En una época en que se usan tanto los
imperativos como santanderizate, a mí
se me ocurrió que este gerundio inventado podía darme material para escribir.
Leí a Corín Tellado en mi
adolescencia. Alternaba las novelitas rosa con las de vaqueros. No quedaba
ninguna sin alimentar mis fantasías y mis múltiples deseos inverosímiles de
salir con el guapo de la moto rugiente, o el héroe de cine (a la televisión
llegué tarde). La Tellado me sirvió inocentemente para nutrir mis sueños.
Las novelitas eran previsibles, en
ellas todos los jóvenes eran altos, de buen porte, y las chicas hermosísimas. Los
argumentos, lineales, tenían siempre un
desarrollo sencillo y por supuesto con finales felices. Las fantasías nunca me
aburrieron. Porque sirvieron (y sirven, aún ahora, en el ocaso de mi vida) de
alimento para el alma.
Es más, cuando me enteré que Julio Cortázar leía novelitas rosa me dio mucho
gusto, porque si un famoso como él, las leía, a mí no me considerarían tan
cursi.
Algunos títulos de las novelas servían para prever las historias:
TE prefiero a ti
El novio de mi hija
Angustiosa esclavitud
Orgullo y ternura
Es mejor amante que marido
¿Por qué te quiero así?
Ambición
Déjame contártelo
No quiero ser falso
Dije que eran previsibles. Y lo eran.
Pero ¿quién no alimenta fantasías en algún momento de la existencia? Yo estudié
literatura, y de ahí también me habitué a las lecturas entre líneas de textos
que en apariencia eran épicos pero que analizando en profundidad, tenían actitudes
líricas en más de una ocasión.
¿Quién podía prever que en la Ilíada
hubiera instantes de ternura inusitada en un héroe troyano? Y, sin embargo, los hay. En el canto sexto, conocido con el
nombre de “Despedida de Héctor y Andrómaca”, el niño se asusta al ver al padre
vestido de guerrero y con el penacho que lo caracteriza como tal. Por eso, llora. El guerrero que también es padre, se
quita el casco para que el niño lo reconozca. Hace lo que cualquier padre haría
en esa ocasión: vuelve a su condición de padre para mimar al hijo.
Y corintelleando, tengo que afirmar
que:
“ El chico de la moto” se casó conmigo. La moto, una Suzuki 250 de
potentes niquelados nos paseó por todas las playas y nos duró más de dos años
después de casados. Por lo tanto, sigan
soñando inverosímilmente, porque la vida es una ráfaga que camina a pasos
agigantados y nos deja inermes en poco tiempo.
“Colorín colorado, este cuento se ha acabado”.