El libro “La rueda de la vida” me lo prestó y después me lo regaló, Mirta Valenzuela- amiga del Club de Libros de Rosa Montero-. Lo fui leyendo de a poco, en estado de perplejidad, porque a medida que progresaba en estas memorias, recordaba que mi madre tenía una actitud muy similar allá por la década del 50 del siglo pasado. También como Elizabeth, tuvo que luchar en un bosque hostil de hombres machistas que ejercían su dominio sobre las mujeres desde la más tierna infancia. En el caso de Elizabeth basta leer sus peripecias para lograr evadirse del “mandato paterno”-es decir de lo que el padre había decidido que ella tenía que ser y hacer- en el caso de mi madre, basta mencionar que se divorció dos veces, que estudió y se recibió de partera-profesión que ejercía con vocación absoluta- que me criaba y educaba con esmero, procurando moldear mi psiquis para que no permitiera jamás ninguna imposición de un varón por el mero hecho de serlo. Quería que fuera una “mujer que corre con los lobos”- como las que describe la doctora Clarissa Pinkole Estés en su libro. Confieso que a veces me ha salido la salvaje, “la loba” -o la leona- es decir “la fiera”, y otras, no. Pero que ella hizo lo posible para que no me dominara ningún machito, sí; tengo que confesar que insistió bastante. El dominio masculino sigue viéndose en más ámbitos de los que se piensa. Conozco mujeres que son “dominadas” por sus parejas con la idea-ingenua- de que las “protegen”. Esa supuesta “protección” implica: no usar tal o cual ropa, no ir a tal o cual lado, no tratar a tal o cual persona…. Y las prohibiciones se extienden de manera infinita. Cuesta darse cuenta, pero después del proceso de la anagnórisis – a la que ya cantaron los griegos- no debería haber marcha atrás. Negarse a continuar con una inestable relación que no brinda felicidad, sino espanto o zozobras, está en el derecho de toda mujer que se precie.
Elizabeth Kübler-
Ross fue una luchadora nata.
Luchó para nacer,
luchó para vivir-nació la primera de tres hermanitas, con apenas 900 gramos, luchó para estudiar y ser médica-cuando su
padre sólo quería que fuera su empleada- y también tuvo que presentar batalla-y
de las más serias- para adoptar bebés infectados con SIDA- por lo cual se
convirtió en la persona más despreciada
en Virginia, Estados Unidos. Tanto que le incendiaron la casa con
pérdidas totales. Pero con la tozudez que la caracterizó desde que nació, no
cejó en sus empeños para lograr sus objetivos.
En el libro narra
las principales peripecias de su vida y de su constante lucha con los seres que
no se plegaban a sus deseos. Médicos que la atendieron con poca o ninguna
empatía, su propio y severo padre, que,
cuando niña, de camino al colegio, la hacía llevar a su conejito para que fuera carneado y
lo trajera-aún tibio- para que su madre lo preparara para la cena.
Esos fueron sus
primeros contactos con la muerte- aunque no los únicos- Sin embargo, como ella
misma lo dice, ese dolor la preparó para otros que la vida le depararía y aprendió algo
fundamental: que la muerte no se puede controlar, que ocurre cuando tiene que
ocurrir y que lo principal es que sea “una buena muerte”. Esto es que el
moribundo esté atendido y-en lo posible-, sin dejar cuentas pendientes o
cuestiones inconclusas.
Mi madre, tal cual la recuerdo, porque murió muy joven |
LA RUEDA PARALELA
DE LA PARTERA ÉLIDA TABÁREZ ROSENDE ACOMPAÑADA POR LA PARTERA ESTELA
PIETRAFESA.
¿Y por qué me hace
acordar tanto a mi madre? Porque también la partera Élida Juana Tabárez Rosende
tuvo que luchar para vivir, para sobrevivir, para liberarse de ataduras y para
dedicarse a lo que quería sin dejar por ello de trabajar para ganar lo
suficiente para las dos.
