Caminador para ejercicios |
Hace un par de meses esta
situación mundial que estamos viviendo habría sido impensable. La realidad se
nos vino encima sin darnos aviso previo.
Un día andaba libre, yendo a
Viaaqua a mis clases de TAICHI, recibiendo a una amiga que hizo lo imposible
para volverse a su país natal después de vivir más de treinta años en Alemania
y ahora, no podemos vernos personalmente porque estamos en edades riesgosas. Yo
–obviamente- no puedo ir a Viaaqua, y la disciplina de TAICHI no tiene suficientes
adeptos como para hagan clases por zoom. Así que estoy pagando una cuota
elevada por nada. Hace años que aprendí que había que tomar al toro por los
cuernos, pero esta vez me agarró más vieja, más cansada, más debilitada, medio
descolada física y emocionalmente y ya
no tengo fuerzas para pelearla tanto. Sin embargo, a medida que pasan los días,
comunicándome por zoom o por skype, me fui dando cuenta de que no me queda
otra. O lucho o me voy al carajo. Así nomás. Por lo tanto, junté coraje y
empecé a batallar otra vez. Me hice una nueva rutina. Ya no me levanto a
las 8 de la mañana para salir, pero a
las 9 es buena hora para comenzar la fajina. Para eso, hice reparar o compré
nuevos aparatos de cocina, y, me puse con ánimo a buscar recetas de mis preferencias.
Como tengo todo el tiempo del mundo, comprobé que me salen bastante bien.
Incluso el pan con masa madre- que lleva tiempo y dedicación pero queda
crocante y sabroso- Y hasta me atreví a elaborar platos más sofisticados, y
también al pan de nuez y al de dátiles con pasas de uva y miel.
De todas maneras extraño mucho
el contacto físico, los abrazos, los besos, las sonrisas y las miradas. No hay
aparato que pueda suplir el agrado de recibir manifestaciones de afecto. Vi
alguno por internet: una especie de túnica con mangas que les ponen a los
abuelos para que abracen a sus nietos- un verdadero desastre-.
También vi las soluciones que se dan para
abrir comercios, mantener la debida distancia y hacer los pedidos de comida
electrónicamente- no a una persona sino a un chirimbolo que la va a levantar.
Cuando está pronto el pedido avisan con otro chirimbolo similar que suena en la
mesa para que el comensal se incorpore y lo retire. Otra pena enorme. La
verdad. Yo nunca fui muy besuquera ni
abracera. Trabajé más de veinte años
en un colegio norteamericano, que no incluía la efusividad del tratamiento que
nosotros tenemos actualmente incluso con los recién conocidos. Aprendí a
mantener la distancia, a esperar para ver la reacción del otro en una
presentación, y a no acercarme demasiado. Me acostumbré. Lo único que al salir de Yanquilandia- como le decían mis colegas uruguayas al UAS- y regresar a Montevideo- , notaba que me había
vuelto bastante más distante que el resto de la población.
Nos esperan tiempos de
varios reaprendizajes: no nos bastará
con lavar con alcohol los productos que
nos traen de los mercados, ni lavar la suela de los zapatos con una solución de
hipoclorito, y las manos con asiduidad. Ignoramos si volveremos a viajar, si
saldremos alguna vez de nuestras casas con la misma naturalidad que teníamos a
principios del año 2020.
Ayer, en el hotel de al
lado, depositaron a una población proveniente del Greg Mortimer. Un crucero que
anduvo buscando dónde desembarcar a su población. El Uruguay, con su carácter
de país de apertura, aceptó. Dispusieron de un ruidaje tremendo, con sirenas
policiales, ómnibus de transporte, vigilantes y demás. Y, al día siguiente,
armaron a las once de la mañana una especie de show musical de entretenimiento.
Yo, estaba tratando de cranear un texto. Tuve que dejarlo porque el ruido era
tan potente que me fue imposible concentrarme. Discutí con una vecina porque no me pareció una medida acertada. ¿Hacer
ruido para qué? ¿Para celebrar qué? ¿Que los veteranos nos morimos como moscas?
¿ Que la pandemia se sigue extendiendo y que tendremos que vivir con ella con
el riesgo de quedarla en cualquier momento?
A propósito:
¿Cómo serán nuestras futuras relaciones
sexuales?
¿Volveremos a tener contacto
físico? ¿Nos volveremos a abrazar y a besar con los cuerpos desnudos otra vez?
Mi abuela de crianza me
instruía, cuando yo era una chica de once años, sobre cómo habían sido sus
primeras noches con el marido y me mostraba un camisón amarillento, amplio y
largo que tenía un agujero en el medio. No se desnudaban. El abuelo sacaba su
cuestión y se lo ponía por ese agujero, lo suficientemente grande para meter el
pito, pero no tanto como para que se pudiera ver algo. Indefectiblemente, esas
relaciones se tenían los días sábados, después del baño semanal. Y nacieron un
montón de muchachos engendrados así. No había otra modalidad. Tampoco habría
amor o juegos eróticos. Era lo que había que hacer para procrear y punto. Pero
las generaciones que siguieron- o seguimos- reclamamos otros derechos. El
derecho a la desnudez, a sentir el cuerpo del otro con su olor particular, el
derecho a las caricias previas, a los besos prolongados y a los agradables
juegos eróticos. ¿Volveremos-por la pandemia- a las relaciones como las que
tenían los abuelos? ¿Será posible?
No lo sé.
Sí sé que habrá cambios. Y
que serán radicales.
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