El dilema de la compra semanal con una brutal inflación |
Hace años, hacer los mandados no
me molestaba en absoluto, formaba parte del entretenimiento semanal. Tenía la
compañía de mi esposo, que era un experto para las compras, y que nunca adquiría
nada de más ni fuera de estación. Teníamos un meticuloso "plan
semanal" que cumplíamos a rajatabla. Una rigurosa lista que pinchábamos en
un recordatorio hasta que llegaba el día de ir al supermercado. Cuando vivíamos
en el Prado, no teníamos el súper a mano. Había que caminar unas cuantas
cuadras hasta Tienda Inglesa, pero éramos jóvenes. No nos pesaba. Teníamos un
chirriante carrito de feria, que habíamos forrado con una gran bolsa de nylon
para que no fuera tan chismoso y sábado, o mejor domingo, íbamos por víveres.
Yo casi siempre cociné. En alguna oportunidad tuve quien lo hiciera- pagando
por supuesto- pero mi comida siempre resultaba más aceptada que cualquier otra.
La lista que hacíamos contemplaba todas nuestras necesidades. Incluso "las
de fin de mes" cuando los pesos escaseaban y había que ser muy hábil para
hacer las comidas diarias. En los primeros años no teníamos tarjetas de crédito
porque aún no se habían impuesto. Comprábamos al contado. Tan meticulosamente
que los últimos días del mes aún teníamos vituallas para hacer sustanciosas
comidas: atún, huevos, latas de
envasados providenciales. Siempre. Y eso nos salvaba. Paulatinamente empezaron
a aparecer las tarjetas de crédito. Dedicamos una de ellas para las compras de
mercado. De esa manera, teníamos la posibilidad de llevar una contabilidad
estricta de gastos. Yo seguí con la costumbre. Tengo una tarjeta que sólo
dedico a la compra del mercado.
El carrito de la compra: coqueto pero chauchón |
En los últimos tiempos la inflación es tan
grande que estoy gastando el doble de lo que gastaba el año pasado. Juro que no
modifiqué mi plan alimenticio. Para nada. Por supuesto que para contrarrestar
mis nanas, como sin sal, compro queso magro, aceite de oliva y productos sin
grasas. La carne no es mi prioridad número uno como lo fue en mi juventud, pero
no prescindo del todo de ella. Más bien sigo siendo una omnívora moderada. Como
carne, pollo y pescado por lo menos una
vez por semana. Pastas de sémola dura, las verduras que me gustan-que no
son muchas- y, en cuanto a los mariscos sólo me gustan los mejillones que sé
preparar en la paellera de diferentes maneras. Sigo siendo ordenada y metódica.
Eso no quiere decir que de vez en cuando no pida un delivery
pero,
en general, prefiero cocinar. Además, me gusta hacerlo. Para mí es una terapia.
Después de tener los ingredientes, dejo a Teodoro en la terraza para que no se me
enrede en las piernas, pongo música y me dispongo a cocinar de buen ánimo. Y
pongo empeño para que me quede bien rico,
porque me gusta invitar a parientes o amistades. Y me encanta que se disfrute
la comida. No tolero a esos desabridos que tanto les da chicha como limonada.
Me gustan los entusiastas. Por suerte, tengo unos cuantos.
Pero toda esta perorata viene por
una cuestión principal: la carestía. A medida que envejecemos, nuestra
alimentación tiende a ser más rigurosa. Los médicos nos mandan comer sin sal y sin azúcar y todo
magro quesos y carnes. Ese régimen de
veteranos es mucho más caro que la comida común y el bolsillo- la tarjeta
destinada al supermercado- lo siente. Se gasta mucho más en los mismos
ingredientes de siempre. Un pequeño carrito que ni siquiera llega a llenarse ni
moderadamente, pasa a ser una fortuna en pesos uruguayos a descontar a fin de
mes de nuestros ingresos ya mermados por la "quita" que nos hace el
Estado-que también es rigurosa- porque es cierto que tenemos al Frente Amplio en el gobierno, pero eso no
quiere decir que hayan mejorado las condiciones de vida de la clase media. Para
los del FA una persona como yo con dos ingresos, -una jubilación y una pensión-
es considerada "rica". Yo
discrepo totalmente con esa visión, porque me sacan tanto dinero que me bajaron
las condiciones de vida por las cuales luché durante muchísimos años para que
al llegar a esta edad ya provecta, pudiera vivir con cierta holgura. Minga de
holgura. Vivo mirando el pesito. Voy -desafiando a mi artrosis de rodilla- a la
feria vecinal que es más barata que el supermercado- y allí compro-también
cuando puedo- algún buen queso a menor precio. Pero aún haciendo todas esas
piruetas, estoy gastando el doble que el año pasado.
Atrabanco. Temprano en la mañana el carro de un reponedor atravesado impidiendo el paso. Más el botellerío en el medio. ¿Qué les cuesta acomodarlo en las góndolas? |
El otro inconveniente en el
supermercado son los atrabancos que se forman en los alrededores de las
góndolas de productos. Los reponedores
atraviesan los carros y tornan angustiante el pasaje porque son enormes y únicamente pueden pasar de a uno. Más de una vez veo a alguna
otra jovata avinagrada que quiere pasar antes que yo. Y la dejo. De paso, le
miro la cara arrugada-para abajo, como corresponde a una tipa amargada- y me
felicito por no tenerla tan así. Bueno creo que no tan así.
Supongo que no soy la única con
problemas.
Estimo que hay más personas con
el mismo dilema.
Habrá que seguir luchando para
poder llenar los carritos al tope con una sonrisa de oreja a oreja. Ojalá que
sí.
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