Aquí,
a lo lejos, podría inventarme, durante un tiempo, una nueva vida. Porque
viajar, como escribir, es eso: inventar nuevas vidas para escapar a las limitaciones de la propia.”
José
Ovejero “China para hipocondríacos” página 16
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Si un año antes me
hubieran hablado de este confinamiento, habría pensado—indudablemente— en un
rapto de locura. Sin embargo, nos hemos ido adaptando a vivir en él, y a salir únicamente por necesidad. En mi caso,
en febrero, retomé las clases de Tai chi, en forma por demás precavida: bandeja
sanitaria, tomada de fiebre, práctica con tapabocas. Duró muy poco; el gim fue cerrado y lo que más hago son los mandados barriales, atiendo algún pariente
aquejado por el virus al cual hay que cocinar lo que pide—no siente ni huele la
comida— pero tiene que comer lo que le
apetece.
Por estas circunstancias,
sin vacunarme aún, he leído —o releído— muchos relatos y novelas.
Nunca me prohibieron
las lecturas. A los siete años, leí
“Crimen y castigo” de Fiodor Dostoyevski. Una obra que —probablemente— no esté recomendada para esa
edad. Estaba—como muchas otras novelas—
en la biblioteca de mi madre, que, como todos saben era una mujer moderna,
desprejuiciada y sin ataduras de ningún tipo. Lógicamente a esa edad, no pude
hacer disquisiciones filosóficas; me
quedé con el argumento del estudiante pobre que mata a una vieja usurera. Lo
filosófico lo capté después cuando la estudié en el liceo y en el instituto. Pero
¿y qué?
También leí una novela
bastante subida de tono que se llamaba Annucha. No me acuerdo quién era el
autor. Recuerdo que contaba sobre una primera experiencia sexual de una mujer
que no quería llegar virgen a un matrimonio no deseado. Un tema muy común hoy
en día en las series de entretenimiento para adolescentes y adultos pero que no era nada trivial para la década
de 1950.
No pude volver a leerla. Se
la presté a una compañera de liceo y
nunca más me la devolvió. Supongo que le gustó porque —para la
época—rayaba en lo pornográfico. Supe entonces, —por esa novela— que la primera
experiencia sexual, sería dolorosa
aunque me tocara debutar con el ser más cuidadoso y suave del mundo.
De niña, la censura no me permitía—tampoco— ver determinadas
películas, pero cuando crecí, mi altura
me permitió pasar por una chica de más edad,
así que a los doce o trece años, ya veía pelis que estaban marcadas para
“mayores de 18”. Lógicamente, cuando he visto alguna ahora, me parece que
podrían haber sido vistas sin problemas. La censura nos la marcamos nosotros con criterios francamente
deplorables que no nos sirven para educar a otro ser humano que debe leer y ver para entender y experimentar con algunas posibilidades de la realidad o de la
irrealidad.
Puse un acápite de José
Ovejero al comienzo de este comentario. CHINA
PARA HIPOCONDRÍACOS, la escribió en
1998—Ovejero nació en 1958, por lo tanto, era un treintañero —. Recomiendo
leerla de punta a punta. Es un relato de viaje que vale la pena conocer. Él,
que no se caracterizó por ser intrépido sino todo lo contrario, se hizo ese
viaje a China para embeberse en su
cultura y sus costumbres. Y supo hacerlo de maravillas. Observó todo lo
observable y experimentó el amor. Ese sentimiento tan multifacético y escurridizo
que nos transporta a la alegría o a la pena y nos da sopapos de todo tipo.
Ahora, que no puedo viajar,
por la edad, por la falta de vacuna, por la pandemia y demás, volví a leer ese relato que me hechizó. Carga con la etiqueta de RELATO
DE VIAJES. En estos momentos en que
podemos viajar únicamente con la
imaginación es un paliativo contra la tristeza. Ovejero nos lleva; nos presta
sus ojos para ver, su paladar para gustar, y, su juventud ávida para
experimentar. Como es un magnífico relator
nosotros podemos andar —con deleite— por estupendos caminos
inexplorados.
El libro, está ordenado en
capítulos. Es de lectura entretenida, amena, en cada uno de ellos nos asomamos
a las experiencias del narrador que recorre con ojos curiosos los lugares que
visita.
Y allá vamos también nosotros,
los lectores, caminando los mismos caminos.
El primer capítulo es por demás interesante:
“Las razones del viajero”. Ahí encontramos la etimología de dos palabras alemanas de
difícil traducción: Heimweh y Fernwheh.
