Tuvimos en el pasado casas con claraboyas. Pasaron de moda y se convirtieron en “chalets”, construcciones llamativas y simpáticas.
Yo recuerdo, de mi infancia, las “claraboyas del Cordón”- el barrio donde habité en mi niñez- Ellas eran las dueñas de los techos porque la mayoría de las habitaciones se iluminaban y ventilaban por ellas. A veces, llegaban a compartirse cuando una vivienda era habitada por dos diferentes familias. La que gobernaba el aire y la luz era una manijita —convenientemente colocada en una pared— que subía y bajaba según las circunstancias.
Las recuerdo particularmente, porque enfrente del edificio antiguo— de apartamentos con banderolas— donde yo vivía en el barrio Cordón, había varias casas así que fueron demolidas para la construcción del Palacio Gastón Güelfi— el también llamado Palacio Peñarol.
En una de esas casas, vivía una amiguita. Yo solía cruzar la calle Cerro Largo para jugar y “tomar la leche”—expresión que se usaba para la merienda—
También por el mismo estilo estaba la casa de mi profesora de piano donde iba todas las tardes a luchar con algo que nunca pude entender ni practicar: el solfeo. De todos modos, con grandísimo esfuerzo, llegué a sacar los primeros compases de “Doce cascabeles”. Ya no los podría reproducir, pero sí recuerdo que sufrí mucho para poder hacerlos más o menos. Si bien pude cantar/entonar y aprender algunas letras—sobre todo las que cantaba mi madre— nunca pude aprender música propiamente dicha. Para mí, eran palabras mayores.
Recuerdo con nitidez las casas con claraboya.
La leche era un protocolo, pero la casa con aire y luz era una dicha singular que nunca pude reproducir en ninguna otra construcción.
Tuvieron que pasar muchos años para que supiera que Montevideo había sido una ciudad copiada de las europeas, sobre todo de las parisinas que habían campeado por la zona, al punto de que una de las grandes tiendas llegó a llamarse “London—París” para dar lugar al nombre europeo que dominó buena parte del siglo veinte.
Esa tienda “por departamentos” tenía de todo. Vendía por catálogo. Desde el interior del país se hacían los pedidos solicitando mercaderías.
Cada casa con claraboya contaba historias, cada una, la suya. Habitualmente de familias grandes que vivían juntos: padres, madres, tías, abuelas y servidumbre también. Cada pieza daba al patio iluminada por la correspondiente claraboya y, por supuesto, también aireada por la misma. En las tardes de verano, eran muy apreciadas por el frescor que emanaba de las alturas. Probablemente desaparecieron porque ya las familias no viven más en la misma casa que los progenitores y se van a temprana edad a vivir solos. Los muchachos, emigran, en muchos casos, ayudados por sus mayores a pequeños apartamentos que son como cajas de zapatos, y los padres se van quedando solos. A menudo con la sensación de “nido vacío” que se da en esas circunstancias. Las grandes casas con claraboya son cosa del pasado, como también lo es la vida comunitaria familiar. Nos tratamos todos, pero la pandemia y también internet han sustituido las sanas costumbres de las reuniones familiares al atardecer, en torno al mate y a la costura.
Yo siempre fui una bestia completa en costura y bordado, pero de todas maneras, siguiendo las costumbres familiares, solía sentarme con mi costurero y un montón de medias que zurcía y acomodaba lo mejor posible. No se tiraba nada de nada. Todo volvía a servir. De una sábana grande, cuando se rompía mucho, se hacía una chica, y de la chica también se hacían los trapos de cocina que, prolijos y lavados multitud de veces, seguían sirviendo a la perfección.
¿Y por qué me acordé de estas casas con claraboyas y de la vida que albergaban? Porque conforman el pasado de los antiguos barrios.
Además escuché hace poco un precioso tango que rescata imágenes de esta naturaleza. La letra es del poeta uruguayo Andrés Tulipano, La canta, maravillosamente bien el cantante Ricardo Olivera, acompañado por Alvaro Hagopian y su trío. Glorias que nos quedan. Se llama “Al Sur del Sur, Montevideo”. Pasado y presente. El Graf Spee con Internet, el sol en las claraboyas del Cordón, el percal y el sonido del celular, el Prado y la sombreada calle 19 de abril. Parte de una vida que fue y perdura en la poesía.
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