"The Nanny" -popular serie de los 90- Actriz Fran Drescher- |
Cuando he comentado las películas de Woody Allen, he
repetido-invariablemente- que soy incondicional de él- lo cual es absolutamente
cierto-. Me quedó un tema en el tintero. Tengo en común con él, -además de que los dos nacimos un 1º de diciembre-, que fuimos torturados por diferentes niñeras.
Extrañas coincidencias del destino.
No hay duda de lo difícil que es encontrar una persona
idónea para el cuidado de niños. Habitualmente, la gran mayoría no tiene
ninguna vocación, simplemente, la toman como un remedio a una necesidad
económica. Se sabe que no cualquiera
puede cuidar infantes. He conocido casos que las han contratado tan siniestras –o
más- que las que tuvimos Woody y yo. Recuerdo una-en particular- que le daba a
un bebe de siete meses pastillas para dormir. Por esa razón, cuando la madre
llegaba-invariablemente- el niño estaba durmiendo. Como le costaba mucho
despertarlo, porque parecía drogado, siguió el consejo de su madre y puso
cámaras de vigilancia dentro de la casa. Así pudo comprobar la tropelía.
Hoy, en honor a mi admirado Woody Allen, voy a rememorar a la que recuerdo como más
siniestra y a otra buena.
Como ya lo he comentado en otras ocasiones, mi madre y mi
tía-madrina eran parteras y trabajaban fuera de sus casas en la Maternidad del
Pereira Rosell- que en aquella época, era un pabellón-Mi madre me tenía a mí, y
mi tía tenía a Ruben que había nacido en 1950. Debido a sus actividades, cuando una no
estaba, la otra la “cubría” en lo posible, pero las más de las veces,
necesitaban que alguien se ocupara de nosotros. Así llegaban a nuestras casas,
diferentes especímenes. Yo, no recuerdo cómo ni de dónde las sacaba mi madre,
pero tuve muchas que no eran aptas para cuidar niños, ni siquiera en forma
remota, porque los odiaban.
La más siniestra que me tocó en el azar de la vida, fue una
brasileña. Absolutamente negada para cuidar criaturas, dueña de una tortuosa
maldad. Se llamaba Irasema y contrariamente a lo que indica el significado de
“nacida de la miel”, lo que más destilaba era una amarga hiel. Nunca pude saber
qué había provocado en Irasema esa actitud de constante enojo. Quizás fuera anorgásmica,
porque su negatividad era absoluta. No me dejaba hacer nada. Me mantenía
sentada en el sofá del living. Sin moverme. Si me movía me gritaba. No me
golpeaba pero me amenazaba. La mayor parte del tiempo pasaba farfullando en
portugués. Un buen día quise ir al baño, y no me dejó. Me hice encima. Me
zarandeó y largué a llorar. Lloraba por
el zamarreo, pero también por el bochorno de haberme meado encima. Irasema no
pudo calmarme de ninguna manera. Si se
me acercaba, yo gritaba como un marrano. Creo que se asustó porque mis alaridos
traspasaban las paredes. Esa vez fue la última porque cuando llegó mi madre,
entre hipos, le conté cómo me torturaba psicológicamente. Con los años, reconocí el empecinamiento como
una característica de mi personalidad: si me lastiman respondo con dolor, y no
se me pasa por nada del mundo. Me queda-para siempre – una sensación de rencor
soterrado. Al punto que la puedo recordar en forma absoluta hasta el día de hoy.
Mi madre escuchó mis balbuceos entre
sollozos, los atendió y entendió. Irasema no volvió más.
Una niñera pacífica.( Imagen tomada de Internet). |
La que recuerdo como una de las buenas se llamaba Mireya.
Era muy joven y venía “con premio” –como decían en mi casa-:
un bebe de pocos meses. Vino como “empleada con cama”- es decir que vivía con nosotros, y hacía de todo, mientras tanto,
yo cuidaba a su bebe. Le decíamos “Coquito”.
Yo dejaba con gusto a uno de mis
malcriados por ese bebote que sonreía al menor intento, y que balbuceaba
incoherencias. Mireya era muy alegre. Cuando mi madre se iba, prendía la radio
y bailábamos. También cantábamos todas las canciones de moda de la época, sobre
todo boleros. Mi madre también cantaba, y por eso, sé letras de canciones desde
la niñez. (A mi juego me llamaron). Bailando y cantando con Mireya yo era
feliz.
Por otra parte, en las tardes soleadas, cuando mi madre
llegaba cansada, era ella la que me llevaba a la placita de los Treinta y Tres
a pedalear en mi triciclo. Y no salíamos únicamente a la placita, también
íbamos al Prado y al Parque Rodó y a la playa. Mireya se fue ganando la
confianza de mi madre, y mi absoluto cariño. Pero, todo lo bueno tiene su fin. Un
buen día, apareció el papá de Coquito con intenciones de casarse. Me encantó acompañarla
en la iglesia llevando una canastita con flores que me habían dado. Pero ya no trabajó más en casa, se fue para su pago natal: Paysandú. No la vi
nunca más, pero la recuerdo hasta hoy con un profundo agradecimiento.
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