viernes, 22 de octubre de 2021

EL OLVIDO QUE SEREMOS

 

“El olvido que seremos”- libro escrito por el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince- me trajo a la memoria, dolorosamente- la historia de mi vida.

Es un libro sumamente conmovedor, porque  el hijo rememora-con amorosa dedicación-  al padre asesinado en Medellín, Colombia, el 25 de agosto de 1987. Yo vi antes la película, que está en Netflix y, aunque bien realizada me llevó a comprar el libro que le dio origen. Y no me equivoqué. No es casualidad que el libro sea superior a la película, porque es imposible realizar un filme con todos los altibajos de la narración. Sobre todo, en este caso, porque se trata de algo tan doloroso como rememorar el asesinato—impune hasta el momento— del padre.

Al hijo, le llevó años procesar ese asesinato y poderlo poner en palabras como una manera de “resucitar” al muerto. Aunque, —todos lo sabemos— es un hecho imposible de realizar. Si bien, las palabras pueden reproducir el dolor de los hechos y la memoria de lo acontecido, no hay manera posible de dar marcha atrás en un asesinato. ¿Quién fue? ¿Quién fue la misteriosa mujer que vino a buscar a Héctor Abad Gómez (padre) para hacer un discurso por un asesinado? ¿Cómo se prepararon? ¿De dónde sacaron las armas? Insistieron con muchos tiros —no para herirlo, sino para liquidarlo—.

Y también mataron a su alumno dilecto, Leonardo Betancur, —entrando al local— para abatirlo. Hay interrogantes que no están resueltas. Lo cierto es que el hijo con un destreza narrativa inusual, nos pasea por la niñez, la juventud, la edad adulta y nos presenta a ese padre fuera de serie que lo cobijó—único hijo varón entre varias hermanas mujeres— y que lo educó para el bien— sin lugar a dudas—. Además, nos hace vivir el paisaje agreste de la finca, y las vicisitudes de la universidad en un mundo en llamas, siempre preparado para el ataque y para provocar el odio y la muerte.

Mario Vargas Llosa, dice en la contratapa:

“La más apasionante experiencia de lector de mis últimos años”.

 

En mí, el libro,  prendió de una manera absoluta. Quizás porque pasé por una situación similar; y por eso,  tocó las fibras más sensibles de mi alma. Esas fibras que yo me he empeñado en ocultar, lo mejor posible, porque sé que a nadie le va a importar lo que sufrí, y tampoco después de tanto tiempo, podré encontrar la debida justicia. Sé  el porqué, vi el cómo, y no me quedó más  nada que resignarme a lo que vino después y salir adelante, sin madre, con  la familia paterna con la cual jamás había vivido.

Cuando mi madre murió en horrorosas circunstancias, yo tenía apenas nueve años y  tuve que crecer de manera vertiginosa de un día para otro. Supe que nada sería igual. Que mi vida daría un vuelco irremediable hacia  muy oscuras manifestaciones ignoradas hasta ese entonces. Y fue así. De golpe. Me sirvió de catapulta dolorosa para darme cuenta de que debería luchar con una fuerza inusitada para salir adelante por mis propios medios. Yo no provengo de una familia organizada, como la del escritor. La mía es una familia de “Los míos, los tuyos y los nuestros”— como la comedia— y nunca pude organizarme —ordenadamente— ni  con mis hermanas maternas, (ya fallecidas)  ni  con las paternas. (Por eso lo  de: “los míos, los tuyos y los nuestros”). Para colmo de males, tampoco pude establecer un árbol genealógico “prolijito”. Para nada. Ni siquiera sé el nombre del padre de mi padre—que era negro retinto,  pobre, con un ojo de vidrio—, (como supo señalarme una coterránea de La Paz, Canelones).

Tengo pensado en algún momento hacerme un análisis de ADN, para ver qué tal ando con los posibles antepasados, que no conocí, ni conoceré porque ni siquiera tengo los nombres. Apenas conozco los de mis abuelos: Inocencio Tabárez y  María Rosende (maternos). Los paternos fueron Elivia Segovia y algún desconocido que fue el padre de mi padre  —que para colmo de males— llevó ese único apellido materno: Segovia. Supe que cuando vino de su Treinta y Tres natal, arrancó con el apellido “García”—uno de los maridos de mi abuela— pero después no sé cómo ni cuándo ni porqué,  optó por el “Segovia” materno y nada más. Así de simple.

El libro de Héctor Abad Faciolince, no tiene esos vericuetos. Todos aparecen con historia.  Narra con mucha fluidez  los cuentos familiares, las peripecias y  las relata con soltura y con muy buen humor, por cierto. Van como muestras dos ejemplos:

“Creo ver en la mente de mi abuela Victoria, y también en la de mi mamá, una cierta conciencia atormentada por la contradicción de sus vidas. La abuela y mi mamá siempre fueron, por temperamento, profundamente liberales, tolerantes, avanzadas para la época, sin una brizna de mojigatería. Eran alegres, vitales, partidarias del gozo antes de que nos coman los gusanos, patialegres, coquetas, pero tenían que ocultar ese espíritu dentro de ciertos moldes externos de devoción católica y pacatería aparente”. (p.83)

 Otro episodio ejemplar—narrado con gracia y gentileza—  presenta al padre que entra, sin previo aviso,  en la habitación cuando el jovencito está masturbándose:

“Perdón, no sabía que estabas ocupado”. Eso me dijo una tarde calurosa de verano mi papá. Había llegado a la casa con un libro de regalo, la biografía de Goethe, que más tarde me entregó (todavía la tengo y todavía no la he leído: ya le llegará el día), pero al entrar él, yo estaba dedicado a ese ejercicio manual que para todo adolescente, es un delicioso apremio impostergable. Él siempre tocaba la puerta antes de entrar en mi cuarto, pero ese día no tocó, venía muy feliz con el libro en la mano, estaba impaciente por entregármelo, y abrió. Yo tenía una hamaca colgada en el cuarto y estaba echado, en pleno ajetreo, mirando una revista para ayudar con los ojos a la mano y a la imaginación. Mi miró un instante, sonrió y dio la vuelta. Antes de cerrar la puerta, me alcanzó a decir: “Perdón, no sabía que estabas ocupado”.  (p.161)

El episodio no concluye acá, vale la pena, leer todo el libro, por eso,  no voy a cita más texto, estos fragmentos o salpicones  para dar una idea de la maestría del escritor.

El libro, hay que leerlo. Es toda una experiencia que vale la pena. Y la peli, hay que verla, aunque más no sea para sacar conclusiones sobre las diferencias.

 

 

 

 

 


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