¿No tiene más chico? |
No se imaginan
cuánta falta me hace un cronista como el Cuque que pudiera escribir sobre este
tema. Yo voy a tratar de hacerlo pero nunca será igual.
Resulta que
actualmente, a partir del peligro que significa para cualquier jovata andar por
la calle con una cartera, todas salimos con lo justo y con alguna tarjeta de
crédito o similar para financiar algún gastito menudo. Sin embargo, cuando nos
aproximamos a algún cajero con la idea
de poder sacar algún manguillo-porque no todo se puede pagar con crédito- el
muy maldito nos pone un cartelito que anuncia: múltiplo de 2.000. Y ahí, la quedamos porque nuestra modesta
intención era sacar, pongámosle 900— para que nos quedara cambio— Pero no. El
maldito cajero quiere que le pidamos múltiplo
de 2.000. Y no hay Dios posible que lo convenza de otra cosa. Ahí empieza
nuestra odisea. Queremos comprar unas
humildes medialunas, o unas humildes pizzas de Carrera. Como ya se ha podido
comprobar, las empleadas no se caracterizan por tener bueno modales, pero, como
nos gustan los deleites que ofrecen, nos arriesgamos al vacío. Logramos hacer
la compra, pero, al final, nos espera una joven cajera con cara de asqueroso culo que cuando nos ve el billete
nos espeta:
¿No tiene más chico?
Nos lo dice de
jeta fruncida, como si estuviera oliendo un sorete maloliente. Y nosotras,
apabulladas viejecitas de cotolengo, le decimos con nuestra más suave pronunciación que no. Que
no tenemos, que el cajero nos obligó a sacar 2.000, y que no pudimos hacer nada
al respecto. La cara de culo hediondo se acentúa, se arruga, se bifurca, nos
tira el cambio sobre el mostrador, –los billetes de a uno, de los más roñosos
que tenía en el fondo de la caja– y mientras los recogemos lastimosamente,
sentimos que nos achicamos, que nuestro
metro setenta de altura juvenil que traíamos al principio se nos hizo mínimo y
que no habrá dios ni diablo que nos
salve de la ignominia de la humillación.
Ni modo.
Salimos, sí, con
nuestras medialunas o nuestras pizzas pero tan tan apabulladas, tan pero tan
frustradas que no nos quedó ni apetito
para deglutir alguna de esas delicadezas. Somos unas pobres desgraciadas
atrapadas en la vorágine de la modernidad. Habrá que conseguir algún caballero
que nos salve de la nulidad, que nos saque otra vez a flote, como cuando éramos
jóvenes y buenas mozas y no había el peligro de las volteadas–del tipo de las
que describí– sino de otras más alegres y gozosas. ¿No? Piénsenlo. Si se les
ocurre alguna solución, les agradezco difusión. Por ahora, a mí no se me ocurre
ninguna.