La primera vivienda propia. (A mano izquierda.)Luce la chapa que le pusieron a mi marido nuestros queridos vecinos de abajo. Los de la fiesta inolvidable. |
“Para mí la fiesta
es ante todo una ardiente apoteosis del presente, frente a la inquietud del
porvenir; un tranquilo desarrollo de los días felices no suscita la fiesta:
pero si en el seno de la desgracia renace la esperanza, si uno vuelve a
encontrar el enganche con el mundo, y con el tiempo, entonces el instante se
pone a arder, uno puede encerrarse y consumirse con él: es fiesta. El
horizonte, a lo lejos, sigue siempre nublado, las amenazas se mezclan a las
promesas y por eso toda fiesta es patética: afronta esa ambigüedad y no la
esquiva. Fiestas nocturnas de los amores nacientes, fiestas en masa de los días
de victoria: hay siempre un gusto mortal en el fondo de las embriagueces vivas,
pero la muerte, durante un rato fulgurante, queda reducida a nada.” Simone
de Beauvoir “La Plenitud de la Vida”
Simone de Beauvoir
estuvo muy acertada cuando definió la fiesta como “una ardiente apoteosis del
presente, frente a la inquietud de porvenir”.
En todas las comarcas hay fiestas de diferentes clases y motivos, pero
todas gozan de esa calidad de lo “efímero”- porque se nos escapa el presente,-que
es lo único que tenemos- como agüita
entre los dedos y hay que disfrutarlo. Ya fue definido hace siglos como “carpe
diem”- “disfrutar o agarrar el día”- porque el mañana es ambiguo. Siempre
sentí, desde muy pequeña esa calidad de “pasajera” que tiene toda festividad,
por lo cual si bien disfrutaba de la que fuera, al mismo tiempo, experimentaba-
y aún me pasa- una especie de melancolía por lo que el tiempo irreparable se
lleva, por eso, también sentí-como Simone de Beauvoir- que toda fiesta es
patética.
Viví muchas y
diferentes fiestas. Unas más agradables que otras; siempre con ese “sentir”
de pasajera. En mi niñez, me gustaban
las de cumpleaños- porque me daban coca-cola-
no era común que hubiera todos los días- y porque había cosas ricas para
comer que no eran las habituales. Tenía una prima a la que le “preparaban”
vestidos para las botellitas- eran pequeñas- y decoraban la mesa hasta que una
banda de niños la asaltaba. Las tortas que preparaban para el evento de ese
pergenio que cumplía seis o siete años también eran fabulosas. Las que me
hacían a mí eran más modestas, pero nunca faltaban los sándwiches y alfajores caseros, un postre Chajá que traía
un pariente, y una torta de cumpleaños de varios pisos, obra maestra de mi tía
y madrina.
El exquisito y clásico: "Postre Chajá" (Imagen tomada de Internet) |
Otras festividades- que no me interesaban
tanto- se relacionaban con los festejos tradicionales. Lo que se comía en esas
fechas- verano en Uruguay-, correspondía más bien a los
países europeos: turrón, fruta abrillantada, pan dulce, budín inglés-y-como
comida principal, asado de vaca, de cordero, o lechón-bien adobado y hecho en
el horno de la panadería- Todo de gran cantidad de calorías- y nada que me
llamara poderosamente la atención.
Una parrillada típica -imagen tomada de Internet - |
En las casas donde
viví se celebraban las fiestas comiendo, bebiendo, y bailando. En la casa de
mis tíos, donde frecuentemente se hacían distintas fiestas, la música la
producía un aparato “modernísimo”- para
la época- que se llamaba “combinado”. Era un enorme mamotreto, al que se le
podían poner hasta doce discos “long
play”- y era todo lo automático que se podía pedir: se terminaba un disco y caía el siguiente. Constituía la envidia del vecindario. No
todos podían tener uno igual.
El famoso "combinado" de los tíos era algo así. También tenía radio, por supuesto. Toda una modernidad. |
Se
preparaban las delicias más inusitadas. Y se disfrutaba compartiendo lo que se
hacía. Cada uno traía lo suyo y competía con lo que había traído otro pariente.
Y había que comer sí o sí un pedacito de
cada cosa para que todo el mundo quedara contento.
Los deliciosos alfajores de maicena- rellenos de dulce de leche y "embadurnados" con coco rallado |
Recuerdo que mi tía
nos decía: “¡Pero no me comieron nada!” – y prácticamente no podíamos ni
movernos por todo lo que habíamos ingerido.
Desfilaron otras:
de bodas, de carnaval, de bailes, de
bautizos, de inicio de vacaciones, de final de exámenes. Las mejores fueron
improvisadas. Hubo una en particular,
que quedó profundamente grabada en mi
alma: cuando mi marido salvó su último examen y se convirtió en “Doctor en Derecho y Ciencias
Sociales”- título por el cual luchó con denuedo-.
En la década del
ochenta del siglo pasado, no teníamos teléfono fijo; existía el drama de que en la zona donde
vivíamos no había “bornes”- nunca supe exactamente qué eran-, pero constituía
un inconveniente que nos impedía tener
teléfono propio. Tampoco existían los celulares. Él iba a pasar por la Facultad
antes de entrar a trabajar, y yo lo tenía que llamar para saber el resultado.
Vivíamos en El Prado, en uno de los apartamentos de una propiedad horizontal de tres unidades. En
la casa de abajo, residía una familia que nos quería mucho y seguía día a día
nuestros avatares estudiantiles. Allí fui a llamar, después de mediodía, antes de la siesta-
tratando de molestar lo menos posible-. En la casa, estaban la señora- mi
queridísima Beba- y la suegra, Doña Paulina. Absolutamente pendientes de mi
llamada. Cuando les comuniqué que había
salvado el último examen, las dos mujeres bailaban, saltaban, lloraban, me
abrazaban y “decretaron” que esa noche tendríamos una fiesta para celebrarlo. Fue
la mejor que tuve en mi vida. Teníamos una botella de whisky, ellos trajeron
otra, había coca-cola- de las grandes- y Carlos trajo sándwiches, y masitas.
Recuerdo que Doña
Paulina, que tenía más de ochenta años, subió la escalera de mi apartamento, con una agilidad inusitada.
Fue una velada extraordinaria. Conversamos hasta por los codos. En el ambiente
se sentían las chispas de la felicidad. Se había alcanzado una meta que- pobres
como éramos- nos había parecido un sueño imposible. Esa noche, lo sentíamos
hecho realidad. La alegría se expandió con todos sus colores. Efímera, por supuesto, como es siempre la
alegría, pero absolutamente insuperable.
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