miércoles, 15 de junio de 2016

TEODORO SEGOVIA

“Si querés escribir sobre seres humanos, tené un gato en tu casa.” Aldous Huxley



Teodoro en su cama nocturna


En una de las últimas crónicas  que escribí, unos cuantos lectores se me  fueron al humo pensando que había- por fin- conseguido que Keanu Reeves me diera pelota. Pero no. Lamentablemente, no.  Simplemente empleé una técnica que le copié o le quise copiar más bien-  nada más y  nada menos que a Julio Cortázar, que tuvo a bien escribir  en uno de los tomos de “Último round”,  un  divertimento  que se llama “Patio de tarde”

En ese texto, es  en el último párrafo donde se nos revela la estrategia, porque  en el comienzo, pensamos que Toby es un perro o un gato. Yo hice algo así, pero sin la maestría de Cortázar y al revés: no revelé que Teodoro era un gato hasta cerca del final, aunque al decir que le había puesto “cama propia” algo más se podía deducir.
El nombre lo tomé de uno de los gatos de Cortázar- el de Saignon- que apareció durante tres veranos por su casa- Cortázar le había puesto el nombre completo del filosofo alemán: Teodoro W. Adorno; a mi Teodoro le di mi apellido puesto que lo adopté. El nombre tiene un hermoso significado: regalo de Dios. Ojalá que así sea.
Teodoro es un gato-como se pudo comprobar- y ahora  tiene tres meses. Nació de Katana- la gata de Lucy, una amiga de mi sobrino Mati- y lo adopté el 10 de mayo de este año. Como toda nueva relación nos vamos tanteando y adaptando. No siempre es todo color de rosa, pero,  por el momento, ya duerme en su cama toda la noche-con bolsa caliente, por supuesto-. Lo que aún no acepta es que me levante de mañana- tiene un oído espectacular- y no le abra de inmediato la puerta de comunicación. Maúlla y salta sobre la puerta de vidrio, y es muy demandante.  En los primeros días sus maullidos eran de soprano, pero ahora ya saca voz de barítono. No le abro, porque tiene que aprender que no estoy siempre disponible únicamente para él. Le abro después que se calla, entonces,  se lanza a saludar con una alegría incomparable, y, además, hasta me hace unas conversaciones insólitas, seguidas del símbolo de la paz que es su ronroneo. 

 De mañana, apenas oye  mis pasos,  empieza con sus maullidos pedigüeños


Tiene sus rutinas, las cumple y  me las muestra: come, toma agua, va al baño. Por ahora, prolijito. Pero yo también  le doy todo lo que puedo: su comida de cachorro, su agua fresca,  su “caquero” personal, con piedritas con gel-que le limpio todos los días- , su cama “de la tarde” y su cama “de la noche”. La de la noche,  en su recinto, la de “la tarde” en mi escritorio.  La de la tarde, la acepta, pero en una forma peculiar-no sé si por vergüenza o porque el almohadón es muy alto- pero la de la noche es la que trajo y la usa apenas ve que ando en las vueltas de acostarnos. Cada uno en su lugar.
También le compré juguetes, y juego con él en la tarde,   pero él sigue prefiriendo una pelota de papel y corre incansablemente atrás de ella.
Es sumamente pícaro. Apenas ve una puerta abierta se precipita hacia la salida y no siempre logro agarrarlo porque además de ser muy veloz, tiene una habilidad especial para esconderse: atrás de la heladera,-lugar que no sé porqué le encanta- atrás de la lavadora, o adentro de un placar. Por eso, lo estoy acostumbrando a usar collar con correa-celeste- para poderlo tener  más  controlado. A medias. Pero controlado. Hoy se había enredado y no podía salir de su escondite. Tuve que correr la heladera para sacarlo, mientras lo hacía lo rezongaba y percibí que el muy sabandija se daba cuenta de que me había enojado porque mientras le hablaba  se hacía una bolita contra el piso.
Es-también- muy afectuoso. A pesar de tener dos camas, el lugar que más le gusta es mi falda. Ya sabe que no lo dejo subir si estoy comiendo, pero, cuando voy a escribir o a  leer al escritorio, apenas me siento, el se lanza en un salto –cada vez más preciso- y después de unos recorridos permitidos, unos olisqueos y mimos,  se queda quieto y se adormece tiernamente.
Esta posición le encanta. Cerquita de mi hombro donde puede oír los latidos de mi corazón.
Me quedan libres los brazos y las manos para escribir. 

Teodoro no es una mascota para mí, como tampoco lo fue Pancho, mi gato de la adolescencia. Pancho- ya lo conté - era un gato adulto. A mí me daba pena que durmiera en el galpón  de la casa paterna arriba de los fardos de lana,  entonces,  le pedí al verdulero  un cajoncito de madera, y   a mi padre- que era colchonero- que le hiciera un pequeño colchón con retazos de cotín, y me lo llevé a  mi dormitorio para que  durmiera abrigado. Mi padre me autorizó, pero, con la condición de que “no lo dejara subir a mi cama”. Con Pancho teníamos un pacto silencioso. De noche, él se acostaba en su cama y yo en la mía. Cuando sentía que todo se había aquietado en la casa, se deslizaba sigiloso por entre las frazadas y se dormía a mis pies. Y yo tenía –gratis- un porroncito estupendo.  De mañana, cuando sentía que los de la casa se despertaban, él se iba- tan sigiloso como había entrado- a su cama y se quedaba allí hasta que me llamaban para desayunar. Después,  iniciaba su vida de “errante bohemio”, hasta el atardecer, cuando volvía  saltando cercos vecinales,  para mi cuarto.  Un día desapareció. Yo quedé desolada. Mi padre me dijo que los gatos se van para no morir en la casa. Yo nunca supe si fue por eso, o si se perdió en alguna riña callejera.
A Teodoro lo cuido para que no se vaya, porque está destinado a ser un “gato de apartamento”. Si sale, sale conmigo, en su transportador, o con su correíta celeste.  
Como dije al principio, nos vamos  tanteando y adaptando, no siempre estamos a partir un confite porque en toda relación hay que aprender el  muy difícil arte de la convivencia para que sea lo más amable posible. Eso es lo que se procura- o al menos lo que yo procuro,  cuando quiero a  alguien-. Y  nosotros, sin lugar a dudas,  nos queremos.

 
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