Mi primer recetario con mi pomposa firma de recién casada |
En una época en
que los asuntos de la “paridad” de géneros es una moda indiscutible, yo,
bastante anterior a estas modas, exhibo mi primer recetario de recién casada.
Como se puede apreciar en
las fotos, se trataba de un recetario Royal- polvo de hornear que aún sigue
campeando en las cocinas montevideanas-. Me lo regaló un cartero que distribuía
la correspondencia en la Curtiembre Branáa. Yo trabajaba en las oficinas; me
había casado a principios de 1967, y estaba muy contenta por haberme
“inaugurado” como incipiente “ama de casa”. No sé cómo mostrar ese orgullo que
tenía por haberme incorporado a una categoría que –para mí- era de lo más
llamativa. Sobre todo, porque mi familia no se destacaba por ser realmente, de
lo más afín con ese rubro. Sin embargo, yo ingresé a él con la mayor de las
inocencias y plena de felicidad. Económicamente éramos muy pobres. Nos
sustentaban dos sueldillos miserables que unidos, no alcanzaban más que para
llegar a mitad de mes. El resto lo pasábamos como podíamos. Generalmente
pidiendo “adelantos” para campear la miseria hasta el siguiente mes. Recuerdo,
que en crudos inviernos- que para mí, siempre fueron siempre aterradores,
porque el frío me afectó siempre muchísimo- no tenía dinero para comprarme
medias ni ninguna otra prenda de abrigo.
Iba a trabajar con unas miserables mediecitas tres cuartos que me dejaban la
mayor parte de las piernas al aire (no era común usar pantalones). Es muy
probable que mi aspecto pareciera ridículo, pero, la alegría del nuevo estado era tanta que me
daba para paliar la falta económica y de abrigos más considerables que los que
tenía. En la Curtiembre, me regalaron unos “cortes” de cuero, y, uno de los
gentiles fabricantes me hizo un abrigo considerable de descarne,
forrado en cuero lanar. Pesaba un montón de kilos pero me salvó del frío de
varios inviernos crueles. De noche, lo colocaba en la cama, y seguía
sirviéndonos para darnos el suficiente necesario
calor. El resto, lo ponía nuestra juventud.
En un minúsculo apartamentito alquilado ensayaba
las recetas. Todas ellas deliciosas. Tanto las saladas como las dulces. Cuando
llegó mi primera “cocina eléctrica” con horno ídem, pude “ensayar” más y mejor.
De paso, la “eléctrica” caldeaba todo el minúsculo ambiente, así que mientras
cocinaba podíamos disfrutar de una
agradable temperatura. No pude disfrutar todo lo que hubiera querido porque el
precio del experimento trepó a las nubes siderales y tuve que cortar la delicia
del calor para no morir en la demanda. Aprendí- hasta ahora- que la energía
eléctrica, o cualquier otro tipo de energía- no es, de ninguna manera, gratis, y se debe cuidar muchísimo el consumo
porque el exceso puede resultar muy nocivo para la salud económica.
Con este recetario aprendí a
ahorrar, a no ser excesiva, y, a hacer las comidas de manera que fueran
“rendidoras” y que no se desperdiciara nada. No eran tiempos de “freezer” ni
nada por el estilo, así que había que aprovechar más y mejor todo lo que se
elaboraba.
Por ejemplo: la deliciosa
pascualina, tenía como suprema finalidad, durar un par de días. Se complementaba
con arroz, con ensaladas o con papas. Y
así, su rendimiento mejoraba notablemente.
No soy la única que guarda
el clásico “Recetario Royal”, el mío está manchado por la vida, viejito,
descolado, pero siempre útil. Por suerte.
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