Cartel contra el acoso y la discriminación en pleno siglo XXI |
A raíz del último artículo que colgué en mi blog, recibí muchos comentarios en facebook que me llevaron a volver a escribir.
Yo no quise
escribir un “tratado” sobre el amor y el
desamor, pero sí debo decir que leí detenidamente los textos que utilicé, y no
únicamente para escribir el artículo sino que lo hice muchas veces en diferentes etapas de mi vida.
Esos “amores y desamores de papel” fueron –y siguen siendo aún- para mí, tan reales como
la vida misma. Me hacen sufrir,
me hacen llorar, me hacen renegar por la
poca o mala suerte de las heroínas y sus
vicisitudes. La buena literatura siempre
ha estado anudada a mi vida de una
manera prodigiosa. A veces, es un
bálsamo que me consuela, otras, me causa una
congoja apabullante. Nunca me
deja totalmente indiferente. Tiene sobre mí, una poderosa influencia.
Mi ejemplar comprado en España 1993 |
Por eso, no agoté todo lo que tenía que trasmitir en
ese comentario. Hay mucho más. Aunque Rosa Montero considera que su primera
novela no está del todo lograda, yo, en cambio, considero que ya está presente
su extraordinaria e innata capacidad descriptiva-además de los temas que seguirán apareciendo en sus siguientes
obras-. En “Crónica del desamor” abordó varios tópicos que aún hoy tienen
absoluta actualidad. Tomo otro aspecto que no mencioné anteriormente, en lo que atañe a lo negativo. En el siglo
pasado, las jovencitas núbiles pasaban vergüenza por los
improperios que les decían los varones. En los transportes colectivos o en la
calle, o en la escuela-inclusive-
quedaban a merced de los lascivos que
las veían apetecibles para toquetearlas.
Transcribo un ejemplo de esa capacidad descriptiva tan graciosamente característica de Rosa Montero:
“Cuando aquel
día en el metro, un anciano bien trajeado se arrimó a Ana, la mano palpitante
en el bolsillo golpeándole las nalgas, ella lo único que hizo fue sorprenderse.
Se volvió, miró el rostro imperturbable del viejo, luego se cambió unos metros
más allá, hacia otra barra. Pero el vagón iba lleno y al poco, qué sorpresa, el
anciano arrimó de nuevo sus fláccidos pantalones al culo de Ana, San
Bernardo-Cuatro Caminos en un metro sudoroso y maloliente. San Bernardo Cuatro
Caminos con el viejo a las espaldas. Y al salir en su estación comentó con las
amigas, habéis visto qué raro, a ese señor le temblaba la mano, pobrecito, debe
ser esa cosa que se llama mal de… mal de parquintón o así, que les tiembla todo
el cuerpo y después van y se mueren. Era la primera vez y no sabía. Después sí.
Después se hizo, se hicieron conocedoras de estos asaltos incruentos y
cotidianos. De las manos que pellizcan culos, de los restregones de autobús,
del asco al intuir algo duro-pobres de ellas, ignorantes de erecciones- contra
tu muslo o tu mano. De esas sombras fugaces- padres de familia numerosa,
maridos ejemplares, trabajadores fatigados, sin duda- que se precipitaban sobre
ti en mitad de la calle, los ojos brillantes, susurrando palabras desconocidas
y brutales, te-lo-voy- a-meter- por- no- sé dónde- te-voy-
a-llenar-de-leche-te-cogería- y- te- , y
ellas que no sabían nada de eso, se encogían contra la esquina, miraban hacia
otro lado amedrentadas, aguantaban la respiración mientras el aliento del
hombre rebotaba contra ellas, intentaban incluso hacer sonar los oídos por
dentro (como cuando en la iglesia se confesaba alguien con voz demasiado aguda,
hacer sonar los oídos para no enterarte de nada y no pecar violando el secreto
del confesionario) para no escuchar esas palabras obscenas que provocaban
culpabilidad y vergüenza.”
La
descripción-uno de los fuertes de Rosa-
es magistral. Se presentan muy nítidamente el estupor y la vergüenza ante la agresión masculina. Está-incluso- la premura de Ana-niña, por concluir el viaje en metro: "San Bernardo Cuatro Caminos", sorprendida por una situación desconocida. Más o menos como cuando yo veo un perro- ya
saben que les tengo miedo- y digo-hasta ahora- la oración que me enseñaron de niña: “¡San Roque, que ese perro no me mire ni me
toque!”
Anteriormente
expresé que la buena literatura se anuda con la vida. Yo supe a muy temprana edad de esa apetencia masculina. No era rolliza,
pero sí alta y bien formada, al punto que unos vecinos-varones, por supuesto- me habían puesto de mote: “la
hormiguita viajera”. Cuando así me llamaban yo
creo que no tenía más de diez años, pero mis formas ya se habían
redondeado y mis teticas abultaban las blusas. Aún no usaba sostén, por lo cual los pezones
se insinuaban más de lo que yo hubiera querido.
Un buen día, harta de sentir las vergas
paradas en los ómnibus y en los trenes, empecé
a ir a la escuela y después al liceo,
con un gran alfiler de gancho preparado para la disuasión. El “pinchahuevos” me
dio un resultado estupendo, y me brindó una inmensa ayuda que compartí con
otras que sufrían los mismos acosos. Éramos tan pasmadas como las que describe
Rosa, y también como ellas aprendimos –juntas- tácticas de sobrevivencia.
Confieso que el “pinchahuevos” me lo enseñó una amiga más grande, pero otros,
los sacamos de nuestra propia invención. Increíblemente, muy parecidos a los que describe Rosa: fingir
una renguera, preguntarle la hora al atrevido, - y-en mi caso- enfrentarlo:- ¿Qué
me vas a chupar la qué? Y –usualmente, tal cual
ocurre en la novela-, el intrépido que me la iba a meter por aquí o por allá, se
arrugaba y desaparecía. “No hay mejor defensa que un buen ataque”.
La Hormiguita Viajera |
En este momento, en pleno siglo XXI, supe que se había decretado una semana “contra el acoso”. Se
me ocurrió escribir sobre esta relación
de literatura y vida,- entre la novela de Rosa Montero, y los avatares de mi
pubertad, cuando aprendí a defenderme de los tiburones-. El cartel actual que invita a no dejarse acosar es-al mismo
tiempo- una protesta por la discriminación de las gordas. Y yo concluyo: no nos
dejemos “ningunear” de ninguna manera. Si somos gordas, ya habrá quien nos
quiera así, porque "siempre hay un roto para un descosido”. No aceptemos ser segundonas tampoco. Todas las mujeres nos merecemos un primer puesto. En la cama y en el corazón. Ya vendrá algún gatito mimoso que nos lo dé.
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