Se acomoda de cualquier manera para estar en mi falda |
“(…) un gato es
territorio fijo, límite armonioso; un gato no viaja, su órbita es lenta y
pequeña, va de una mata a una silla, de un zaguán a un cantero de pensamientos;
su dibujo es pausado como el de Matisse, gato de la pintura, jamás Jackson
Pollock o Appell (…)” (“Entrada en religión de Teodoro W. Adorno” “Último
round” Julio Cortázar)
Yo comencé a usar las redes sociales cuando hice unos cursillos
que me enseñaron los rudimentos más usuales. A partir de ahí, una de las que más uso es Facebook. Me permitió
conectarme con gente que hace mucho tiempo que no veo y me dio la posibilidad
de reencuentros casi mágicos con seres que creía perdidos para siempre. Desde
un primer novio perdido en la lejana juventud- hace más de cincuenta años-
hasta amistades que se fueron del país
hace más de treinta o cuarenta. Las relaciones antiguas pasaron, fueron, o
siguen siendo pero siempre desde otra perspectiva diferente. No es lo mismo
tener quince años de edad y todas las
ilusiones a ras del alma, que tener setenta y muchos sueños destrozados o
perdidos irremediablemente.
Ya lo afirmó el filósofo español José Ortega y Gasset: “Yo
soy yo y mi circunstancia, si no la salvo a ella no me salvo yo”.
Significando de esta manera, que somos- todos- seres que
dependemos de nuestro entorno. Eso es “circunstancia”- lo que nos circunda y de una manera u otra nos
condiciona. Amamos –o creemos amar- irremediablemente a otro- pero, de repente,
ese otro está inmerso en otra “circunstancia”
distinta: sus padres quieren para el
“nene” una nuera más adecuada- más
hogareña, que no use minifalda, que no quiera estudiar, ni progresar ni nada-;
o, está comprometido, o casado, y ese
“alrededor” lo determina de una manera tan tajante que la mayoría de las veces,
lo aplasta. Son pocos los seres con coraje para sacudirse esa realidad; la
mayoría la acepta irremediablemente aunque sienta que lo ahoga, que lo lleva al final, que le anula la capacidad
de felicidad- y que, termina finalmente
destruyéndolo-.
Cables por todos lados |
Teodoro Segovia, llegó a mí-como ya lo conté- el 10 de mayo
de 2016. Salió de su nido de gatos- madre y hermanos- para pasar a vivir en el
apartamento de una vieja viuda. La adaptación está siendo mutua, y “la
circunstancia” nos condiciona a ambos. Mi apartamento no estaba preparado para
recibir a un cachorro lleno de bríos, activo y querendón. Pero, poco a poco, el
entorno se ha ido adaptando. No puede vivir a su antojo, sin ninguna correa que
detenga sus ímpetus, por ejemplo. La vejez del apartamento- aunque esté situado
en una zona de “alta gama”- determina o condiciona que haya que frenar de una
manera u otra sus naturales ímpétus.
Y muchos más |
Esa correíta celeste le permite a la jovata que es mucho más lenta que
él, sacarlo del “cableado” que no es - de ninguna manera- un juguete- . Aún así, con ese control, de vez en
cuando se evade. Logró comerse con fruición –por ejemplo- el cable del cargador
del celular L.G.
Hace un rato, ya sin el collar, en la cocina, lo encontré
subido a la mesada tratando de abrir la bolsa de comida-aunque tiene, siempre,
su comedero lleno- Por supuesto que lo reprendí como si fuera un niño pescado
en falta.
Por lo tanto, la razón más valedera que tengo para ponerle
collar, es la de tratar de preservar la integridad de un
apartamento que nos costó (incluyo el enorme esfuerzo de mi esposo) “levantar”
de su condición de antiguo y perimido. Todo con enorme esfuerzo. Nunca nadie
nos regaló nada. Jamás tuvimos herencia de ningún tipo y tampoco sueldos espectaculares. No fuimos-ninguno de los dos- empleados de
categoría. Nada más que una profesora y un abogado recibidos tardíamente. Por
eso, Teodoro se acomoda lindo a su nueva circunstancia de vida. Sé que alguna
de mis amistades la considera inadecuada,- y aunque la mayoría sabe que me nefrega la opinión de los demás-
decidí escribir esta única vez sobre el tema.
Para mí, el uso del collarcito no es ningún desatino. Cuando fui a Estados Unidos a perfeccionar
estudios o a corregir, vi más de un gato
con correa en el Central Park. Y de esto ya hace muchísimos años. Al principio
pensé que era para que no se escaparan, pero en
la actualidad, percibo otros motivos o razones. Ahora que estoy criando a este cachorrito travieso y
querendón que tiene la velocidad de la luz, las percibo con más claridad. Para
venir conmigo a mi oficina le pongo el collar. Y para salir a la calle en su transportador, y
en el auto también. Está acostumbrado. Ya sabe que el collar es sinónimo de
diversión: ventana para mirar para afuera, pelotita y ratoncito con luces para
jugar con la vieja, paseo o caminata por la acera soleada del Club de Golf,
visita a alguna amiga con patio interior. Y se lo deja poner, pobre ángel. Al
terminar la jornada, cuando nos vamos para el comedor diario, se lo saco, y me
lo agradece con unos zarpazos de uñitas para adentro- sin lastimarme- Y también asegura ese afecto mutuo a puro
lengüetazo-.
Gracias Teodoro por comprenderlo. Te quiero en pila.
Buéh...no convence, pero me llegó la explicación.
ResponderEliminarAutoritaria! Canuta! Soltalo ahora! juaaaa, es joda, tenés toda la razón, yo haría lo mismo! Disciplina, quenonino! Arriba, Teo, usté cuando pueda y se le cuadre, haga travesuras nomás!
¡ Teodoro Segovia ni se inmuta! A lo sumo-jugando- se pega unos carrerones de una velocidad vertiginosa y yo voy atrás sin alcanzarlo de ninguna manera ni siquiera con el collar puesto. Lo de la "disciplina" te la debo, querida. Le encanta hacer travesuras-y además- sabe que SON travesuras.
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