Piloteando "el caballito perdido"-en la vereda de la calle Cerro Largo-frente a lo que es hoy día el Palacio Peñarol. |
En otro artículo me referí a mi abuela adoptiva, la tana
Lucía. Esta vez rescato de la memoria a
la única abuela que conocí, la madre de mi padre. Se llamaba Elivia Segovia, y
era oriunda de los pagos de Treinta y Tres. Había tenido hijos que llevaban su
apellido. Les llamaban “hijos naturales”, por
lo cual los habidos en matrimonio, si los hechos lingüísticos fueran
simples serían los “artificiales”. Pero todos sabemos cómo y cuándo se usan los
eufemismos, esos algodones verbales que disimulan situaciones penosas.
Yo era muy chica para andar preocupándome
por esas cosas, y cuando crecí y “supe eso” a mi padre nunca le pregunté nada, porque “de
esas cosas no se hablaba”.
La abuela Segovia, cuando no pudo trabajar más de
peona de estancia, se vino para Montevideo donde se ganaba la vida con
dos habilidades manuales muy apreciadas en la época: lavaba y tejía “para
afuera”.
Era una mujer de ojos verdes y cabellos de color castaño
oscuro. Debía haber sido atractiva en su
juventud, para mí era simplemente, la abuelita.
Vivía en un apartamento de bajos con patio grande donde estaba su útil número
uno de trabajo: una antigua pileta de hormigón. La abuela Elivia olía siempre a
lavanda. Terminaba los lavados con un enjuague que preparaba ella misma con
esas flores. Todo su apartamento se impregnaba con ese olor a limpio que salía
de la ropa. Mi madre me llevaba a pasar
el día y para mí era una verdadera fiesta, porque la abuela me había
“agenciado”- y este término es de ella- una tinita de lavar con su correspondiente tablita de madera y a
mí me encantaba jugar con agua. Me daba pequeñas cosas y yo, imitándola a ella, me hacía unos lavados
sensacionales, empapándome absolutamente toda de pies a cabeza. Lavar en la
tina de juguete era uno de mis juegos predilectos. La abuela Elivia me gustaba
porque preparaba unos maravillosos huevos fritos jugosos-además me servía dos- y porque hablaba “distinto”. Cuando terminaba la tarea
del lavado, sacaba unas sillas al patio y me decía: “Vamos a echar un vintén de
prosa”- y eso significaba que íbamos a conversar. Cuando los pañuelitos y
medias que yo lavaba se secaban me decía: “¡Ah Tololo!” Y yo intuía que con esas
palabras ponderaba mi labor como lavandera.
Antigua tina de latón y tabla de lavar |
Otra cosa que me gustaba mucho era ir con
ella a entregar la ropa perfumada a las casas señoriales. La ropa la
acondicionaba en un paquete enorme que ponía en una sábana impecable a la cual
le ataba las cuatro puntas. El paquete lo colocaba en un equilibrio increíble
sobre su cabeza, y así marchábamos las dos a “entregar”. En las casas
ricachonas nos recibían por la puerta de servicio-que generalmente daba a la
cocina- donde nos atendían encopetadas
empleadas uniformadas. Alguna amable me elogiaba el color de los ojos o los
bucles rubios. Mi abuelita
indefectiblemente contestaba: “¡Es bien ruana, mismo!” ¿A quién habrá salido?” Y
se reía de la ocurrencia. A mí no me afectaba para nada ni lo que decía ni como
lo decía, porque la abuela era querible, y nada malo podía provenir de ella.
Después de muchos años, cuando fui a Treinta y Tres y señalé en el campo a un
caballo “rubio”,- provocando las carcajadas de los paisanos que me escucharon-,
supe que ese “color” era el famoso “ruano”.
Otra cosa que la abuela sabía hacer
maravillosamente bien era tejer. Hacía unas primorosas “mañanitas” de crochet
que vendía a buen precio.
