viernes, 2 de septiembre de 2011

CELULARITIS

Finalmente, aquí está mi celular. ¡Ya no soy extraterrestre!
Confieso que me resistí. Como doncella azorada ante los primeros manotazos, me resistí; pero llega un punto en que no hay más remedio. (Tampoco para la doncella, claro) O te comprás un celular y lo usás o no pertenecés a este mundo. En este mundo, cualquiera te pregunta por el número del celular y si le decís que no tenés, ahí sí levantan la cabeza y la mirada de asombro que recibís es absolutamente inigualable. Finalmente, tenés que comprarte el maldito aparatejo, hacer el esfuerzo de-aún con dedos reumáticos y torcidos irremediablemente-, aprender a usarlo lo mejor posible. Mensajito para aquí, mensajito para allá. Así te llaman unas cuantas veces los de Antel, para-en lugar de hacer lo que tienen que hacer que es darte un buen servicio- ofrecerte entradas bonificadas para ir a ver a Gal Costa, o a Larbonois Carrero, o a cualquiera que ande dando espectáculos por la zona. No importa, si a vos te gustan o no, si vos querés o no que te mensajeen, y si tenés o no ganas de ir, las ofertas te llegan en forma de mensajitos y vos los tenés que abrir sí o sí. Porque ¡ahora tenés celular! ¡Y sí; es para eso! ¡Para molestarte,claro!
También confieso que me resistí porque pensé que no era un adminículo necesario. ¡Si yo viví en El Prado, una montaña de años sin teléfono fijo porque no había bornes! Si los más jóvenes no saben lo que son bornes, averigüen porque yo tampoco sé. Lo que sí sé es que no tener eso, me tuvo sin teléfono durante añares. ¿Cómo nos arreglábamos? ¡Con buenos vecinos! ¡Con teléfonos monederos en lugares estratégicos! Si tampoco saben lo que eran los teléfonos monederos, googleen que van a encontrar alguna información. ¡Yo no voy darles todo servido en bandeja! No. No son los teléfonos con fichas, ni con tarjetas. Esos vinieron después. En mi primer empleo, en las afueras de Las Piedras, en una localidad que se llama El Dorado, el teléfono  era con manivela. Se daba vuelta la manivela, se levantaba la horquilla y una operadora nos pedía el número con el que queríamos comunicarnos. La comunicación no era directa, era a través de la telefonista, que, si no le gustaba nuestra voz o estaba con el período podía tenernos siglos sin darnos la ansiada conexión. En mi segundo empleo ya en Montevideo, trabajé con centralita. Otro aparatejo añejo que tenía varias líneas para atender. Obviamente no era digital ni tenía lucecitas  de colores sino unos potentes timbres que taladraban los oídos y había que atenderlos  lo más rápidamente posible o morir en pleno delirio.
Actualmente me da  pena ver a tanta gente conectada al santo botón. Los veo que saltan en el supermercado cuando suena el celular con música de cumbia y les preguntan algo tan trascendental como si van a traer coca cola de a litro o de litro y medio. La persona llamada queda debatiéndose en la resolución de ese dilema. ¿Un litro o un litro y medio de coca cola?
También me apena encontrarme con conocidos que cortan la más interesante de las conversaciones, para atender una llamadita. Piden disculpas, ponen cara de “persona importante” y atienden. Se disculpan  pero una queda como en falsa escuadra sin saber qué hacer. ¿Lo espero o lo mando a cagar?  Esta última expresión y otras similares están de moda, así que no se ofendan, y si no me creen lean alguna de las novelas de Piñeiro. 

Ahora yo también tengo celular y lo uso. Hoy por ejemplo, lo usé para pasarle un mensaje a una amiga colega. Estaba en una clínica, esperando pacientemente mi turno para sacarme una placa de estos dedos que últimamente tengo endurecidos. Llegaron dos gordas-más gordas que yo, créanme, por favor- y una de ellas sacó su utensilio y llamó a –por lo menos- medio Montevideo para informarle que sí que estaba en la clínica, que sí que tenía que esperar, que sí que le iban a hacer lo que le tenían que hacer pero que ella era socia de CRAMI y no había traído el carné, y no sin carné no podían atenderla enseguida, estaban “chequeando”. Sí tenía la orden pero no el carné. Casi  me arrepentí de no haber llevado para continuar la lectura de la  novela de Claudia Piñeiro que estoy leyendo, una escritora argentina que me gusta mucho. Justamente, estoy leyendo la última que publicó: “Betibú”. ¿Por qué no la llevé? Porque yo me sumerjo en lo que leo, y puedo hacer cualquier cosa: morisquetas, reírme hasta tirarme en el piso, llorar desconsoladamente, zamarrear al desconocido de al lado para contarle o comentarle una  divertida escena. En fin. Soy un peligro. Y leyendo las palabrotas que emplea Piñeiro, que no tienen desperdicio, porque son “las de acá”, corro muy serios riesgos. Y los que están alrededor también. Así que la novela quedó en casa. Traté de dormitar, pero la cháchara de la gorda no me daba tregua. Levanté la cabeza y vi que todos los que estaban en la sala de espera estaban tan molestos como yo. Un señor mayor, con pinta de placa de próstata, me la señalaba con las cejas como diciendo qué gorda otaria,otra pendejita para ecografía mamaria, revoleaba los ojos enloquecidamente. Todos tenían los ojos como huevos duros. En un momento dado, creo que después de cuarenta minutos, me llamaron para sacarme la placa. Cuando salí la gorda continuaba. Había cambiado de tema, ahora estaba en el dilema de que el miércoles se iba a Punta del Este y tenía que conseguir una empleada que le fuera a limpiar el apartamento porque el fin de semana  habían ido “los chicos”. Todavía de yapa, para colmo de males, la gorda ordinaria se me hacía la argentina. Tuve que esperar otra media hora por el resultado. Me senté y le pasé otro mensaje a la colega, que me contestó: “Ya tenés material pa’ prosa”. Y sí, Irene, tenías razón, aquí está. Gracias. Buen fin de semana, querida.




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