domingo, 5 de abril de 2015

F I E S T A S

La primera vivienda propia. (A mano izquierda.)Luce la chapa que le pusieron a mi marido nuestros queridos vecinos de abajo. Los de la fiesta inolvidable.

“Para mí la fiesta es ante todo una ardiente apoteosis del presente, frente a la inquietud del porvenir; un tranquilo desarrollo de los días felices no suscita la fiesta: pero si en el seno de la desgracia renace la esperanza, si uno vuelve a encontrar el enganche con el mundo, y con el tiempo, entonces el instante se pone a arder, uno puede encerrarse y consumirse con él: es fiesta. El horizonte, a lo lejos, sigue siempre nublado, las amenazas se mezclan a las promesas y por eso toda fiesta es patética: afronta esa ambigüedad y no la esquiva. Fiestas nocturnas de los amores nacientes, fiestas en masa de los días de victoria: hay siempre un gusto mortal en el fondo de las embriagueces vivas, pero la muerte, durante un rato fulgurante, queda reducida a nada.”    Simone de Beauvoir   “La Plenitud de la Vida”


Simone de Beauvoir estuvo muy acertada cuando definió la fiesta como “una ardiente apoteosis del presente, frente a la inquietud de porvenir”.  En todas las comarcas hay fiestas de diferentes clases y motivos, pero todas gozan de esa calidad de lo “efímero”- porque se nos escapa el presente,-que es lo único que tenemos-  como agüita entre los dedos y hay que disfrutarlo. Ya fue definido hace siglos como “carpe diem”- “disfrutar o agarrar el día”- porque el mañana es ambiguo. Siempre sentí, desde muy pequeña esa calidad de “pasajera” que tiene toda festividad, por lo cual si bien disfrutaba de la que fuera, al mismo tiempo, experimentaba- y aún me pasa- una especie de melancolía por lo que el tiempo irreparable se lleva, por eso, también sentí-como Simone de Beauvoir- que toda fiesta es patética.

Viví muchas y diferentes fiestas. Unas más agradables que otras; siempre con ese “sentir” de  pasajera. En mi niñez, me gustaban las de cumpleaños- porque me daban coca-cola-  no era común que hubiera todos los días- y porque había cosas ricas para comer que no eran las habituales. Tenía una prima a la que le “preparaban” vestidos para las botellitas- eran pequeñas- y decoraban la mesa hasta que una banda de niños la asaltaba. Las tortas que preparaban para el evento de ese pergenio que cumplía seis o siete años también eran fabulosas. Las que me hacían a mí eran más modestas, pero nunca faltaban   los sándwiches y  alfajores caseros, un postre Chajá que traía un pariente, y una torta de cumpleaños de varios pisos, obra maestra de mi tía y madrina.

El exquisito  y clásico: "Postre Chajá" (Imagen tomada de Internet)

 Otras festividades- que no me interesaban tanto- se relacionaban con los festejos tradicionales. Lo que se comía en esas fechas-  verano  en Uruguay-, correspondía más bien a los países europeos: turrón, fruta abrillantada, pan dulce, budín inglés-y-como comida principal, asado de vaca, de cordero, o lechón-bien adobado y hecho en el horno de la panadería- Todo de gran cantidad de calorías- y nada que me llamara poderosamente la atención.
Una parrillada típica -imagen tomada de Internet -

En las casas donde viví se celebraban las fiestas comiendo, bebiendo, y bailando. En la casa de mis tíos, donde frecuentemente se hacían distintas fiestas, la música la producía  un aparato “modernísimo”- para la época- que se llamaba “combinado”. Era un enorme mamotreto, al que se le podían poner hasta doce discos “long play”- y era todo lo automático que se podía pedir: se terminaba un disco y caía el siguiente. Constituía la envidia del vecindario. No todos podían tener uno igual.
El famoso "combinado" de los tíos era algo así. También tenía radio, por supuesto. Toda una modernidad.
          (Foto tomada de Internet)


 Se preparaban las delicias más inusitadas. Y se disfrutaba compartiendo lo que se hacía. Cada uno traía lo suyo y competía con lo que había traído otro pariente. Y había que comer sí o sí  un pedacito de cada cosa para que todo el mundo quedara contento.

Los deliciosos alfajores de maicena- rellenos de dulce de leche y "embadurnados" con coco rallado 

Recuerdo que mi tía nos decía: “¡Pero no me comieron nada!” – y prácticamente no podíamos ni movernos por todo lo que habíamos ingerido.
Desfilaron otras: de bodas, de carnaval,  de bailes, de bautizos, de inicio de vacaciones, de final de exámenes. Las mejores fueron improvisadas. Hubo  una en particular, que  quedó profundamente grabada en mi alma: cuando mi marido salvó su último examen y se  convirtió en “Doctor en Derecho y Ciencias Sociales”- título por el cual luchó con denuedo-.
En la década del ochenta del siglo pasado, no teníamos teléfono fijo;  existía el drama de que en la zona donde vivíamos no había “bornes”- nunca supe exactamente qué eran-, pero constituía un inconveniente que  nos impedía tener teléfono propio. Tampoco existían los celulares. Él iba a pasar por la Facultad antes de entrar a trabajar, y yo lo tenía que llamar para saber el resultado. Vivíamos en El  Prado, en  uno de los apartamentos de  una propiedad horizontal de tres unidades. En la casa de abajo, residía una familia que nos quería mucho y seguía día a día nuestros avatares estudiantiles. Allí fui a llamar,  después de mediodía, antes de la siesta- tratando de molestar lo menos posible-. En la casa, estaban la señora- mi queridísima Beba- y la suegra, Doña Paulina. Absolutamente pendientes de mi llamada. Cuando les comuniqué  que había salvado el último examen, las dos mujeres bailaban, saltaban, lloraban, me abrazaban y “decretaron” que esa noche tendríamos una fiesta para celebrarlo. Fue la mejor que tuve en mi vida. Teníamos una botella de whisky, ellos trajeron otra, había coca-cola- de las grandes- y Carlos trajo sándwiches, y  masitas.
Recuerdo que Doña Paulina, que tenía más de ochenta años, subió la escalera  de mi apartamento, con una agilidad inusitada. Fue una velada extraordinaria. Conversamos hasta por los codos. En el ambiente se sentían las chispas de la felicidad. Se había alcanzado una meta que- pobres como éramos- nos había parecido un sueño imposible. Esa noche, lo sentíamos hecho realidad. La alegría se expandió con todos sus colores.  Efímera, por supuesto, como es siempre la alegría,  pero absolutamente insuperable.




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