Para almacenar el dinero de sus lavados y sus tejidos usaba un pañuelo
donde ponía billetes y monedas y le ataba las cuatro puntas-como a los paquetes
de los lavados-. “La alcancía” era su opulento sostén. A mí me tejía buzos o me
hacía delantalitos con bolsillo central en la pechera, y yo-copiona siempre- también
tenía mi propio pañuelito-monedero aunque me faltaran muchos años para tener
una alcancía natural tan opulenta como la de ella.
Con la abuela Lucía, aprendí que el camino
de la conquista de un hombre era sexo, estómago y corazón; con la abuela Elivia
aprendí tan bien a lavar que no hace muchos años que compré mi primera lavadora.
Hasta
hace unos años tuve una pulsera con monedas de plata “de época” que valían
veinte centésimos cada una, y que se apodaban “chanchitas”. Yo le tenía mucho
cariño porque esas monedas eran el producto de mis ahorros “pañueriles”. La
pulsera era recuerdo de mi abuela Elivia, la que olía a lavanda. Lamentablemente, un ladrón que robó en mi casa
se la llevó. Pero lo que no se pudo llevar
fue el recuerdo imborrable de la abuela Segovia que hoy rescato en este
relato.
Recuerdas cosas entrañables, que me han despertado recuerdos de lo que vivi con mi abuela y lo que me contaba.
ResponderEliminarGracias por tus palabras Oliva. Me encantó "reflotar" este artículo que escribí hace unos años. Mi abuelita fue una persona especial- como todas las abuelas- y es la única que recuerdo. Además, soy la única de las nietas que la tiene en la memoria, porque mis hermanas no la conocieron. Se dice que los nuestros siguen vivos mientras los recordemos con afecto. Entonces, aquí está ella, con su piletón, su olor a lavanda, y sus tejidos.
ResponderEliminarDivina esa abuela Alfa ! Aquellas abuelas entrañables que sabían hacer tantas cosas. Hoy las abuelas somos diferentes. Mejores o peores ? No se, diferentes. Esperemos que el amor de los nietos sea siempre perenne. Que lo que hoy les damos a ellos les sirva para la vida, igual que lo que nos daban aquellas abuelas. Abrazo, Alfa.
ResponderEliminarLa función "abueleril" continúa-aunque hayan cambiado las actividades-. ¿Verdad? Yo veo a muchas abuelas llevando y trayendo a sus nietos. Ya no son más "abuelas lavanderas" -como la mía- porque la época cambió, pero siguen con mucha ilusión ocupándose de sus pichones.
ResponderEliminarAbuelas ciberneticas, jajaja, ayudamos a nuestros nietos con la compu, y de pronto en algún caso ellos saben más que nosotros. Los acercamos a la literatura, al arte, a las canciones. Es un rol que también se aprende dia a día. La tabla de lavar y las agujas de tejer, ya están un poco lejos. Pero es tan hermoso poder disfrutar estos peques que nos regala la vida.
ResponderEliminarYo intento conocer las tradiciones de mi zona, como un modo de recuperar a mis antepasados, porque casi no se nada de mis bisabuelos, ni sus nombres, y sin raíces hay partes de nosotros desconocidas.
ResponderEliminarIndudablemente que las abuelas actuales son "cibernéticas"-como bien dice Laura- yo como soy "más antigua" tuve una lavandera- que ya no hay más- es otra especie en extinción porque ahora hay lavadoras, o, lavaderos. Según el dinero que tengamos utilizaremos el que nos convenga.
ResponderEliminarOliva, yo intento conocer todo lo que puedo. Lamento este "árbol genealógico cortado"- que me tocó en suerte- porque me hubiera gustado conocer algo más de mis ancestros. Pero ¡quién sabe! ya inicié "my heritage"-con lo poquito que sé- quizás alguien contribuya con alguna cosita más. ¿Tú no has intentado uno? ¡No hay que perder las esperanzas! "Donde menos lo piensas, salta la liebre" ¿no? Gracias por los comentarios.