¿Qué ocurre cuando se
envejece? Físicamente, se cae todo: se cae la cara, se cae la papada, los
brazos pierden flexibilidad, se caen las
lolas, se cae el traste, y se pierde
absolutamente—en todas partes— la
turgencia juvenil. Espiritualmente, también se caen muchas cosas, sobre todo el
ánimo; al que hay que apuntalar para que no se desmorone del todo. Hay días en
que no tengo ni ganas de levantarme. No
es nada lógico en mí, porque siempre fui una especie de cascabel, con ganas de
trabajar, de darle para adelante, de
leer, de escribir y de realizar todas las actividades que me gustan. Pero esta
vez, el desánimo no me ha dejado.
Quise aprender guitarra—online,
por supuesto, con teoría musical— y no lo logré. Quedé sumamente frustrada,
atemorizada y acobardada. Cuando se envejece se pierden facultades mentales: la
memoria por ejemplo. ¿Dónde dejé el librito de Sagreras? ¿Dónde dejé las notas?
¿Dónde dejé el cuaderno con pentagrama? No sé. La bomba explotó. La
enseñanza/aprendizaje es un proceso sumamente complejo. Hay que desarrollar una
paciencia infinita y hay que saber emplear estrategias para todo tipo de
alumnado. La relación con el instructor, tiene que darse con muy buena onda. No se puede—jamás— andar corriendo
y cortar la clase exactamente a los 45 minutos. Si una clase lleva 45 minutos,
santo y muy bueno, pero quizás, otro día,
pueda llevar 60 0 70. Quizás haya que dar 45 minutos de teoría, y otros 45 de
práctica. Y, además, munido de una enormísima coraza de buena voluntad. Hay que partir de la base de que la persona
quiere aprender. ¿Tiene dificultades? Puede ser. Entonces: ¡busque soluciones, carajo!
No hay que fomentar una amistad si no se
quiere, pero la relación—aunque sea vía zoom, que es una de las modalidades actuales— tiene que ser de lo más cordial posible, porque de lo contrario el
aprendizaje no se produce y queda, en cambio, un sabor amargo al no poder lograr los cometidos básicos. Y
cuando se es mayor, —lo aseguro— duele
mucho más. Ahora estoy buscando un
instructor que sea una especie de “Señor de la Paciencia”. Debe entender que a
la edad que tengo me va a costar mucho más que a una persona de quince o veinte años.
En estos últimos meses—no sé
si por el confinamiento o qué— me acordé de un personaje que había inventado el
dibujante argentino Lino Palacio: “Don Fulgencio: el hombre que no tuvo
infancia”—Probablemente me esté transformando en una “Doña Fulgencia”, por el extravagante afán de
querer aprender lo que se da muy bien en la infancia o en la adolescencia—la teoría musical, por ejemplo—.
La mayoría de mis compañeros de escuela que salieron músicos aprendieron desde
niños y no lo intentaron—como yo— rebasando ampliamente los setenta años. Aún
así, sigo buscando empecinadamente a un
paciente profesor que tenga voluntad y agallas suficientes como para enseñar a
una adulta mayor. (O sea una “doña Fulgencia”).
¿Será muy tarde? ¿Tendré que dejar de lado esa
aspiración, como tuve que dejar la de aprender a andar en bicicleta? Lo
intentaré otra vez. No está muerto quien pelea. —Dicen— Así que yo puedo seguir
aspirando a que Keanu me contacte. ¿No?
Y, por eso, porque pienso
que sí, que se puede, termino con una
cita —textual— de mi admirada, y nunca
bien ponderada, Rosa Montero. La escribió hace unos años, pero es exactamente
lo que pienso:
“No
creo que haya que dejarse llevar por el peso de los días como un leño podrido
al que las olas arrojan finalmente a la playa. Uno siempre puede intentar
sacarse alguna de las piedras que lleva a la espalda, decir las cosas que nunca
se atrevió a decir, cumplir en la medida de lo posible los deseos arrumbados,
rescatar algún sueño que quedó en la cuneta. No rendirse, esa es la clave. Y
sobre todo decirse: ¿y por qué no? Porque la vejez no está reñida con la
audacia. Debemos aspirar a morir muy vivos”.
Artículo de “El País” “Morir muy
vivos”. Domingo 11 de diciembre de 2016