PRÓLOGO
PARA UN PRÓLOGO DEDICADO A UN FELISBERTO COMPAÑERO DE TRABAJO
Estoy trabajando
en la misma habitación donde trabajó Felisberto Hernández, de este mismo
edificio donde lo hago desde hace 18 años.
Es un saloncito
cuadrado, con paredes totalmente cubiertas por estanterías de madera para
libros editados en esta Imprenta respondiendo a la impúdica orden de hombres
públicos que, venciendo todo escrúpulo, resolvieron inmortalizarse en Memorias,
Decretos, Homenajes, Estadísticas.
Una amplia
ventana al Este y otra más pequeña al Norte, dejan entrar abundantes chorros de
luz. Al
amparo de uno de ellos, una cucaracha ha
decidido patalear el resto de su destino.
Felisberto entró en este
cuarto cuando ya era viejo. El trabajo le costaba más horas que al resto de
nosotros los jóvenes. A veces pasaba todo el día en este cuarto y una vez me
convidó con una botella de vermouth que ocultaba tras esos libros.
La cucaracha ha
dejado de moverse. Prefiero pensar que ha entrado en un éxtasis semejante al
del bañista gozando del sol.
Felisberto agradeció esa
carga de trabajo que a veces lo ponía nervioso y siempre exhausto. Una mañana
de verano Felisberto con las manos cruzadas sobre la Underwood, sus claros ojos
saltones parecían un par de uvas reventadas. Se lo conté y nos reímos.
Una rápida nube
dejó el chorro de luz invisible y a la cucaracha con la forma de un erizo verde
pino.
Felisberto sacó de otro
estante el viejo álbum que me había prometido, donde, joven, y delgado sacudía
un enrulado mechón apretando bajo su teclado la Petrouchka de Stravinsky en “la
primera versión para piano solo que se hizo en Sud América”.
–Discúlpeme lo del
álbum. Soy como una bataclana.
Ha vuelto a salir
el sol y no miro la cucaracha. Me basta recordarla quizás. El sol da, ahora, sobre el
estante donde está el grabador y un pequeño espejo rectangular de marco casero
con dimensiones apenas mayores que uno de bolsillo.
Felisberto agradeció el
que tanto trabajo le impidiera escribir. Ya hacía algún tiempo, por no
obligarse a hacerlo, había comenzado a trabajar en la invención de un nuevo
sistema taquigráfico.
–Son trampas que me
hago.
Las notas dictadas por el
Jefe, y tan brevemente tomadas, se le hacían enormes tardes en el pasaje a
máquina. La trampa del vermouth quizás era una travesura en el planteo total de
su juego. Felisberto Hernández fue un recibo de sueldo, una ficha en el codificado
que hace la cuenta de las licencias, de los días de los tiempos y los hombres,
una firma en el reloj autográfico que desaprensivamente certificará el petiso
Rienzo, que fue boxeador, casi campeón, hasta que perdió.
La cucaracha que
tanto he mirado ha dejado de ser un erizo de pino, sombra, hueco, mota y se ha
instalado definitivamente en su papel de envoltorio brillante para caramelo.
Felisberto conoce otra
vez el amor y se va a casar con María Dolores que trabaja en Contaduría y lleva
el libro de Acreedores.
–Es
macanudo el Gordo. Y los cuentos de relajo que sabe. Cualquier cantidad. El
otro día, en Liquidaciones, cuando la despedida de Vega estuvo como dos horas
contando.
–Dicen
que era escritor.
–También…
El envoltorio de
caramelo se mueve con el calor del sol, o me parece.
Cuando Felisberto murió,
el Jefe compró un grabador a cinta para dictarle las cartas a su nuevo
secretario, un chico sobrino de un senador.
Es ese Philips donde he
dejado la mirada. No obstante desciendo la vista hacia mi fallido insecto
de papel celofán. El filo de un estante amenaza barrerlo con su sombra. Pero de
la pata de un mueble, cuando ya se ha hecho imposible el chorro de luz, una
verdadera cucaracha se le trepa haciendo equilibrio sobre las aristas del papel
brillante que alguna vez confundí con las agonizantes patas de mi equivocada cucaracha.
Estoy trabajando en la
misma habitación donde trabajó Felisberto Hernández. Espero la llamada del Jefe
para tomarle su dictado. De tanto en tanto, quito la botella de vermouth oculta
tras el tomo de Mensaje de la XXXVI Legislatura y tomo un trago. Los pájaros
que pasan, hacen relámpagos parecidos a las ágiles imágenes de un cine mudo
donde hubiese callado el pianista.
El jefe no llama, y la
cucaracha, aburrida de su intento, ya se ha ido. Espero, todavía, cuando aún la sombra amenaza los
últimos pájaros.
Almanario, (Sclavo, 1993:7,8)
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