CONDUCIR:
El
monitor que me enseñó a manejar me dijo que si un día me estrellaba, lo único
que podía salvarme de los complejos era saltar lo antes posible a otro auto y
seguir manejando como si no hubiera pasado nada. De: “La vuelta al día en
ochenta mundos”. Julio Cortázar
Aprendí a manejar
hace muchos años, pero como mi esposo
manejaba muy bien y yo no tenía-como la mayoría de los seres humanos- temor a
que esa situación se modificara
abruptamente, no lo hice con mucha asiduidad. Sin embargo la rueda de la vida
me dio uno de esos golpes duros de timón y me dejó sin el dulce compañero de
ruta con el que pude caminar durante más de cuarenta y cuatro años. Por esa
razón, empecé cuando apenas junté un poco de coraje, a buscar una academia para
hacer un curso de actualización o
reciclaje. Como ya se sabe, se
sale con un instructor en un auto con doble pedalera, que luce indefectiblemente un cartel con el nombre
de la academia en cuestión y tiene bien visible otro que dice: COCHE -ESCUELA.
Pude comprobar que hay academias de las más variadas “gamas”, pero ¡oh
detalle! Todas tienen en cuanto a cobro
el mismo “perfil”-como les gusta decir: esto es, se pagan “por adelantado”, en efectivo o en cuotas con
tarjeta de crédito, un número de clases que siempre tienden a extenderse (en el
auto con doble pedalera, claro.) Busqué
por todos lados, alguna academia que aceptara darme clases en mi auto. En todas
me dijeron que “primero tenía que hacer el curso en el auto con doble pedalera
y después me darían un par de clases en el mío. Yo quería las clases en mi
auto. No en el de academia. Vivo en una
calle muy transitada, y-para colmo de males- me construyeron al lado del garaje
de mi edificio, un hotel donde paran asiduamente todos los camiones de reparto,
ómnibus, minibuses, taxis y remises
habidos y por haber. Así que salir y entrar me exige una infinita paciencia: hay que
pedirles a los que están mal estacionados que se retiren -lo que ninguno hace
de buena gana- y hay que aguantar los bocinazos e improperios de los que vienen
circulando por la calle. No importa que una espere con el auto convenientemente
balizado. Indefectiblemente, los “traseros”, exhiben una “incontinencia digital”- neologismo muy
necesario- que se satisface únicamente tocando enloquecedoramente la bocina. Con alguna academia hasta hice el intento de
pagar clases dobles; contraté los
servicios de una de esas que “pasan por
el domicilio” ¿Mejor? ¡No! ¡De ninguna manera! –Llegan más tarde de lo pautado,
con un principiante que viene manejando-
aterrado y a los tumbos-, al cual hay que “devolver” al “punto de
partida”. En eso consiste la “práctica de actualización”-que aunque se hayan
pagado clases dobles de dos horas, no duran más de cuarenta minutos-. Además, una debe transitar por zonas siniestras,- de acuerdo al
itinerario que le convenga al instructor- por las cuales nunca pero nunca más va
a volver a pasar. En algún caso, hasta tuve que pasar a buscar a la esposa e
hija del instructor de turno para llevarlas al médico-. Los instructores
obedecen todos a un mismo patrón: “tanto pagas, tanto te atiendo”. Hasta hubo
uno que me comentó-varias veces- que siempre les dice a sus alumnos que toma
Johnny Walker- para que después de dar
el examen le regalen alguna botellita- ¿Vio?
Terminé con las
terroríficas clases de actualización,-y,
finalmente, logré salir en mi auto un par de veces con el instructor pedigüeño. Pero el hombre-característica
de todos los que me tocaron- estaba apurado, y, como quería irse enseguida, no me dejaba tiempo para practicar
adecuadamente la entrada y salida del garaje. Lo hacía él. Harta de las
academias busqué un “personal trainner”. Me fue de regular para abajo, porque el “personal
trainner” decía y hacía lo mismo que
todos los otros instructores, bajándome la autoestima a límites insospechados
con una expresividad similar a ésta:
-“¡La palanca de
cambios no es una batidora! ¿Cómo te dije que la tenías que agarrar? ¿Eh? ¡Suavemente
te dije! ¡Hacé de cuenta de que es una
“parte” humana! ¿Eh? ¡No te duermas en la segunda, dale, ponele la
tercera! ¡Ahora dale velocidad y poné la
cuarta! ¡No podés andar en la rambla a cuarenta! ¡”Peiná” el freno, no lo clavés! ¡El auto se te apaga porque soltás el embrague
de golpe y no acelerás lo suficiente!”.
Honestamente, me repudrió tanto grito y tanta
mala onda. Lo único que logré fue una
especie de “amaxofobia”- así se llama la
fobia a conducir-, porque fueron tantas las críticas, y tan duros los
comentarios que empecé a salir a la
calle, temblando como una vara verde. Si bien el miedo es una reacción natural
al peligro, puede volverse patológico si
no se logra dominar la situación. Tengo,
por ejemplo, un miedo patológico a los
perros. Veo un bicho que avanza hacia mí con el dueño absolutamente
despreocupado, con el collar en la mano;
(generalmente, un gordo de esos que
caminan de patas abiertas como si les molestaran los queteconté), y acto
seguido, cruzo-aterrada- para la otra
vereda. Nunca supe si de pequeña y -sin memoria- me mordió alguno. Lo que sí sé
es que me causan pavor.
