas y cuentos Felisberto Hernández. Biblioteca Ayacucho 1985- Caracas)

Esta no es la única coincidencia en las órbitas que se rozaron-  como sigue diciendo Cortázar- también se rozaron en Pehuajó, en Bolívar, y hasta podrían  haberse encontrado en el barrio latino de París. Pero ese encuentro deseado por Julio Cortázar, que probablemente también hubiera sido deseado/ compartido por Felisberto, no se dio nunca porque nunca se concretó.
Volviendo a la versión dramática de “Los inmortales”. Burel creó un encuentro-en dos momentos- entre dos personalidades que jamás accedieron a encontrarse en vida. Es decir, que por medio de la ficción logró un acercamiento que-de haberse dado- habría podido, quizás, cambiar la historia del país sobre todo en cuanto a los enconos que siempre nos  han mantenido divididos a los orientales.

  “Así lo plantea Burel” desde el texto narrativo:

 “En todo caso, desde la memoria de Juan Guerra a las desordenadas lecturas que alentaron estas páginas, los inmortales se abrieron paso para encontrarse en el territorio de  una narración.
No obstante, el enigma de su obstinada renuencia a verse cara a cara permanece intacto, y a mi modo de ver, como paradigma de otros desencuentros que aún nos condicionan. Nuestra historia es pródiga en silencio, en ausencias, en prologados enconos, en absurdas rivalidades y en persistentes memorias de diferencias.” ( "Los inmortales" página 16 Hugo Burel) 

En la obra dramática me hubiera gustado encontrarme como personaje a Juan Guerra, porque siempre es bueno rescatar a los abuelos que nos han contado historias.

La obra hay que verla, aunque antes sería aconsejable leer el texto narrativo. Y después ir a disfrutarla. Vale la pena.





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