Diario del viaje de mi vida en fotos |
Al escribir sobre María Lejárraga conté que tenía un libro de Gregorio Martínez Sierra: “Tú eres la paz”-que heredé de la biblioteca materna. Todo lo que no era de gran valor llegó a la casa paterna de La Paz-donde fui a vivir después del fallecimiento de mi madre-
¿Por qué traigo esto a colación? Porque hoy quiero explicar porqué mi blog se llama: “Cosas de viejucín” y para eso me tengo que remontar a mis primeros años de infancia. Mi madre tenía una pareja que se llamaba Federico. Le decíamos Fredy. No recuerdo cuándo vino a casa porque yo era muy chica, pero sí sé que fue un padre para mí, hasta que –de pronto- tuve que recordar que tenía otro que antes me visitaba y que al fallecer mi madre, reclamó la tenencia.
Una amiga entrañable me regaló un “álbum de viaje” y yo fui llenándolo de fotos. Fotos de mi madre-en distintas actividades y lugares- fotos de Fredy, fotos de sus sobrinas, fotos de sus hermanas, fotos mías, fotos de mi esposo, fotos de los dos, fotos y más fotos. Cuando estudié psicología me di cuenta de que aún siendo una niña, sin saber nada científico sobre la manera de preservar los recuerdos, esto es: sin tener ningún conocimiento fehaciente, había armado con ese álbum un “cajón de recuerdos” que atesoraba mis primeras vivencias.
Fredy era un rubio grandote, alegre y de sonrisa bondadosa. Era diseñador de joyas-por eso mi madre tenía muchas- A mí también me diseñaba unas primorosas pulseras con estrellitas-él decía que yo era una estrella, supongo que por el nombre- y medallas que lucían de un lado mi nombre y del otro un sagrado corazón de Jesús o una virgencita o una estrella que hacía juego con las de las pulseras. El último regalo que me hizo fue un corazoncito de oro que se abría y tenía posibilidades de poner una foto de cada lado. Lógicamente yo tenía una de él y otra de mi mamá. Además de las pulseras y los colgantes me traía Billiken- una revista que estuvo en boga en la década del 50 del siglo pasado y que yo me devoraba de punta a punta- y muchos libros de cuentos. Vivíamos en el Cordón. Cuando hacía buen clima me sacaba con el triciclo a pedalear por la calle Minas, hasta la que llamábamos “la placita de los bomberos”. Él me seguía a pie por todos los recovecos por donde me metía. En ese entonces, la plaza era un lugar apacible y seguro. Me acuerdo de los festejos del Mundial del 50. Yo tenía cuatro años, y me quedó la idea de que era una especie de carnaval que desfilaba por mis ojos asombrados mientras iba en los hombros de Fredy que gritaba como un energúmeno: - ¡Uruguay! ¡Uruguay! ¡Uruguay! ¡Gritá conmigo, Viejucín! ¡Uruguay! ¡Uruguay! ¡Uruguay!
Él me apodó Viejucín. Era un apodo cariñoso y a mí me gustaba. Me sonaba lindo “Viejucín”, probablemente porque me lo decía mientras me acariciaba los rulos. Después que me fui a vivir con la familia paterna a la Paz, me tuve que separar de Fredy. Era la pareja de mi mamá, pero no mi papá, y el mío reclamó sus derechos. Yo tenía nueve años, por lo cual no pude decidir ni que sí ni que no. Lo que sí juré-con esos poquitos años- que nunca pero nunca en mi vida le iba a hacer a otro ser humano lo que me habían hecho a mí. Nunca más supe de él.
Vaya ahora, a su memoria, este “viejucín por viejucín” con el profundo agradecimiento por los años dorados en su compañía.