Yo no tenía miedo a
conducir. Saqué la libreta hace más de veinte años. De hecho, lo hice en otros
autos. Mi preferido fue el primero, un Toyota 700 que parecía el auto del pato
Donald. Sin embargo, estas clases de “reciclaje o actualización” me produjeron
un enorme rechazo. Todos sabemos que
manejar un vehículo es una actividad compleja. No exige únicamente conocer los mecanismos del coche, sino saber
en cada situación qué hacer y ejecutarlo de manera adecuada. Cuando no se ha manejado por un tiempo, se sale del auto con un cansancio brutal, como
si se hubieran corrido kilómetros y
kilómetros porque se ha realizado un
enormísimo esfuerzo complejo: atención completa a los semáforos, a los peatones, a las bicicletas, a las motos,
a las calles flechadas, a las señales, al
ómnibus que se nos viene encima, al
coche de la izquierda que nos quiere adelantar y se acerca peligrosamente al
nuestro, al de atrás que no mantiene la distancia adecuada y al energúmeno que-sacando medio cuerpo por la ventanilla nos
grita: -“¡Sacá el señalero, pelotuda! ¿Qué hacés, vieja conchuda?” Aunque una
haya hecho en tiempo y forma lo que nos indica el distinguido y amabilísimo caballero.
Me di cuenta de que Montevideo es una selva, y
que por más que haya carteles indicadores, cada cual hace lo que se le canta. Y
si ven a una mujer al volante, ¡más y
mejor! ¡Toquémosle bocina! ¡Mucha bocina! ¡Hagámosle señas obscenas! ¡Mentémosle a la madre! ¡Pongámosla bien
nerviosa! ¡Horror de los horrores! En fin. En la calle circulan diferentes tipos de animales salvajes que salen furiosos a pelear
contra lo que sea. Y si no me creen vayan a ver “Relatos salvajes”, la película
argentina. Tiene por lo menos tres episodios “salvajes” con autos. Estudien al
personaje que hace Ricardo Darín. Les doy una pista; lo llaman “Bombita”.
En cuanto a los instructores comprobé que ninguno
tiene ni la más mínima idea de lo que es “didáctica”. No son ni maestros ni profesores, son-simplemente-
“gente que maneja o que manejó alguna vez en su vida”. Dan clases para ganarse
la vida, o, “redondear un exiguo presupuesto”, pero no porque les guste o
porque quieran beneficiar a otro brindándole un conocimiento útil –que es un
postulado absolutamente primordial cuando se quiere enseñar algo a alguien-.
Como
seguía sintiéndome muy insegura y con
una extraña y frustrante sensación de bochorno, pensé; ¿Qué hago? ¿Me doy por
vencida? Una de mis amigas,-solterona que se agrió con los años-, hasta llegó a
decirme que lo mejor era que vendiera el
auto, porque a “mis años” no iba a volver a manejar- la señorita se olvidó de
que tenemos la misma edad-. Ni un año más ni un año menos.
Una mañana, limpiando cajones, encontré unas
antiguas casetes grabadas con la voz del psicólogo Gustavo Ekroth- que ya había
tratado con éxito varias de mis ralladuras cuando yo andaba caminando por las
paredes-.
Lo contacté y le propuse hacer “terapia sobre
ruedas”. Gentil, como siempre, aceptó de inmediato. Felizmente, para mi
autoestima, me dijo que no
soy la única. Ya tuvo otros pacientes que recurrieron a un “psicólogo que supiera conducir”, -lo cual está
completamente dentro de sus lineamientos-. A partir de ahí, dejé de sentirme
vapuleada, porque empecé a recibir
indicaciones con su voz suave y tranquilizadora que tiene
-además- la enorme ventaja de serme bien conocida. Gustavo practica deportes extremos, como andar en
planeadores, hacer ducky en los rápidos,
o nadar rodeado de tiburones, por lo tanto, salir conmigo en el auto, no le causó ni la más mínima zozobra. Es-felizmente-
“un salvaje guerrero”. No se le movió
nunca ni un pelo.
El intrépido Gustavo Ekroth en otra de sus aventuras |
Con él, fui repasando todos los
conocimientos de uso práctico, y volví a
familiarizarme con los detalles del uso adecuado de las luces, el de los espejos y todos los “chiches” que tiene
un vehículo actual.
Las reglas las
conozco y las practico- lo cual es asombroso porque nadie lo hace- Con
paciencia y dedicación- y de esto ya hace más de dos años- la “terapia sobre ruedas,” fue logrando que
dominara mis temores, teniendo en cuenta que los escollos son parte de la existencia,
sobre ruedas o sin ellas. Soy consciente de que tengo que “combatir” mi estilo de
pensamiento perfeccionista. Me tengo que convencer de que no siempre me va a
salir todo bien, que hay momentos en que alabarán mi actuación y otros en que no cosecharé ningún
aplauso.
Gustavo Ekroth también me familiarizó con Osho |
Ekroth, con su
paciencia infinita fue logrando que empezara a desarrollar mi autocontrol
emocional y que aumentara mis recuerdos positivos con respecto a mis capacidades.
Combatir "la mala onda" es absolutamente imprescindible |
Y este nuevo año,
hasta me animé a dar otro paso más
intrépido: cambié el auto. Ahora, salgo, sola, preocupándome cada vez menos por los bocinazos de los “incontinentes
digitales”,- que me mandan tiernamente a
la mierda, o a lavar los platos,- lo último no me molesta, porque lo hice siempre sin
problemas-. Además de eso: limpio, cocino, leo, escribo, enseño, corrijo, practico Tai chi, bailo, canto, y sobre
todo, contra viento y marea: ¡Volví a conducir!