lunes, 18 de julio de 2011

la partera Tabárez, mi madre


A veces, escribir es como cantar: dulcifica las tristezas. Otras veces es como una confidencia que alivia las amarguras. Por eso escribimos.”
Julio César Puppo “El Hachero”

De mirada melancólica, más bien triste, mi madre llevaba la pesada carga de criar sola a una niña que le había nacido rubia y de ojos celestes-paradoja del destino para ella que era, como le gustaba decir: “una morocha clara”-.
Ahí estoy yo, con la rodilla izquierda lastimada-vaya a saber en qué correrías- mirando al que saca la foto, muy lejos todavía de los avatares que me dejarían huérfana a los nueve años.
Mi madre fue –probablemente- una mujer “feminista”. Había estudiado, mejor sería decir “se había preparado” para ejercer la profesión de partera, no demasiado alejada de lo que hacían las mujeres en su época, pues muchas eran comadronas de oficio por pura necesidad. Ella también por pura necesidad necesitó de un trabajo para ganarse la vida. Pero el que eligió le gustaba y lo hacía con total dedicación.
Divorciada –según lo que me contaron-, cuando yo nací, su lucha incluyó mi presencia y la necesidad de criarme y educarme. Lo hizo siempre con abnegación. Nunca me faltó nada. Ni amor, ni juguetes, ni colegios pagos, ni clases de ballet, ni clases de piano, ni libros. Me estaba dando la educación para niñas de clase media-que aunque cueste creer el país la tuvo- y ella lo hacía trabajando todas las horas que fueran necesarias. En 1950-década en la cual más o menos se sitúa esta experiencia- no había tanta sociedad médica, tanto médico especialista, tantas idas y venidas, y análisis clínicos para diagnosticar y paliar una enfermedad. Un buen médico de medicina general, sabía diagnosticar un mal simplemente mirándole los ojos al paciente y pocas veces se equivocaba. Como no había tanto de nada, mi madre, además de las horas que cumplía en la Maternidad, atendía todo lo que le cayera a mano: un inyectable, una tomada de fiebre, una visita para reconfortar, atención especial para tener un niño,-en casa había un dormitorio especialmente preparado- y, para los enfermos graves, una “tomada” de mano cuando ya no quedaba nada que hacer. Jamás negó un servicio. Fuera quien fuera, con dinero o sin dinero. Las recompensas eran más que nada, afectivas. Ella quedaba satisfecha tanto cuando ayudaba a llegar a uno que luchaba por nacer, como cuando acompañaba a un enfermo al que irremediablemente se le iba la vida.

“Morocha clara”, de ojos castaños, con largas pestañas. Todos los que la conocieron me dijeron que era muy hermosa. Para mí, indudablemente lo era. Recuerdo muy nítidamente la suavidad de su piel. Únicamente volví a sentir esa misma tersura cuando nació mi hermana pequeña.
De acuerdo a la época, tenía un buen cuerpo, y sobre todo una hermosa sonrisa. No sonreía con frecuencia, pero cuando lo hacía yo sentía que dejaba a muchos sin palabras.
Era de carácter fuerte. No se amilanaba por tonterías. Siempre afirmaba que una partera debía tener fortaleza para ayudar a traer vida.
Junto con mi madrina, también partera, fueron las mujeres más luchadoras que conocí en mis primeros años. Ambas me inculcaron el gusto por el estudio y el trabajo.
Eran testigos de muchas miserias en las historias de hospital. Sabían hacerse cargo. Sin ser exactamente religiosas practicantes, ayudaban en todo lo que podían, muchas veces, dándoles dinero de sus propios peculios a las madres pobres y abandonadas.
La partera Tabárez, era culta en forma autodidacta. La prueba son los libros que aún tengo de su biblioteca. Falleció en 1955, por eso no se puede decir que sean libros actuales, pero sí que era buena lectora. Pongo algunos ejemplos: las obras completas del anarquista Rafael Barret- de quien nadie se acuerda demasiado- Carlos Roxlo y sus “Luces y sombras” –otro olvidado- Emilio Frugoni-más o menos recordado de vez en cuando por el Partido Socialista- pero no por sus escritos de apoyo a los derechos de la mujer, en “La mujer ante el Derecho”.
Como tenía que trabajar largas jornadas afuera, siempre tenía una colaboradora limpiadora/ niñera. A veces, yo tenía suerte y venía una muchacha que sabía jugar; pero la mayor parte de las veces, las mujeres se dedicaban a escuchar la radio mientras limpiaban distraídamente. Yo me aficioné rápidamente a la lectura, y, como también mi madre era buena lectora, muchas veces pasábamos las horas libres, leyendo cada una sus cosas. De pronto, le comentaba algún cuento y ella me festejaba las ocurrencias. El cariño que nos profesábamos se sentía hasta en el aire.
Durante las horas que ella no estaba, la situación cambiaba según la personalidad de la de turno. Hubo una brasileña que me decía “nene” y me había prohibido bajar del sofá, por lo cual me tenía que pasar largas horas sentada con las revistas o los libros sin poder ni siquiera chistar. Me había aterrado con sus ojos duros y sus amenazas, hasta que un día me armé de coraje y se lo confesé a mi mamá, que tomó de inmediato las medidas necesarias. La brasileña se fue más rápido que ligero, mirándome aún con sus centelleantes ojos, farfullando y clamando venganza.
De las más buenas recuerdo a una jovencita que se llamaba Mireya- como la del tango- Vino a trabajar “con cama” y con su bebé “Coquito”. Había venido del Consejo del Niño, donde la había internado su familia por “pecadora”.En realidad, era una inocente paloma del interior, que terminó de crecer en mi casa, y se casó al poco tiempo con el padre de su niño. Un final feliz, pero no me incluía a mí, que volvía a quedar a merced de alguna otra siniestra cuidadora.

Élida Juana Tabárez Rosende era una mujer elegante. ¿O lo serían todas en esos tiempos? En la foto se la ve vestida con un traje sastre de color claro, cartera y zapatos veraniegos de loneta, de tacos altos al tono. Usaba un maquillaje suave y rouge oscuro en los labios. No se la veía desaliñada jamás. Siempre impecable, de pies a cabeza, con ropa de “entrecasa”, con la “ropa de paseo” o con la “ropa de trabajo”, su túnica de partera.
Además de la lectura, compartíamos otras aficiones: el cine, el teatro, el baile y el canto. Apenas tuve edad suficiente, iba con ella a los cines “continuados” que exhibían filmes aptos para menores.
Generalmente eran musicales de cine mexicano o americano. Después ambas reproducíamos los pasos de baile que habíamos visto en la pantalla. También aprendíamos las letras de las canciones de moda que venían en una revista que se llamaba “Cancionera” y, cuando podíamos escuchábamos juntas la audición radial “México canta”.
Tenía una voz armónica y un buen oído que le permitía entonar hasta cuando tarareaba en la cocina. Atesoro como un bien preciado de la memoria esos preciosos momentos compartidos con gusto por ambas.
Una muerte trágica y repentina la sacó abruptamente de mi vida, pero nunca de mis recuerdos.

5 comentarios:

  1. Bien Alfa! Muy elicado ese recuerdo de tu mama y de tu niñez. Yo lo lei con mucho interes, ademas, porque es una descripcion, supongo de esa `epoca en Montevideo. Ciudad que por aquel entonces formaba parte de las misteriosas tierras allende los mares, para un europeo, naturalmente. Tus años de los 50 fueron aquellos que me vieron llegar a mi, en Tierras de Indias, jajaja...en Venezuela. Se nota mucha ternura en lo que escribes. Y no podia ser de otra manera hablando de la propria mama. Una pregunta: porque no te asesoras para que automaticamente, al salir un post tuyo, sea noltificado via email a los amigos que indiques? Ciao y felicitaciones.

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  2. Gracias por tu comentario, Aldo. Sí, el recuerdo de mi mama está relacionado con ese MVD que no existe más: el de barrios, donde había mucha solidaridad vecinal. Si faltaba un poco de azúcar, se tocaba timbre en la puerta del vecino y se solicitaba una tacita que jamás se negaba y tampoco se recibía como devolución. ¡Faltaba más!
    Ahora ni se te ocurra solicitar una ayuda, una mano, un favor-como dice alguna letra de tango-

    Anduve revisando ese asunto de notificar por mail a los amigos -sé que tú lo haces porque me llega un mail con tu publicación reciente, pero aún no encontré el "botón" adecuado.... seguiré insistiendo.

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  3. Eres la que conocí hace como cincuenta años? Ismael.

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  4. Alfa: eres la que conocí hace cincuenta años? soy Ismael

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    Respuestas
    1. Conocí a alguien que se llamaba como tú-hace como cincuenta años-, y como con ese nombre fuiste el único supongo que sí, que soy la misma, indudablemente, con canas, arrugas, kilos y todas las bellezas que vienen con la edad.

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