“Si querés escribir sobre seres humanos, tené un gato en tu casa.”
Aldous Huxley
Teodoro en su cama nocturna |
En una de las últimas
crónicas que escribí, unos cuantos
lectores se me fueron al humo pensando
que había- por fin- conseguido que Keanu Reeves me diera pelota. Pero no.
Lamentablemente, no. Simplemente empleé
una técnica que le copié o le quise copiar más bien- nada más y
nada menos que a Julio Cortázar, que tuvo a bien escribir en uno de los tomos de “Último round”, un
divertimento que se llama “Patio
de tarde”
En ese texto, es en el último párrafo donde se nos revela la
estrategia, porque en el comienzo,
pensamos que Toby es un perro o un gato. Yo hice algo así, pero sin la maestría
de Cortázar y al revés: no revelé que Teodoro era un gato hasta cerca del
final, aunque al decir que le había puesto “cama propia” algo más se podía
deducir.
El nombre lo tomé de
uno de los gatos de Cortázar- el de Saignon- que apareció durante tres veranos
por su casa- Cortázar le había puesto el nombre completo del filosofo alemán:
Teodoro W. Adorno; a mi Teodoro le di mi apellido puesto que lo adopté. El
nombre tiene un hermoso significado: regalo de Dios. Ojalá que así sea.
Teodoro es un
gato-como se pudo comprobar- y ahora tiene tres meses. Nació de Katana- la gata de
Lucy, una amiga de mi sobrino Mati- y lo adopté el 10 de mayo de este año. Como
toda nueva relación nos vamos tanteando y adaptando. No siempre es todo color
de rosa, pero, por el momento, ya duerme
en su cama toda la noche-con bolsa caliente, por supuesto-. Lo que aún no
acepta es que me levante de mañana- tiene un oído espectacular- y no le abra de
inmediato la puerta de comunicación. Maúlla y salta sobre la puerta de vidrio,
y es muy demandante. En los primeros
días sus maullidos eran de soprano, pero ahora ya saca voz de barítono. No le
abro, porque tiene que aprender que no estoy siempre disponible únicamente para
él. Le abro después que se calla, entonces, se lanza a saludar con una alegría
incomparable, y, además, hasta me hace unas conversaciones insólitas, seguidas
del símbolo de la paz que es su ronroneo.
De mañana, apenas oye mis pasos, empieza con sus maullidos pedigüeños |
Tiene sus rutinas, las cumple y me las muestra: come, toma agua, va al baño.
Por ahora, prolijito. Pero yo también le
doy todo lo que puedo: su comida de cachorro, su agua fresca, su “caquero” personal, con piedritas con gel-que
le limpio todos los días- , su cama “de la tarde” y su cama “de la noche”. La
de la noche, en su recinto, la de “la tarde”
en mi escritorio. La de la tarde, la
acepta, pero en una forma peculiar-no sé si por vergüenza o porque el almohadón
es muy alto- pero la de la noche es la que trajo y la usa apenas ve que ando en
las vueltas de acostarnos. Cada uno en su lugar.
También le compré
juguetes, y juego con él en la tarde, pero él sigue prefiriendo una pelota de papel
y corre incansablemente atrás de ella.
Es sumamente pícaro.
Apenas ve una puerta abierta se precipita hacia la salida y no siempre logro
agarrarlo porque además de ser muy veloz, tiene una habilidad especial para
esconderse: atrás de la heladera,-lugar que no sé porqué le encanta- atrás de
la lavadora, o adentro de un placar. Por eso, lo estoy acostumbrando a usar
collar con correa-celeste- para poderlo tener más
controlado. A medias. Pero controlado. Hoy se había enredado y no podía
salir de su escondite. Tuve que correr la heladera para sacarlo, mientras lo
hacía lo rezongaba y percibí que el muy sabandija se daba cuenta de que me
había enojado porque mientras le hablaba se hacía una bolita contra el piso.
Es-también- muy
afectuoso. A pesar de tener dos camas, el lugar que más le gusta es mi falda.
Ya sabe que no lo dejo subir si estoy comiendo, pero, cuando voy a escribir o a
leer al escritorio, apenas me siento, el
se lanza en un salto –cada vez más preciso- y después de unos recorridos
permitidos, unos olisqueos y mimos, se
queda quieto y se adormece tiernamente.
Esta posición le encanta. Cerquita de mi hombro donde puede oír los latidos de mi corazón. Me quedan libres los brazos y las manos para escribir. |
Teodoro no es una
mascota para mí, como tampoco lo fue Pancho, mi gato de la adolescencia.
Pancho- ya lo conté - era un gato adulto. A mí me daba pena que durmiera en el
galpón de la casa paterna arriba de los
fardos de lana, entonces, le pedí al verdulero un cajoncito de madera, y a mi
padre- que era colchonero- que le hiciera un pequeño colchón con retazos de
cotín, y me lo llevé a mi dormitorio
para que durmiera abrigado. Mi padre me
autorizó, pero, con la condición de que “no lo dejara subir a mi cama”. Con
Pancho teníamos un pacto silencioso. De noche, él se acostaba en su cama y yo
en la mía. Cuando sentía que todo se había aquietado en la casa, se deslizaba
sigiloso por entre las frazadas y se dormía a mis pies. Y yo tenía –gratis- un
porroncito estupendo. De mañana, cuando
sentía que los de la casa se despertaban, él se iba- tan sigiloso como había
entrado- a su cama y se quedaba allí hasta que me llamaban para desayunar.
Después, iniciaba su vida de “errante bohemio”,
hasta el atardecer, cuando volvía saltando
cercos vecinales, para mi cuarto. Un día desapareció. Yo quedé desolada. Mi
padre me dijo que los gatos se van para no morir en la casa. Yo nunca supe si
fue por eso, o si se perdió en alguna riña callejera.
A Teodoro lo cuido
para que no se vaya, porque está destinado a ser un “gato de apartamento”. Si
sale, sale conmigo, en su transportador, o con su correíta celeste.
Como dije al
principio, nos vamos tanteando y adaptando,
no siempre estamos a partir un confite porque en toda relación hay que aprender
el muy difícil arte de la convivencia
para que sea lo más amable posible. Eso es lo que se procura- o al menos lo que
yo procuro, cuando quiero a alguien-. Y nosotros, sin lugar a dudas, nos queremos.
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