lunes, 29 de octubre de 2018

¿ No tiene más chico?

¿No tiene más chico?

No se imaginan cuánta falta me hace un cronista como el Cuque que pudiera escribir sobre este tema. Yo voy a tratar de hacerlo pero nunca será igual.
Resulta que actualmente, a partir del peligro que significa para cualquier jovata andar por la calle con una cartera, todas salimos con lo justo y con alguna tarjeta de crédito o similar para financiar algún gastito menudo. Sin embargo, cuando nos aproximamos a algún  cajero con la idea de poder sacar algún manguillo-porque no todo se puede pagar con crédito- el muy maldito nos pone un cartelito que anuncia: múltiplo de 2.000. Y ahí, la quedamos porque nuestra modesta intención era sacar, pongámosle 900— para que nos quedara cambio— Pero no. El maldito cajero quiere que le pidamos múltiplo de 2.000. Y no hay Dios posible que lo convenza de otra cosa. Ahí empieza nuestra odisea. Queremos comprar  unas humildes medialunas, o unas humildes pizzas de Carrera. Como ya se ha podido comprobar, las empleadas no se caracterizan por tener bueno modales, pero, como nos gustan los deleites que ofrecen, nos arriesgamos al vacío. Logramos hacer la compra, pero, al final, nos espera  una joven cajera con cara de  asqueroso culo que cuando nos ve el billete nos espeta:
¿No tiene más chico?
Nos lo dice de jeta fruncida, como si estuviera oliendo un sorete maloliente. Y nosotras, apabulladas viejecitas de cotolengo, le decimos con  nuestra más suave pronunciación que no. Que no tenemos, que el cajero nos obligó a sacar 2.000, y que no pudimos hacer nada al respecto. La cara de culo hediondo se acentúa, se arruga, se bifurca, nos tira el cambio sobre el mostrador, –los billetes de a uno, de los más roñosos que tenía en el fondo de la caja– y mientras los recogemos lastimosamente, sentimos  que nos achicamos, que nuestro metro setenta de altura juvenil que traíamos al principio se nos hizo mínimo y que no habrá dios ni diablo  que nos salve de la ignominia de la humillación.
 Ni modo.
Salimos, sí, con nuestras medialunas o nuestras pizzas pero tan tan apabulladas, tan pero tan frustradas que no  nos quedó ni apetito para deglutir alguna de esas delicadezas. Somos unas pobres desgraciadas atrapadas en la vorágine de la modernidad. Habrá que conseguir algún caballero que nos salve de la nulidad, que nos saque otra vez a flote, como cuando éramos jóvenes y buenas mozas y no había el peligro de las volteadas–del tipo de las que describí– sino de otras más alegres y gozosas. ¿No? Piénsenlo. Si se les ocurre alguna solución, les agradezco difusión. Por ahora, a mí no se me ocurre ninguna.

jueves, 18 de octubre de 2018

JORGE CUQUE SCLAVO: PRÓLOGO PARA UN PRÓLOGO DEDICADO A UN FELISBERTO COMPAÑERO DE TRABAJO

Foto del archivo familiar de Claudio Sclavo. Sentado en quinto lugar: Jorge Cuque Sclavo; atrás el primero parado es Felisberto Hernández. Abajo, en el centro de la foto, se puede apreciar la firma de Felisberto.
Gracias Claudio, por permitirme  usar esta joyita histórica.



