Obra narrativa: "Los inmortales" de Hugo Burel |
“Condenados a la inmortalidad y al bronce, sus rostros no se vieron ni
una sola vez frente a frente.”
“Los inmortales” página 12 Hugo Burel
Fui al Teatro Alianza a ver la adaptación de Hugo Burel- basada
en su novela homónima- “Los inmortales”.
Ya se sabe que es muy difícil transformar una narración en un texto dramático. No es la
primera vez que Burel aborda esta dificultad, pero en este caso, creo que fue
más difícil. ¿Por qué? Porque desde el comienzo esta obra narrativa es ficción absoluta. Aparicio Saravia y Batlle y
Ordóñez jamás tuvieron un encuentro persona a persona. Nacieron-sí, y lo dice
el texto y la obra teatral- el mismo año: 1856- pero no coincidieron o no
quisieron coincidir- en encuentros personales. Uno era de la ciudad, el otro
netamente del campo. Irreconciliables
desde el “vamos”. Esa realidad-ficticia- es la que crea Burel con todos los riesgos consabidos.
¿Desde dónde lo hace?
En el texto narrativo, lo aborda en un preámbulo que tituló “Algunas
advertencias al lector” desde el recuerdo de su abuelo materno: Juan Guerra, al que describe escuetamente, pero con algún dejo de ternura: “apenas si sabía leer y escribir y era un gaucho
auténtico. Tenía el pelo blanco, la mirada altiva y el hablar florido de vecino
de Raigón, Departamento de San José”. Es ese abuelo el que le acercó a
Burel-niño, algunos cuentos,
que-supongo- en la fértil imaginación del nieto, “prendieron” de manera tenaz.
Así desfiló Aparicio-uno de los “inmortales”- llevándose una caballada del pueblo,- el Burel adulto deduce que fue en 1897, -fecha
clave- cuando el abuelo tendría por ese
entonces, unos nueve años. También es ese mismo abuelo el que le relata la llegada de un tren embanderado- cuando era
una novedad para todo el mundo- con un señor corpulento que se plantó en el
pescante del último vagón, y se mandó un discurso ante una multitud que lo
esperaba. Si bien, Juan Guerra simpatizaba con los blancos la llegada de ese
otro señor también le mueve el piso a juzgar por la iluminación de sus ojos.
Ese señor corpulento era el otro “inmortal” de la historia: José Batlle y
Ordóñez.
Anoté que no es la primera vez que Burel realiza este
peliagudo trabajo. Yo conozco, por lo menos,
uno más que leímos en clase con un grupo de estudiantes y también
fuimos a ver al teatro. En ese caso, fue el cuento “El elogio de la nieve”, que
“saltó” de la narración a la adaptación
teatral.
Mis estudiantes habían leído el cuento, lo habían comentado
en clase, y vieron la obra con entusiasmo.
Con el paso de los años, me di cuenta de que el entusiasmo fue más pronunciado
porque habían leído el cuento, y- todos-,
tenían una idea de lo que pasaba con
personajes sin nombre-apenas señalados por apodos o el por espacio que ocupaban en el boliche- y, al día
siguiente, en la clase tuvieron muchos comentarios para hacer.
Pero esta otra adaptación es más ambiciosa. No se trata de
la discusión de un hecho que parece inverosímil-como el caso de que haya
caído nieve en Uruguay- algo que ya
ahora, a juzgar por todos los accidentes atmosféricos que vamos
sufriendo-incluidos los tornados- ya
estamos más que dispuestos a creer- sino la creación de un encuentro- en dos oportunidades- que jamás tuvo lugar en
la historia del país: el diálogo entre los “dos inmortales”: Aparicio Saravia y
José Batlle y Ordóñez. Para eso tuvo que crear una atmósfera de afiebrado
delirio- que es posible percibir en la novela, así como también se da en la creación teatral. No sé si hubiera
podido percibir esa atmósfera alucinada,
sin la previa lectura del texto.
Los encuentros y desencuentros entre seres humanos no
siempre se dan. En muchos casos,-creo
que el de Saravia y Batlle es uno- los mismos protagonistas los eluden
sistemáticamente. En otros, -simplemente- no se producen. Las circunstancias no
se presentan, o “los planetas no se alinean” a nuestro gusto. Cuando hemos deseado con toda el alma un
encuentro que no se dio, queda una profunda melancolía por lo que no pudo ser
en el alma de los que desearon o quisieron, pero no pudieron encontrarse.
Esta obra me trajo a la memoria la “Carta en mano propia”
que Julio Cortázar le escribió a Felisberto Hernández- ya fallecido- con motivo
de prologar un libro de sus novelas y
cuentos. Vale la pena mencionarla porque, ahora, con los dos ya desaparecidos, -Felisberto
y Cortázar- es quizás posible trazar una
especie de paralelo con la obra(o las obras) de Burel.
