martes, 18 de octubre de 2022

ISOBEL RUBBO

En la década de l960  comencé mis estudios liceales en el Liceo Manuel Rosé de Las Piedras.

En La Paz, donde yo vivía, no había ninguna

 institución de Secundaria, por eso, fui a Las Piedras.

 No sufrí porque tuve un maestro, que además de

 maestro era profesor de Geografía. Desde su punto

 de vista, había que preparar a los de sexto para que

 ingresáramos sin tantos traumas al sistema de

 secundaria. Por eso razón, dividió las clases según los

 días y las horas. Sabíamos que lunes miércoles y

 viernes teníamos materias básicas, y los martes y

 jueves otras accesorias como francés— que no era

 escolar, y teatro, que tampoco lo era—. Llevábamos

 diariamente, un cuaderno de bitácora, donde

 anotábamos lo que hacíamos.

Ese sistema, “preliceal”, fue suficiente para evitarme

 dolores y sobresaltos.  Fui cursando los años, con

 notas suficientes de promoción. Incluso Matemáticas

, cuyo profesor era sumamente imperativo y temible.

 Le decíamos “puente roto” porque nadie lo podía

 pasar.  Al punto de que una vez, una compañera que

 convocó para pasar al frente, se desmayó del julepe.

Llegó así el cuarto año, con una profesora de

 Literatura que era un completo encanto. Con ella,

 aprendí a recitar a Dante en italiano—idioma que

 conocía por mis abuelas de crianza y que  entendía

 y memorizaba bien—. La profe, era rubia, joven,

 usaba el pelo largo y lacio por los hombros, y

 tenía una voz muy dulce y bien entonada. Nunca fue

 agria.  No gritaba jamás, porque su misma dulzura

 calmaba a las fieras. No había nadie, ni siquiera los

 más  traviesos que no la atendieran en clase. Las

 bestias se calmaban cuando ella empezaba. En  pocos minutos todos atendíamos completamente

 embobados,  a sabiendas de que lo mejor que nos había pasado ese año,  era ella.


A fin de año, se acordó de que yo, era una candidata

 firme para las letras y me dio anotada en una hoja de

 block sus datos, para guiarme en los estudios en el IPA.

 

Esa nota, la conservé siempre. Me sirvió, en la época

 de la dictadura para tener un contacto alentador, ya

 que una carrera de cuatro años, en esa época, con el

 IPA cerrado, me llevó ocho, con sus correspondientes

 altibajos. Unos  pocos sí,  y, otros (muchos) no.


 Ya casada y  radicada en Montevideo, supe

 nuevamente de ella por un profesor de Historia que

 tuve en el antiguo “Preparatorios” (quinto y sexto

 año, en la actualidad). Lo que supe no fue nada

 grato. Esos golpes que da la existencia cuando una

 menos se los espera. De todas maneras, contra 

 viento y marea, siguieron nuestras existencias

 andando por esos caminos que nos traza Dios o el

 destino.

El estudio de Letras— para el cual ella me había dicho

 que estaba predestinada— fue llevado a cabo

 luchando denodadamente contra viento y marea. Allí

 estuvo ella y sus alentadores consejos:


 “Hay que seguir, aunque sea en una institución privada. No hay que dejar más nada. Algún día terminará y será la coronación de tanto sacrificio”.


La volví a encontrar—siempre activa y risueña—en la

 APLU (Asociación de Profesores de Literatura del

 Uruguay). Nos pusimos al día, en mi caso, ya jubilada

 con más de sesenta años de edad, y una cantidad de

 años de experiencia como profesora. Nunca supe la

 edad que tenía, porque siempre lució juvenil y

 entusiasta, pese a las desgracias, que en algún

 momento tuvo que enfrentar con todas sus fuerzas.

 Se llamaba Isobel Rubbo. Y tuvo una intensa luz,  que

 me marcó senderos, y me alentó a no bajar la

 guardia jamás.

Y lo hice, gracias a ella.


Que su inmensa luz  siga brillando por siempre.

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