domingo, 17 de noviembre de 2019

LO IMPOSIBLE CUESTA UN POQUITO MÁS



Mi taza de la ilusión 



Desde que Keanu apareció de la manito de su nueva novia, me llovieron todo tipo de condolencias en las redes sociales. Me exhortaron a que no tomara más el desayuno en la tacita mágica, y que dejara  de  pensar en imposibles.
Chiquilinada: En las redes sociales agradecí las manifestaciones de ¿solidaridad? Pero ahora, me voy a   explayar un poco más.
En la película de Quentin Tarantino que llevó el título en español de “Tiempos violentos”—más acertada la expresión en inglés: “Pulp Fiction”— hay un diálogo sin desperdicio entre el personaje de John Travolta (Vincent Vega)  y Samuel L. Jackson (Jules Winnfield)  que, traducido,  es más o menos así:
—Tú presenciaste un milagro, yo vi un suceso insólito.
   ¿Qué es un milagro?
—Es un acto de Dios
   ¿Y qué es un acto de Dios?

   Cuando Dios hace posible lo imposible.

 Según la creencia que sostengamos, Dios (el destino, el azar, la vida, las circunstancias o lo que ustedes crean) hay una tendencia general a que lo imposible deje de serlo, o, por lo menos, que sea algo muy  difícil pero nunca irrealizable. Ya escribí sobre este tema en el texto Encrucijadas.


 Pongo otros ejemplos contundentes:

De  Maradona se dijo que  no podría jugar al fútbol- dada la robustez de sus piernas cortas- y que Monzón no podría boxear, porque tuvo raquitismo en la infancia. Bien. Ni tanto ni tan poco. Ambos pudieron ser campeones, aunque sus condiciones físicas no fueran las requeridas, porque para salir adelante en la vida, se necesita ni más ni menos que voluntad. Si se quiere, se puede. Otro factor que incide en las decisiones de nuestra vida, se llama suerte, o destino, o Dios. Según lo que creamos.

 
En Maastricht, con D'Artagnan 


En nuestros años juveniles hacíamos una lista que se llamaba “Venga y atrévase a soñar” (título de un exitoso programa de televisión de aquellos años). Ahí anotábamos más que nada sueños que, dada nuestra franciscana pobreza, parecían absolutamente  irrealizables: tener  casa y auto propios, viajar a Europa, y  otras tantas cosas que parecían en su momento de una galaxia diferente.  Cuando nos acostábamos rendidos de estudiar y trabajar, dedicábamos un rato a contarnos cuentitos. Todos tenían final feliz. Nadie nos había hablado aún de la “ley de atracción”, pero quizás nuestro instinto nos guiaba, y conciliábamos el sueño con una sensación de alegría, porque las disparatadas esperanzas nos catapultaban hacia el infinito. A mí se me cumplieron varios imposibles.  Por ejemplo: la obtención de todos los títulos que tengo colgados en la pared y que me permitieron durante muchísimos años trabajar como docente en un instituto internacional norteamericano, incluso, con cargos de alto nivel. En ese instituto tuve la gracia de conocer personalidades que venían al país por razones laborales: embajadores, empresarios, profesionales de todas las áreas, y un sinfín de gente interesante con la cual podía departir amistosamente.  Nada de eso me habría ocurrido si me hubiera quedado pura y exclusivamente en el ámbito de mi país. Pero en un determinado momento pegué el salto, y me salió bien. Allí, trabajé más de veinte años. También viajé a perfeccionarme con cursos y maestrías—porque un requisito ineludible era seguir estudiando—Y conocí otras culturas, otras maneras de pensar y de ser, que me fueron muy útiles.  Las ilusiones  nos abren puertas que pensábamos cerradas a cal y canto, y nos trasmiten una sensación de esperanza que nos mantiene en estado de alerta.
Yo seguí —y sigo— soñando. A veces, con una sensación de realidad abrumadora, que hasta me permite sentir olores queridos como si estuvieran aún conmigo.
Rosario Castillo,  decía al final de uno de sus programas:
“A pesar de todo, no dejen de soñar”.
 
Debemos tener la inconsciencia del abejorro 
¡Seamos abejorros!

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