Transcribo un fragmento donde Cortázar plantea en su carta a
Felisberto, -reitero: ya fallecido-, su sorpresa al saber que habían andado
en “rutas paralelas”, pero sin
encontrarse jamás:
(…) En estos días en que andaba dándole la vuelta a la
máquina de escribir como un perrito necesitado de árbol, encontré cosas tuyas y
sobre vos que no conocía en los remotos tiempos en que por primera vez leí tus
libros y escribí páginas que tanto te buscaban en el terreno de la admiración y
del afecto. Y te imaginarás mi sorpresa (mezclada con algo que se parece al
miedo y a la nostalgia frente a lo que nos separa) cuando llegué a un
epistolario recogido por Norah Giraldi, en el que aparecen las cartas que le
escribiste a tu amigo Lorenzo Destoc mientras hacías una gira musical por la
provincia de Buenos Aires. Como si nada, sin el menor respeto hacia un amigo
como yo, fechás una carta en la ciudad de Chivilcoy, el 26 de diciembre de
1939. Así tranquilamente, como hubieras podido fecharla en cualquier lado, sin
demostrar la menor preocupación por el hecho de que en ese año, yo vivía en Chivilcoy, sin inquietarte por
la sacudida que me darías treinta y ocho años más tarde en un departamento de
la calle Saint-Honoré donde estoy escribiéndote al filo de la medianoche.
No es broma, Felisberto. Yo vivía entonces en
Chivilcoy, era un joven profesor en la escuela normal, y vegeté allí desde el
39 hasta el 44 y podríamos habernos
encontrado y conocido. De haber estado a fines de ese diciembre no hubiera
faltado a concierto del Terceto Felisberto Hernández, como no faltaba a
ningún concierto en esa aplastada ciudad
pampeana por la simple razón de que casi nunca había concierto, casi nunca pasaba nada, casi nunca se podía sentir que la vida era algo
más que enseñar instrucción cívica a los adolescentes o escribir
interminablemente en un cuarto de la pensión Varzilio. Pero habían empezado las
vacaciones de verano y yo aprovechaba para volver a Buenos Aires donde me
esperaban mis amigos, los cafés del centro, amores desdichados y el último
número de Sur. Vos tocaste con tu Terceto en eso que llamás a secas “el club” y
que conocí muy bien, el Club Social de Chivilcoy detrás de cuyo amable nombre
se escondían las salas donde el cacique político, sus amigos, los estancieros y
los nuevos ricos se trenzaban en el póker y el billar. Cuando en tu carta le
decís a Destoc que la discusión para que te aceptaran y te pagaran el concierto
se libró junto a la mesa de billar, no me enseñás nada nuevo porque en ese club
todas las cosas se libraban así. Muy de cuando en cuando, a regañadientes pero
obligados a cuidar la fachada de las “actividades culturales” los dirigentes
accedían a un concierto o a una velada presuntamente artística, que pagaban mal
y sin ganas y que escuchaban apoyándose entredormidos en el hombro de sus
nobles esposas.”(IX-X Novelas y cuentos Felisberto Hernández. Biblioteca
Ayacucho 1985- Caracas)
Esta no es la única
coincidencia en las órbitas que se rozaron-
como sigue diciendo Cortázar- también se rozaron en Pehuajó, en Bolívar,
y hasta podrían haberse encontrado en el
barrio latino de París. Pero ese encuentro deseado por Julio Cortázar, que
probablemente también hubiera sido deseado/ compartido por Felisberto, no se
dio nunca porque nunca se concretó.
Volviendo a la
versión dramática de “Los inmortales”. Burel creó un encuentro-en dos momentos-
entre dos personalidades que jamás accedieron a encontrarse en vida. Es decir,
que por medio de la ficción logró un acercamiento que-de haberse dado- habría
podido, quizás, cambiar la historia del país sobre todo en cuanto a los enconos
que siempre nos han mantenido divididos
a los orientales.
“Así lo plantea Burel” desde el texto
narrativo:
“En todo caso,
desde la memoria de Juan Guerra a las desordenadas lecturas que alentaron estas
páginas, los inmortales se abrieron paso para encontrarse en el territorio
de una narración.
No obstante, el enigma de su obstinada renuencia a
verse cara a cara permanece intacto, y a mi modo de ver, como paradigma de
otros desencuentros que aún nos condicionan. Nuestra historia es pródiga en
silencio, en ausencias, en prologados enconos, en absurdas rivalidades y en
persistentes memorias de diferencias.” ( "Los inmortales" página 16 Hugo Burel)
En la obra dramática
me hubiera gustado encontrarme como personaje a Juan Guerra, porque siempre es
bueno rescatar a los abuelos que nos han contado historias.
La obra hay que
verla, aunque antes sería aconsejable leer el texto narrativo. Y después ir a
disfrutarla. Vale la pena.
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