Supongo que a muchos de los hijos de padres divorciados-como los míos- cuando ellos se mueren, les quedan aspectos familiares desconocidos, porque la memoria se va construyendo con lo que se vive y con lo que nos cuentan nuestros antepasados, que son los depositarios de los recuerdos que se van cimentando poco a poco, pedacito por pedacito. No debo ser la única a la que le hubiera gustado saber más, pero la vida-lamentablemente- se va dando de una manera que-la mayor parte de las veces- no es la que una quiere, planifica o sueña.
Generalmente, salvo excepciones, es la madre la que queda a cargo de los hijos, y en mi caso no fue diferente. Mi padre venía a visitarme de vez en cuando, mi memoria no alcanza a precisar cada cuánto ni hasta cuándo lo hizo.
Recuerdo las visitas porque a mi madre le faltaba poco para pulirme; me vestía “de paseo”, con los primorosos vestidos que me diseñaba mi tía,- lo cual significaba que no me podía ensuciar como cuando andaba de delantalito-, y me peinaba con los bucles que se usaban en la época. Papá llegaba con una bolsa de manzanas del mercado y me llevaba a pasear. Él me inculcó la afición por Peñarol porque a veces, me llevaba a ver al cuadro de sus amores. Me había regalado una banderita de papel con la cual alentaba el partido al grito de “¡Peñañol!” que era más o menos lo que me salía, causando la gracia de la parcialidad aurinegra. Llevaba el nombre de Julián Raimundo Segovia- sin segundo apellido porque era “hijo natural”, es decir, “de padre desconocido”-. Nunca pude saber quién había sido su padre, o sea mi abuelo, porque no se estilaba preguntar tamañas barbaridades. Era “hijo natural” sin más trámites. Llevaba el apellido de su madre: la abuela lavandera, de la cual ya publiqué un recuerdo: Elivia Segovia. Su cumpleaños lo festejaba el 7 de enero, aunque sus documentos tenían otra fecha.
Mi padre era un negro grandote, con más de un metro ochenta de altura.En su juventud había practicado natación y remo, deportes que le habían conferido una buena musculatura. Oriundo de Treinta y Tres, había trabajado desde niño en los arrozales, y cuando se vino a Montevideo, se convirtió en lo que él llamaba un “Sieteoficios” porque había hecho de todo un poco para sobrevivir, por ejemplo, en sus primeras épocas,-me contaba a las risas- había sido conductor del tranvía de caballitos. Un trabajo “para allá de serio”.También había trabajado en oficios tan disímiles como cocinero de restaurantes y tintorero. Por eso sabía cocinar, lavar y planchar estupendamente. En realidad, sabía hacer de todo, con magnífica manualidad, y todo lo hacía bien. Estudió con muchísimo esfuerzo. Hizo el liceo, aprendió inglés, idioma que hablaba y leía sin dificultades- cosa bastante inusual para un negro pobre-; obtuvo un diploma de “Tenedor de Libros” que lucía colgado en una de las paredes del altillo de su casa, donde tenía su escritorio y su máquina de coser eléctrica. También recuerdo que trabajó como administrativo en la Barraca Wenz , porque mi niñera me llevaba a visitarlo de vez en cuando. Cuando venía a verme, ya era un hombre maduro y serio. No tengo seguridad de cuándo dejé de verlo, porque me quedaron muchas nebulosas del pasado de mis primeros nueve años de vida. Sé que mi madre murió trágica y repentinamente, y él apareció para llevarme a vivir con su nueva familia, pese a que mi tía le había prometido a mi madre,- como mi madrina que era-, llevarme definitivamente a su casa, donde ya pasaba largas temporadas completamente acostumbrada a vivir tanto en una casa como en la otra.
Pero él insistió:
-No, Stella, perdoname, pero al viejucín, me lo llevó yo; es mi hija. Si algún día falto, entonces, sí, te toca a vos. Y así fue.
El lenguaje que empleaban mi padre y su mujer, no me resultó desconocido porque era el mismo que empleaba la abuelita Elivia Segovia, de quien ya les comenté que escribí en otro blog. Cuando me llevó a su casa de “Villa La Paz ”- en el año 1955, “descubrí” que tenía una hermana de tres años. Probablemente ese sería el tiempo que hacía que no lo veía.
En esa época, el “Sieteoficios” se había “reciclado”, y se había convertido en colchonero. En el garage, que era la “entrada del negocio”, había un cartel colgado que decía “Colchonería Villa La Paz ”. -creo que era la única instalada que había en el pueblo- y digo pueblo no despectivamente, sino porque La Paz del departamento de Canelones, cuando yo llegué a vivir allí, no tenía todavía la categoría de “ciudad”.
