“El olvido que seremos”-
libro escrito por el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince- me trajo a la
memoria, dolorosamente- la historia de mi vida.
Es un libro sumamente
conmovedor, porque el hijo rememora-con
amorosa dedicación- al padre asesinado
en Medellín, Colombia, el 25 de agosto de 1987. Yo vi antes la película, que
está en Netflix y, aunque bien realizada me llevó a comprar el libro que le dio
origen. Y no me equivoqué. No es casualidad que el libro sea superior a la
película, porque es imposible realizar un filme con todos los altibajos de la
narración. Sobre todo, en este caso, porque se trata de algo tan doloroso como
rememorar el asesinato—impune hasta el momento— del padre.
Al hijo, le llevó años procesar
ese asesinato y poderlo poner en palabras como una manera de “resucitar” al
muerto. Aunque, —todos lo sabemos— es un hecho imposible de realizar. Si bien,
las palabras pueden reproducir el dolor de los hechos y la memoria de lo
acontecido, no hay manera posible de dar marcha atrás en un asesinato. ¿Quién
fue? ¿Quién fue la misteriosa mujer que vino a buscar a Héctor Abad Gómez (padre)
para hacer un discurso por un asesinado? ¿Cómo se prepararon? ¿De dónde sacaron
las armas? Insistieron con muchos tiros —no para herirlo, sino para
liquidarlo—.
Y también mataron a su
alumno dilecto, Leonardo Betancur, —entrando al local— para abatirlo. Hay interrogantes
que no están resueltas. Lo cierto es que el hijo con un destreza narrativa
inusual, nos pasea por la niñez, la juventud, la edad adulta y nos presenta a
ese padre fuera de serie que lo cobijó—único hijo varón entre varias hermanas
mujeres— y que lo educó para el bien— sin lugar a dudas—. Además, nos hace
vivir el paisaje agreste de la finca, y las vicisitudes de la universidad en un
mundo en llamas, siempre preparado para el ataque y para provocar el odio y la
muerte.
Mario Vargas Llosa, dice en
la contratapa:
“La
más apasionante experiencia de lector de mis últimos años”.
En mí, el libro, prendió de una manera absoluta. Quizás porque
pasé por una situación similar; y por eso, tocó las fibras más sensibles de mi alma. Esas
fibras que yo me he empeñado en ocultar, lo mejor posible, porque sé que a
nadie le va a importar lo que sufrí, y tampoco después de tanto tiempo, podré
encontrar la debida justicia. Sé el porqué,
vi el cómo, y no me quedó más nada que
resignarme a lo que vino después y salir adelante, sin madre, con la familia paterna con la cual jamás había
vivido.
Cuando mi madre murió en
horrorosas circunstancias, yo tenía apenas nueve años y tuve que crecer de manera vertiginosa de un
día para otro. Supe que nada sería igual. Que mi vida daría un vuelco
irremediable hacia muy oscuras manifestaciones
ignoradas hasta ese entonces. Y fue así. De golpe. Me sirvió de catapulta
dolorosa para darme cuenta de que debería luchar con una fuerza inusitada para
salir adelante por mis propios medios. Yo no provengo de una familia
organizada, como la del escritor. La mía es una familia de “Los míos, los tuyos
y los nuestros”— como la comedia— y nunca pude organizarme —ordenadamente— ni con mis hermanas maternas, (ya fallecidas) ni con
las paternas. (Por eso lo de: “los míos,
los tuyos y los nuestros”). Para colmo de males, tampoco pude establecer un
árbol genealógico “prolijito”. Para nada. Ni siquiera sé el nombre del padre de
mi padre—que era negro retinto, pobre,
con un ojo de vidrio—, (como supo señalarme una coterránea de La Paz,
Canelones).
Tengo pensado en algún
momento hacerme un análisis de ADN, para ver qué tal ando con los posibles
antepasados, que no conocí, ni conoceré porque ni siquiera tengo los nombres. Apenas
conozco los de mis abuelos: Inocencio Tabárez y
María Rosende (maternos). Los paternos fueron Elivia Segovia y algún
desconocido que fue el padre de mi padre —que para colmo de males— llevó ese único
apellido materno: Segovia. Supe que cuando vino de su Treinta y Tres natal, arrancó
con el apellido “García”—uno de los maridos de mi abuela— pero después no sé
cómo ni cuándo ni porqué, optó por el
“Segovia” materno y nada más. Así de simple.
El libro de Héctor Abad
Faciolince, no tiene esos vericuetos. Todos aparecen con historia. Narra con mucha fluidez los cuentos familiares, las peripecias y las relata con soltura y con muy buen humor,
por cierto. Van como muestras dos ejemplos:
“Creo
ver en la mente de mi abuela Victoria, y también en la de mi mamá, una cierta
conciencia atormentada por la contradicción de sus vidas. La abuela y mi mamá
siempre fueron, por temperamento, profundamente liberales, tolerantes,
avanzadas para la época, sin una brizna de mojigatería. Eran alegres, vitales,
partidarias del gozo antes de que nos coman los gusanos, patialegres, coquetas,
pero tenían que ocultar ese espíritu dentro de ciertos moldes externos de
devoción católica y pacatería aparente”. (p.83)
Otro episodio ejemplar—narrado con gracia y
gentileza— presenta al padre que entra,
sin previo aviso, en la habitación
cuando el jovencito está masturbándose:
“Perdón,
no sabía que estabas ocupado”. Eso me dijo una tarde calurosa de verano mi
papá. Había llegado a la casa con un libro de regalo, la biografía de Goethe,
que más tarde me entregó (todavía la tengo y todavía no la he leído: ya le
llegará el día), pero al entrar él, yo estaba dedicado a ese ejercicio manual
que para todo adolescente, es un delicioso apremio impostergable. Él siempre
tocaba la puerta antes de entrar en mi cuarto, pero ese día no tocó, venía muy
feliz con el libro en la mano, estaba impaciente por entregármelo, y abrió. Yo
tenía una hamaca colgada en el cuarto y estaba echado, en pleno ajetreo,
mirando una revista para ayudar con los ojos a la mano y a la imaginación. Mi
miró un instante, sonrió y dio la vuelta. Antes de cerrar la puerta, me alcanzó
a decir: “Perdón, no sabía que estabas ocupado”. (p.161)
El episodio no concluye acá,
vale la pena, leer todo el libro, por eso, no voy a cita más texto, estos fragmentos o
salpicones para dar una idea de la
maestría del escritor.
El libro, hay que leerlo. Es
toda una experiencia que vale la pena. Y la peli, hay que verla, aunque más no
sea para sacar conclusiones sobre las diferencias.
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