Trabajaba-como
Kübler Ross-incansablemente. En esos tiempos, aún no se había “fragmentado”
tanto la medicina. No había servicios privados de emergencia. Sí, teníamos algunas
sociedades médicas, pero no servicios pagos de asistencia inmediata. Por esa
razón, las personas que tenían algún vínculo con los hospitales hacían muchas
cosas: entre ellas, por supuesto, las
emergencias. Los vecinos tocaban timbre en las casas de las parteras cuando
alguien se les enfermaba y no sabían qué hacer. Y mi madre, o mi tía de crianza,
salían con su valijita de “primeros auxilios”. Recuerdo esas valijas con
ternura. En ellas había de todo. Eran boticas ambulantes. Un enorme aparato
para tomar la presión, termómetros, jeringas de vidrio con diferentes tipos de
agujas de inyecciones-convenientemente higienizadas y guardadas en cajitas de
metal (no se conocía nada “descartable”, salvo el algodón y la gasa.)
Valija o maletín similar al que usaban mi madre y mi tía ( Imagen tomada de Internet) |
Muchos enfermos
terminales morían en sus casas, rodeados por sus parientes cercanos, y algún
auxiliar de medicina que suministraba los calmantes o las inyecciones
prescriptas. Mi madre y mi tía también hacían eso y eran-de esa manera-
partidarias de la “buenamuerte”- como la Dra. Kübler-Ross-.
Yo no sé de dónde
sacaron esa vocación de samaritanas, pero sí recuerdo muy bien cómo la
ejercían. Habían sido preparadas con verdadero esmero por profesionales serios
y competentes. Uno de ellos, -al cual mi
madre recordaba siempre con agradecimiento- fue el Dr. Manuel Rodríguez López.
Lamentablemente, como todo en este país, no hay nada en especial que lo
recuerde. En Internet, encontré algún artículo que lo menciona al pasar, pero
no demasiado tampoco. Sin embargo, para mi madre y mi tía fue un ser ejemplar,
que no sólo las preparaba en obstetricia, sino que les daba clases que podrían
ser consideradas en la actualidad como cátedras filosóficas. Felizmente, entre
los papeles de mi madre, -que cuando
murió no le interesaron a nadie-, me llegaron algunas tarjetas de las que el
profesor usaba para enseñar.
Algunas notas de mi madre, sobre la izquierda, y el sello distintivo del Profesor Dr. M. Rodríguez López que tanto aportó a la formación de La Escuela de Parteras del siglo pasado |
También en el reverso, -como se puede observar
en la foto- figura su sello; y no es poca cosa, porque de esas tarjetas, se
valía para instruirlas desde un punto de vista que la medicina actual ha
perdido casi totalmente, aunque haya intentos de recuperación: el humano. ¿Qué
tenemos cuando alguien se enferma? Un paciente atolondrado, dolorido, asustado,
que más que nada necesita estímulo y apoyo. Y los médicos, que trabajan chiquicientas horas por día y noche, no
tienen-ni quieren tampoco- brindarlas para sostener espiritualmente a ese ser
amedrentado al máximo. Si la enfermedad
es terminal, ese paciente necesita apoyo
espiritual, y el verdadero profesional se lo debe dar. Porque es otro ser humano
que también tendrá que pasar por la misma experiencia de la enfermedad,
la agonía y la muerte.
Mi madre y mi tía
asistían a esos pacientes, tanto como a las parturientas que llegaban a sus
casas para “tener familia”-como se decía- y tanto a unos-que estaban en el
final- como a los que venían- que estaban en el principio-, los atendían con
devoción y absoluta dedicación.
Y no tengo que usar
mucho la fantasía para imaginar cómo sería una clase sobre “El retrato de una
madre”- texto del obispo chileno Ramón Ángel Jara- que el profesor Manuel
Rodríguez López comentó en clase. Y sé que fue él, porque en el reverso figura
su sello de identificación: “Prof. Dr. M. RODRIGUEZ LOPEZ”.
Por eso, destaco
las lecciones de humanidad. No le bastaba enseñar a las parteras a contener a
las mujeres que llegaban aterradas; había que asistirlas también
espiritualmente; para que pudieran cumplir a la perfección con la función
maternal- la más alta, y la más difícil- la que se prolonga durante toda la vida.
Mi agradecimiento
profundo por haber nacido de una mujer con agallas y por haber sido ahijada de
otra con igual temple. Enseñadas por humanistas como el Profesor Doctor Manuel
Rodríguez López, supieron enfrentar con valentía los avatares de la vida y de
la muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario