Escuchando a Rosa Montero en
Facebook hablar de las suyas-es aficionada y las tiene de todo tipo- , me
acordé de mis “plumas”.
En realidad, pocas veces usé
esta palabra para referirme a las lapiceras de cargar tinta, o, a las biromes-
tan populares por acá-
Las “plumas” se llamaron así porque las primeras que se usaron fueron de
aves—como la que puse de ilustración, sacada de internet—.
Yo no tuve plumas de verdad,
pero sí unas cuantas lapiceras de
distintos tipos a las que se les adosaba una pluma “cucharita”—así se
denominaban—, pero nunca fui una aficionada porque en mi juventud hice un curso
de secretariado comercial que incluía dactilografía y empecé a escribir a máquina. Me aficioné a
la máquina de escribir primero, y a la computadora después.
Sé que hay profesionales de la escritura, del cine o del teatro, que escriben a mano. No es mi caso. Yo,
generalmente, escribo a máquina y sin mirar las teclas porque logré hacerlo
bien en años de trabajo oficinesco. Aquellos
tediosos ejercicios de asdf/ ñlkj, dieron resultado después de hacerlos minuciosamente. No fue fácil para
mí que había aprendido a escribir a máquina con dos dedos, pero, en la vida se
logra casi todo, cuando se le pone constancia.
Cuando era niña, iba a una
escuela de monjas. Eran severas y autoritarias, pero yo no les daba mucha
pelota porque me gustaba mucho charlar con las otras internas. Por razones del
trabajo materno, fui medio pupila durante un tiempo. Significaba ir de mañana
temprano con un regreso al atardecer. Me
gustaba más o menos porque me aburrían las “labores”- así se les llamaba a las
clases de costura y bordado, dos disciplinas para las cuales nunca fui dotada
ni nada que se le pareciera. Mis carpetas lucían unos toscos bordados, y mis
costuras eran caminos de hormigas. En cambio, me destaqué siempre en todo lo
que tuviera que ver con letras. Y a eso me dediqué en cuanto pude. Para eso, sí
usaba “plumas”, pero no eran portátiles sino que se llevaban en una cajita y se
colocaba una en la lapicera. En el medio del banco escolar había un agujero que
era para colocar el tintero. (Siniestro aparato que me dejaba el portafolios y
las manos a la miseria). Tuve que aprender a dominarlo. También tuve unos
involcables. Que eran más siniestros que los otros porque, según la inclinación
que tenían, se volcaban o no. A mí se me volcaban casi siempre y, a la tarea
escolar, se le agregaba la doméstica para limpiar los enchastres que se me armaban.
Con esas primeras plumas,
aprendí a escribir las tareas escolares y las imaginativas. En el colegio, las
imaginativas eran las redacciones. Nos daban un título o un fragmento de texto
dictado y había que continuarlo de manera coherente. Eso me gustaba y me
divertía. Y las plumas, aún mojadas de más, daban el resultado esperado.
Trabajaba con un secante debajo de la hoja para evitar las posibles manchas.
Esos secantes eran de propaganda y me los regalaba un pediatra muy simpático,
colega de mi mamá. Siempre tenía unos cuantos a mano, porque la tarea tenía que
presentarse impecable.
Escribir y producir un texto
con esas plumas era un trabajo enormísimo. Ahora me doy cuenta de que los
jóvenes actuales podrían-si quisieran- escribir sin tantos problemas como los
que tuve yo en esos comienzos infantiles.
Cuando cambié de la escuela
privada a la pública, además de la novelería encantadora de tener compañeros
varoncitos, el sistema era el mismo:
tintero al medio y a compartir con el otro ocupante de banco. Por suerte me
tocaron varones prolijos y podíamos trabajar cada uno en lo suyo sin reyertas
ni altercados.
Dedicatoria de la maestra de quinto año que detectó que mi área era Letras
En quinto año escolar empecé
a mirar con interés a los varones de la clase o, a los más grandes que todavía
usaban pantalón corto aunque ya tenían vellos en las piernas. Ahí la escritura-ya
con biromes- me sirvió para contestar
esquelas amorosas, escritas torpemente, con muchas faltas de ortografía. Yo
firmaba “AST” y ese hecho causaba hilaridad.
En esta época de pandemia, usé parte del tiempo en ordenar papeles y textos. Así recuperé un álbum-creo que fue de sexto año, cuando ya terminábamos la primaria- con dedicatorias de todo tipo. Hay una en especial que vino a mi memoria cuando la vi. Está escrita por la maestra, pero la firma es de uno de mis adoradores más acérrimos. Era tan empedernido, que me perseguía a la salida de la escuela, gritándome improperios de todo tipo. Supe después que era el deseo acumulado el que lo hacía actuar así, porque al poco tiempo, a la hora del recreo nos dábamos unos besos enormes llenos de saliva y migas de bizcochos. Ese primer besuqueador se llamaba Héctor.
Pueden ver el texto- con la letra de la maestra y el comienzo de la firma con letra de varón-. Cubro el nombre completo del susodicho porque sé que vive en Estados Unidos, y quizás no le guste verse reflejado en estas líneas. No sé.
Y toda esta elucubración fue
a raíz de las dichosas plumas de Rosa Montero.
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