Para ir a de
París a Madrid, me vino a recoger un
transferista peruano radicado en París. Su trabajo consiste en transportar
gente de los aeropuertos a los hoteles y viceversa.
Efectivamente,
las compañías tercerizaron ese servicio. Así se diluyen las responsabilidades.
Como preguntando se llega a Roma, al final llegué a la compañía local Air
Europa, me dieron un boleto electrónico,
y volví a deambular por los pasillos buscando el “gate 10”. También pregunté y
llegué. Pero no se crean que es un único “ gate 10”. No señor. Son varios,
pero, para ubicar el que me llevaría a Madrid, simplemente, miré la pantalla.
Era el “10H”. Y otra vez a buscarlo para sentarme enseguida lo más cerca posible
de la salida. El avión salió en hora. Me tocó- como era de esperar- un asiento
en la ventanilla; -aunque le había rogado a la agencia de viajes de Uruguay que
no me colocaran en ventanilla, sino en pasillo- Hay tres asientos de cada lado.
Recé a todos los santos para que no me vinieran ganas de hacer pipí ni nada por
el estilo. El tiempo estimado de vuelo fue de una hora y dieciocho minutos.
Bien. La tripulación dio indicaciones bien precisas para los que hacían
conexiones pero para los desgraciados que nos quedábamos en Madrid, no. Le pregunté
a una empleada de la compañía dónde recogería mi valija y me farfulló: “Sala seis”. La ubiqué, allá a
lo lejos. Quedaba a miles de cuadras de
donde yo estaba. Por lo cual, peregriné
un rato largo para llegar y, encontrar
mi maleta, solitaria y abandonada la pobrecita. Otra
odisea encontrar la salida. Vi una cara conocida, era un tejano con el cual
habíamos coincidido en el hotel de París, y, que también había venido a Madrid.
Me estaba buscando porque esta vez, sí, el señor transferista estaba en tiempo
y forma con un cartel con mi nombre. De paso, como era un conductor locuaz
aproveché para hacer más preguntas. Efectivamente, el sistema es tal cual yo lo
pensé. A Leonel, que así se llamaba este portugués, lo tomaron porque además
del español, hablaba francés y, por supuesto, portugués. Con estos tres idiomas
más unas pocas palabras en inglés venía trabajando desde hacía tres años. Al
llegar al hotel, después de lograr la clave del wifi, me comuniqué con mi sobrina Ana Clara. Nos
fuimos a cenar a Casa Mingo, uno de esos
pollitos a la sidra-regado con un buen vino tinto-, que saben preparar como los dioses. Y con tan delicioso plato, el alma me volvió al cuerpo.
¡Había llegado a mi querido
Madrid! Hacía diez años que no lo veía; la última vez, fue con mi esposo cuando
celebrábamos con un viaje, los cuarenta
años de casados: año 2007.
Al día siguiente
salimos a hacer un paseo de compras y de reconocimiento. En una librería que
había ubicado Ana Clara, compré el libro
“China para hipocondríacos” de José Ovejero, que ella había dejado reservado.
Anduvimos en metro, fuimos a la plaza del sol, nos sacamos fotos con el “oso madroño”, tomamos aperitivo con aceitunas, almorzamos un pincho de tortillas con un jamón ibérico que estaba de muerte. Las dos felices con el reencuentro y la charla.
Otra delicia: un exquisito libro de viajes de José Ovejero que ya comentaré |
Anduvimos en metro, fuimos a la plaza del sol, nos sacamos fotos con el “oso madroño”, tomamos aperitivo con aceitunas, almorzamos un pincho de tortillas con un jamón ibérico que estaba de muerte. Las dos felices con el reencuentro y la charla.
Esperé a mis
amigos madrileños. La primera en llegar fue, Rita, después María, Miguel y
Luis. Eva, vino de noche al Ñeru- uno de los preciosos lugares donde se
encuentran a menudo- En el anochecer, me llevaron a ver Madrid desde lo alto.
Comimos, bebimos, conversamos hasta por los codos. Después de varios años de
ser “amigos virtuales” del Club de Libros de Rosa Montero, me llegó el turno de
verlos y abrazarlos. Y lo hicimos con muchas ganas. A cada paso, nos
abrazábamos y besábamos. Era la primera
vez que nos veíamos personalmente. Una verdadera delicia.
Quedamos de
encontrarnos al día siguiente en el “Reina Sofía”.
De mañana, me
despertó la limpiadora, pero yo todavía no estaba ni remotamente pronta,
porque tenía que bañarme con sumo
cuidado en una bañera peligrosísima, alta y resbalosa. Después de desayunar,
fui al Reina Sofía, donde habíamos
quedado de encontrarnos. Almorcé en “El Brillante”. Me pedí un delicioso
bocadillo de calamares con una cerveza. Más o menos, después de una hora, vi
que no había ningún movimiento en el Reina Sofía. No. No había porque estaba
cerrado. Era martes. En la calle no tenía wifi, así que desde un Mac Donald avisé
a mis amigos que los iba a esperar en el
mismo lugar, pero me iba a dar una vuelta por el Museo del Prado. (El Prado
cierra los lunes, el Reina Sofía, los martes.) Antes, decidí pasar por el baño. ¡Sorpresa! ¡Baño codificado! En la
puerta, tenía un tablerito digital.
Había que introducir una contraseña para que se abriera la mágica puerta. Le
pregunté a una de las cajeras que me informó que el código estaba en la boleta
de compra (menos mal que no la había tirado.) Después de digitar correctamente
la clave, pude ingresar al reino.
Pero después, acompañada
por los amigos españoles, ya no tuve más
sorpresas o inconvenientes, yo les entregué mis presentes
de Montevideo, y ellos me hicieron unos preciosos regalos: chalina, pulsera, libros, y salimos
a callejear, a comer tapas, a beber
tragos, y a conversar de todo, con gran algarabía y regocijo.
Me llevaron al templo de Debod- un antiguo
templo egipcio-regalo de gobierno a gobierno- Un lugar emplazado en un hermoso
parque donde Miguel, sacó magníficas fotos en claro-oscuro.
En el templo de Debod: María, Rita y yo |
Felicísimos por la experiencia de habernos conocido
personalmente, y con planes de futuro para volver a vernos “del lado de aquí, o
del lado de allá”, porque todo puede suceder de aquí en más.
Gracias,
madrileños, por los buenos momentos que me depararon en mi corta estadía. Me
hubiera quedado más días, también habría
viajado al Sur, - a ver a Juan Pedro- al Norte, a ver a Sonia, y a otros lados,
para ver a tantos otros que quisieron pero no pudieron acercarse a Madrid. Pero
no importa, no nos faltarán oportunidades porque el cariño sincero tiende
puentes, y nosotros, volveremos a cruzarlos con gusto para encontrarnos muchísimas más
veces.