Los amigos del club y del boliche lo llamaban “el negro Pinela” porque fumaba en pipa y la llevaba “cargada” a todos lados. Hace poco vi la página de facebook de la actual ciudad, donde se menciona a los pobladores que en su momento eran los comerciantes más acreditados: los Baratta, los de la tienda Giaconi Hermanos, los de la joyería, los de la farmacia, el popular “Negro” de la tiendita de enfrente a la plaza, y la otra surtida tiendita, cruzando la vía, del recordado “Turquito Jalifa”- que no era turco sino libanés, pero aceptaba de buen grado lo de “turquito” porque sentía el cariño del diminutivo-. No encontré ningún recuerdo ni de la colchonería ni de mi padre que trabajó para la villa y sus alrededores hasta que murió en 1965. La hermana que tenía tres años cuando yo llegué con mis nueve, cuando le preguntaban que hacía el padre contestaba graciosamente: “Papito hace conchones”.
Mi padre intuyó que para mí, el cambio había sido brutal. Extrañé muchas cosas: la escuela Niño Jesús de Praga de las severas Hermanas Vicentinas; mis amistades, mi barrio El Cordón-vivía en la calle Cerro Largo, enfrente a lo que es hoy el Palacio Peñarol- y sobre todo-dolorosamente- sufrí la ausencia de mi madre, a quien adoraba. Traté de adaptarme, por supuesto. Me había educado en un colegio de monjas rigurosas que predicaban la resignación, por lo tanto, cuando mi papá o su señora, me preguntaban “si me había recordado bien y si me ayeitaba” contestaba enfáticamente que sí, pero a solas, sin que nadie me viera, lloraba muchísimo. La verdad-analizada ahora a través de una montaña de años- es que nunca me “ayeité” y la herida de la muerte repentina de mi madre, quedó abierta y sangrante para siempre.
El negro Pinela, que había captado rápidamente la desmesura de mi dolor, y que era un hombre muy bueno, hizo lo posible para dulcificarme la nueva vida, y nunca dejó que nadie me humillara.
Villa La Paz , era como dice el dicho: “Pueblo chico, infierno grande”. Mi llegada fue una novedad que mereció la especial atención de las vecinas que, curiosas-como siempre-, preguntaban lo que ya sabían, para ver si obtenían más “detalles de los hechos”. No había programas como “Gran Hermano” ni “Intrusos”, pero igual se las ingeniaban para hacer algo similar.
Para eso, se dirigían a mi padre con comentarios como estos:
-¿De quién es esta rubiecita, don Segovia? ¿De dónde la sacó?
¿Usted no tenía esta única nena?
¡Qué pícaro que resultó! ¿Eh?
Yo les huía como a la peste.
Mi padre, contestaba que yo era su hija mayor y que “antes” vivía con “la madre”-palabra seria- y ahora con ellos. Cuando alguna ponderaba mi blancura, mi pelo rubio ondeado y mis ojos claros, él –picaronamente-, las dejaba sin argumento con salidas como ésta: “Cuando quiera, vecina, tengo el molde a su disposición….” Y la completaba con su carcajada “treintaitrecina”, igualita, igualita, a la de la abuelita Elivia. Cuando le decían que yo era una “linda rubia”, él indefectiblemente contestaba: “No, linda no es, es vistosa”. Y la pipa cambiaba de lugar en su boca- de la derecha a la izquierda y viceversa- pero sonreía con evidente satisfacción.
Yo tuve que aprender a defenderme usando su mismo argumento “ampliado o modificado”. Cuando alguna gorda burlona-que nunca faltaba porque la maldad humana no tiene límites- sacaba las uñas con el tema de mi blancura, mis ojos claros y mi pelo rubio y agregaba:- ¡qué raro que hayas salido tan blanquita!, ¿noooooo?, dejando en suspenso ese “noooooo” extenso, yo le contestaba:
“Papá siempre dice que tiene el molde a disposición de cualquiera de ustedes” y, la remataba con mi “ampliación” personal: “si quieren lo pueden probar”.
Alguna se enojaba y le recomendaba a mi madrastra que me diera un buen moquete por atrevida; pero la Mangacha-como llamaba mi padre cariñosamente a su mujer- les decía: “Es cierto, es muy contestadora, se merece un buen moquete y un buen tirón de orejas, pero yo no la puedo castigar porque el padre no deja que la toquen”. Yo-secretamente- me esponjaba de felicidad. Alguna vez que la Mangacha intentó darme algún tortazo, papá la reprendió seria y firmemente: “¡Deje en paz a esa gurisa, que se quedó sin madre, carajo!”
Él nunca usó la violencia con nadie. A mí jamás me pegó, ni me dio tirones de orejas, ni me zarandeó, ni dejó jamás que nadie lo hiciera. Tenía razón; quedar sin madre a los nueve años, ya era suficiente desgracia. No había porqué agregarle, además, castigos físicos. A veces, eso sí, me ligaba alguna merecida penitencia. Si me pescaba haciendo “artes”-palabra que utilizaba para “travesuras”-, no me dejaba ir al cine, o a casa de mis nuevas amigas, pero, con el tiempo, aprendimos a tratarnos, a comprendernos y llevarnos lo mejor que pudimos.
Fue otro ser humano singular que me dejó enseñanzas y recuerdos imborrables.