Por  esas vueltas del destino, hace años, —ustedes lo saben—  entré a dar clases de español y literatura en el colegio norteamericano Uruguayan American School. Para mí fue entrar en un mundo nuevo, que, ¡Oh, sorpresa!  Me permitía crear mis propios programas y esquemas de trabajo.
En  La revista Sarandí, programa radial de la década del 80 del siglo pasado,  conducido por Lil Betina Chohuy, yo escuchaba a Cuque Sclavo, leyendo sus propios textos o los  de otros autores que empecé a conocer por él: Julio César Puppo: El Hachero; Julio Rossiello: Pangloss; o,—también— Felisberto Hernández. Siempre, antes o después de la lectura, hacía algún comentario. El día que leyó uno de los cuentos de Felisberto, dijo que habían sido compañeros de trabajo en la Imprenta Nacional y también me enteré —porque Cuque lo dijo, con gran pesar—, que le había dado mucha vergüenza que una novela suya fuera triunfadora en un certamen mientras que la de Felisberto no. A partir de esos años empecé a buscar sus libros y los que recomendaba. Encontré una cantera inagotable para nutrir mis clases (donde tenía una amplia libertad de elección, como expresé anteriormente).
Naturalmente, entonces, este año,  decidí presentar a Jorge Cuque Sclavo, para sacarlo, también a él, del inmerecido ostracismo en el Congreso Transgrediendo el canon. A la búsqueda de nuevos autores,  que tuvo lugar en Paso Severino, Florida, los días 20,21 y 22 de septiembre del 2018. Contra toda previsión,  la ponencia fue aceptada y yo marché a exponerla, alegremente,  como corresponde. No me salió tal cual yo la había soñado—ya se sabe que los sueños amenazan siempre a la realidad— sin embargo, me dio la impresión de que a alguien le interesó leer a ese escritor tan especial que hizo de todo  y que no tiene de ninguna manera el  lugar que se merece en las letras uruguayas.
Sobre Felisberto Hernández, escribió una página memorable—no  la única por cierto— que hay que  leer. Se llama «Prólogo para un prólogo dedicado a un Felisberto compañero de trabajo» (SCLAVO, 1993: 7-8).

                           Foto de Felisberto Hernández tomada de Internet 

Ya se sabe que  los uruguayos no hacemos propaganda de nosotros mismos—pero yo soy testaruda e insisto—: El libro lleva el sorprendente título de: Almanario. Es de 1993.  Aun se consigue en Mercado libre.  Los  dibujos fueron hechos, nada más y nada menos que por su exitoso sobrino: Fidel Sclavo. El texto es serio. Un  reconocimiento dolorido a ese extraordinario escritor—tampoco valorado en esos años— que tuvo la gracia de conocer en un empleo que a Felisberto le costaba mucho cumplir—por anodino y alejado de sus sueños— y que, además,  no le dejaba tiempo para escribir. Obviamente, que  el Felisberto que recuerda Jorge Cuque Sclavo no es el casado con la pintora, ni con la espía, sino el compañero, con el cual tenía aficiones en común: la música, la literatura y también las mujeres. Cuque era joven, Felisberto ya no tanto, pero —como bien lo señala en este texto que hoy traigo a colación— se había enamorado de nuevo y se iba a volver a casar. Ambos fueron insistentes. Muy insistentes en la búsqueda del amor que a veces les sonreía, y a veces no.
Es un texto para pensar, por eso lo transcribo, con la ilusa idea de que  a alguien le interese y lo analice.
Es un texto serio, de Jorge. Lo puse en colores, por razones obvias. A buen entendedor, pocas palabras bastan. 