Heimweh es la añoranza
del hogar. El narrador pone como claro ejemplo
a los niños cuando no están en sus casas y se sienten desolados por la
falta de los lugares conocidos, el territorio de lo cotidiano. Pero también
describe lo que hicieron los esclavos al llegar a los lugares donde los
destinaban: elegían los árboles que se
asemejaban a los propios de sus tierras natales.
Fernwheh—la otra palabra— Es la añoranza de la distancia; un
dolor que se experimenta en la lejanía. No es únicamente extrañar lo cotidiano sino lo conocido que
está lejano en el espacio.
Por cierto que los conquistadores también
buscaban similitudes y al llegar, ponían nombres que les recordaban sus hogares
al otro lado del océano. De esa manera no se sentían tan extraños en un mundo
hostil y repleto de múltiples peligros.
Yo experimenté los dos
sentimientos. El de extrañar lo mío: mi casa, mi cama, mis muebles, mis libros,
mis juguetes, y el de extrañar lo que estaba lejano. La abrupta muerte de mi
madre, cuando tenía nueve años, me hizo experimentar un dolor inusual. No pude
dominar la sensación de angustia por muchos años; mi padre era un desconocido.
Muy autoritario con la hija mayor, que no se había criado con él, y que ya
pintaba como rebelde. Los primeros tiempos fueron dolorosos para mí. Después,
cuando empecé a trabajar a los quince años, el primer salario me independizó (aunque
la mitad iba para gastos de la casa y para la ayuda de las menores).
El gusto por los viajes en
mí, también empezó desde muy chica, como el gusto por la lectura –que también
bien entendida es un viaje—.fue siempre, un afán por conocer otras culturas,
otras formas de vida. Hubo un libro que propició este gusto. Se llama “El Toro
de Minos”. Lo escribió el inglés Leonard Cottrel y narra las vicisitudes de Heinrich Schiliemann y Arthur Evans por llegar
a la Troya homérica. Schiliemann hasta novelescamente, fue capaz de —por
encargo— conseguirse una mujer griega
joven, amante de lo clásico, para
convertirla en su esposa y llevarla a descubrir los mundos de la Ilíada. Logró,
después de muchas peripecias, desenterrar joyas y tesoros de tumbas. Además, se
encontraron los famosos escudos en forma de ocho, que se describen en las
narraciones y que cubrían todo el cuerpo del guerrero. Por supuesto que soñé
con viajar a Creta, a Turquía, a Troya y demás, pero me tuve que conformar con los tesoros de los
mayas y los incas—que están en América—. A Perú fui varias veces, siempre con
la misma idea: conocer y experimentar.
También fueron las razones
del viajero de José Ovejero: conocer, experimentar un destino remoto y
desconocido: China. Agregó a su viaje el incentivo de viajar con Renate— su
novia de entonces— que conocía sus altibajos, sus miedos, sus deseos, sus
ansias, y con la cual podría probar esa convivencia de todos los días en un
equipo de dos. Y así fue.
En inglés existe una palabra
cuyo significado podría ser similar al de las palabras alemanas que nombra
Ovejero: homesick. En traducción
literal sería “enfermedad de la casa”. Y eso es lo que se experimenta cuando se
está lejos de lo cotidiano, y no hay ninguna similitud ni idiomática, ni de
comidas, ni de palabras que nos hagan sentir como en casa.
Esas sensaciones de
extrañar, se calman únicamente con el regreso a la casa, a los olores
cotidianos, a las imágenes que nos reconfortan. A mí me ha pasado, que al
volver de Buenos Aires—una tierra que no me es ajena— por Buquebús, al ver el cerro de Montevideo, me asalta una
sensación de alegría inusual. Sería capaz de bajarme y subir la colinita para saludar
y decir: "aquí estoy de vuelta, che, brindame un saludito; no me quiero ir más a ningún lado". Pero,
pasan unos días y ¡ Zás! Otra vez me asalta la idea de salir a conocer por ahí
otras tierras, otras costumbres, otras comidas, otros prójimos. Ahora, esta
pandemia, me impide salir campo afuera, por lo tanto, lo que me queda es la
relectura de libros como el de Ovejero. Es muy ameno, y puede leerse en forma
ordenada o no. A gusto del consumidor. Eso sí, conviene marcarlo a medida que
se va leyendo. Así se puede volver a él como a un itinerario de viaje. Otro
traslado posible en algún momento de la
vida.