Parroquia de la Ciudad de la Paz ( foto tomada de Internet) |
Algunas veces me referí a La
Paz, Canelones, como “el pueblo” porque eso era cuando mi padre me llevó con su
familia. No era ciudad, sino “villa” La Paz. Así nomás. No tenía la suficiente
cantidad de ciudadanos como para ser nombrada “ciudad”. Eso fue después, cuando
yo ya estaba afincada allí y luchaba a duras penas para adaptarme a esa nueva e infeliz situación. El
cambio—ya lo expresé muchas veces—fue brutal. Además de la inesperada pérdida
de mi madre, me tuve que adaptar a una familia que no conocía y a un régimen
bastante diferente al que estaba acostumbrada. Mucho más conservador, más
“cerrado”, con un vecindario curioso que me observaba detenidamente. Blanca,
rubia, de ojos claros, ¿Cómo había hecho ese “negro retinto con un ojo de
vidrio”, para tener una hija así? Él lo explicaba jocosamente y yo también. Y
no lo voy a repetir porque ya lo escribí. De a poco, fui haciendo nuevas amistades.
La escuela pública, era bastante diferente a la de monjas, pero,
paulatinamente, me fui vinculando. Nunca
tuve muchas amistades. Ni siquiera en la
escuela de monjas. Por selección natural, quizás por temperamento, porque nunca fui demasiado sociable. No huraña, pero
sí selectiva. Y de esa selección me quedaron amistades para toda la vida. Eso sí.
Al lado de mi
casa, por ejemplo, vivía un varoncito más o menos de mi edad. De vez en cuando
teníamos alguna actividad. El hula hop, por ejemplo, fue una de ellas. Su padre
le había hecho un aro de metal— mucho más pesado que el original—Ensayábamos el
nuevo baile con más o menos suerte.
En la misma cuadra, había una niña que venía a jugar conmigo alguna tarde, y,
enfrente había otra niña “única” con la que también jugábamos. De todos modos,
nunca llegamos a ser verdaderamente amigas.
Un buen día, a
mitad de la cuadra vino a vivir una familia completa: padre, madre y cinco
hijos de distintas edades: tres varones y dos chicas. Los chicos, mayores pero
jóvenes, las chicas, una joven y la otra una dulce niña más o menos de la edad del jurguillo de
mi hermana—la del medio— (La más chica aún no había llegado).
¿Cómo llegué yo a
esta nueva familia? Muy sencillo.
La niña Marita,
rápidamente se hizo amiga del jurguillo. Un día sí y otro también, recibía
patadas, mordiscones y cachetazos de la brujita. Y a mí me tocaba consolarla y
llevarla— lloriqueando— para su casa. La madre que era parlanchina y
simpatiquísima me convidaba con alguna torta frita, con algún mate, y así
empecé a frecuentar la “casa de al lado”.
Como ya expresé;
los varones eran “grandes” (al menos para mí que andaba por los once años) y
jodones. No había ningún día que no me gastaran alguna broma sobre las formas
que se me empezaban a insinuar, o sobre cualquier otra cosa que se les
ocurriera. El Nene era el mayor y ya era casado. El Negro y el Chito se casaron
por esas épocas. El Tony era el más chico y el único soltero disponible,
aunque siempre con alguna novia. Siempre fueron habilísimos para los
sobrenombres. Tony tuvo una novia a la
que habían apodado “La Tarzana”. (Era una morocha de físico imponente, que caminaba como el Rey de los monos). Como
decía el Cuque: “el apodo te lo ponen los demás y vos solo te tenés que
acostumbrar a llevarlo lo mejor posible”.
En esa familia,
siempre estaban de buen humor. El más parco era el padre, pero todos los demás
eran unos disfrutables cascabeles.
En un carnaval de
la villa, se vistieron de comparseros y salieron con tamboriles a recorrer las calles. Los
varones tocaban, y, la Tere, —que
tendría unos 18 o 20 años, en la época que recuerdo—bailaba delante de la
comparsa con una gracia inolvidable. Obviamente, la candombeada no fue bien
recibida en un pueblo que se caracterizaba—como todos los pueblos— por ser
conservador. Y ni que hablar que La Paz, lo era. Mi padre intentó prohibirme frecuentar a mis
nuevas amistades, pero cuando tenía catorce años, le armé flor y nata de batahola. Ya estaba aprendiendo a
defenderme yo solita. Nunca me permitió bailar candombe, cosa que deploro hasta
ahora; pero me quedó un gran consuelo: mi hermana chica lo baila estupendamente
bien. Da gusto verla bambolear las caderas.
El Tony, (calculo
que en esos tiempos andaría por los 18 años), era un morocho descomunal, de amplia sonrisa y
de carácter alegre. Partía las piedras. Nunca lo vi enojado o de mal humor. Yo, a los
quince años, ya había empezado a batallar por mi libertad: me conseguí trabajo,
tenía dinero para salir, y algunas veces iba al cine con él y con la
Tarzana. Él, gentilmente, le pasaba
un brazo por los hombros a ella y el otro a mí. Yo, chocha. No me enamoré de él
porque yo también tenía una colección de
pretendientes de distintos pelos: bodegueros; mecánicos; bancarios; carniceros (unos
cuantos, porque La Paz tenía muchas carnicerías—) enfermeros— había más de uno
que partía los ladrillos con uniforme y gorrito blanco— y baristas. De todo un poco. Tanto que el primer novio que me eché—de aquellos que
pedían permiso para visitar— era radiotelegrafista. Y era “exótico” porque
además de ese oficio, era de las
Piedras.
En esos años, Tony
empezó a trabajar al lado de la
colchonería de mi padre. Creo que era un depósito de materiales donde se
procesaban rellenos. Lo recuerdo porque una noche hubo un incendio y trabajamos
codo con codo para que no se extendiera al galpón de lana de la colchonería. Me
parece que fue por esos años cuando Tony empezó a militar. Mi padre, que era
colorado— decía que era “de Luisito”— no
aguantaba nada que tuviera el mínimo tufo izquierdista. Y lo señalaba así: “es
un buen muchacho, pero, es comunista”. Como si eso fuera un pecado
mortal. (En el pueblo lo era, por supuesto. Los comunistas eran seres raros,
exóticos, extraños al contexto, donde
únicamente se estilaban los colorados y los blancos. El FA no existía aún. Es
de 1971).
En 1965 me vine a
vivir a Montevideo, en 1967 me casé y le perdí la pista al Tony a su familia. Recién
ahora me contacté por Facebook con
Marita y con Tere. De todas maneras, siempre me quedaron gratos recuerdos de todos ellos,
en especial del Tony que era el menor y el más cercano a mí. En realidad, en esa “casa de al lado” siempre encontré
alegría, buena onda, refugio y generoso
afecto.