PRÓLOGO PARA UN PRÓLOGO DEDICADO A UN FELISBERTO COMPAÑERO DE TRABAJO

Estoy trabajando en la misma habitación donde trabajó Felisberto Hernández, de este mismo edificio donde lo hago desde hace 18 años.
Es un saloncito cuadrado, con paredes totalmente cubiertas por estanterías de madera para libros editados en esta Imprenta respondiendo a la impúdica orden de hombres públicos que, venciendo todo escrúpulo, resolvieron inmortalizarse en Memorias, Decretos, Homenajes, Estadísticas.
Una amplia ventana al Este y otra más pequeña al Norte, dejan entrar abundantes chorros de luz. Al amparo de uno de ellos, una cucaracha ha decidido patalear el resto de su destino.
Felisberto entró en este cuarto cuando ya era viejo. El trabajo le costaba más horas que al resto de nosotros los jóvenes. A veces pasaba todo el día en este cuarto y una vez me convidó con una botella de vermouth que ocultaba tras esos libros.
La cucaracha ha dejado de moverse. Prefiero pensar que ha entrado en un éxtasis semejante al del bañista gozando del sol.
Felisberto agradeció esa carga de trabajo que a veces lo ponía nervioso y siempre exhausto. Una mañana de verano Felisberto con las manos cruzadas sobre la Underwood, sus claros ojos saltones parecían un par de uvas reventadas. Se lo conté y nos reímos.
Una rápida nube dejó el chorro de luz invisible y a la cucaracha con la forma de un erizo verde pino.
Felisberto sacó de otro estante el viejo álbum que me había prometido, donde, joven, y delgado sacudía un enrulado mechón apretando bajo su teclado la Petrouchka de Stravinsky en “la primera versión para piano solo que se hizo en Sud América”.
–Discúlpeme lo del álbum. Soy como una bataclana.
Ha vuelto a salir el sol y no miro la cucaracha. Me basta recordarla quizás. El sol da, ahora, sobre el estante donde está el grabador y un pequeño espejo rectangular de marco casero con dimensiones apenas mayores que uno de bolsillo.
Felisberto agradeció el que tanto trabajo le impidiera escribir. Ya hacía algún tiempo, por no obligarse a hacerlo, había comenzado a trabajar en la invención de un nuevo sistema taquigráfico.
–Son trampas que me hago.
Las notas dictadas por el Jefe, y tan brevemente tomadas, se le hacían enormes tardes en el pasaje a máquina. La trampa del vermouth quizás era una travesura en el planteo total de su juego. Felisberto Hernández fue un recibo de sueldo, una ficha en el codificado que hace la cuenta de las licencias, de los días de los tiempos y los hombres, una firma en el reloj autográfico que desaprensivamente certificará el petiso Rienzo, que fue boxeador, casi campeón, hasta que perdió.
La cucaracha que tanto he mirado ha dejado de ser un erizo de pino, sombra, hueco, mota y se ha instalado definitivamente en su papel de envoltorio brillante para caramelo.
Felisberto conoce otra vez el amor y se va a casar con María Dolores que trabaja en Contaduría y lleva el  libro de Acreedores.
–Es macanudo el Gordo. Y los cuentos de relajo que sabe. Cualquier cantidad. El otro día, en Liquidaciones, cuando la despedida de Vega estuvo como dos horas contando.
–Dicen que era escritor.
–También…
El envoltorio de caramelo se mueve con el calor del sol, o me parece.
Cuando Felisberto murió, el Jefe compró un grabador a cinta para dictarle las cartas a su nuevo secretario, un chico sobrino de un senador.
Es ese Philips donde he dejado la mirada. No obstante desciendo la vista hacia mi fallido insecto de papel celofán. El filo de un estante amenaza barrerlo con su sombra. Pero de la pata de un mueble, cuando ya se ha hecho imposible el chorro de luz, una verdadera cucaracha se le trepa haciendo equilibrio sobre las aristas del papel brillante que alguna vez confundí con las agonizantes patas de mi equivocada cucaracha.
Estoy trabajando en la misma habitación donde trabajó Felisberto Hernández. Espero la llamada del Jefe para tomarle su dictado. De tanto en tanto, quito la botella de vermouth oculta tras el tomo de Mensaje de la XXXVI Legislatura y tomo un trago. Los pájaros que pasan, hacen relámpagos parecidos a las ágiles imágenes de un cine mudo donde hubiese callado el pianista.
El jefe no llama, y la cucaracha, aburrida de su intento, ya se ha ido. Espero, todavía, cuando aún la sombra amenaza los últimos pájaros.

Almanario, (Sclavo, 1993:7,8)




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