Alberto y Marisa, "50 de casados y 6 de novios" |
En la´"ultima cena" se destaca en primer plano, la parejita estelar |
Hacía mucho tiempo que no hacía viajes largos. El año pasado, cuando murió mi esposo, me propuse seguir adelante como a él le hubiera gustado que lo hiciera. Puse toda mi voluntad en lograrlo, lógicamente, con altibajos. Los proyectos de viajes juntos estaban –y están aún- encarpetados. Vale la pena recordar que la vida también es un viaje con principio y final. Él tuvo que emprender la última etapa sin mí. Como vivió siempre procurando mi felicidad estoy segura de que me alentaría a realizar sola los viajes que planeábamos juntos. Por eso dediqué a esta primera excursión de once días, una delicada preparación que comenzó hace meses. En primer lugar invité a mi hermana y a mi cuñado para que me acompañaran. Felizmente aceptaron.
Un par de amigos entrañables, con los cuales tengo en muchos aspectos, gustos similares, me recomendaron este viaje con la empresa Elpidio Campos. Sin embargo, a pesar de que me habían “aleccionado” con total entrega, todo lo que me escribieron y dijeron quedó empequeñecido por la experiencia propia. Vi paisajes de una belleza inigualable y aterradora. Los precipicios -a medida que subíamos-, cortaban el aliento. Di profundamente gracias a la vida, o a la divinidad que fuera por concederme esta oportunidad única de llegar a una altura increíble y poder hacerlo con una relativa salud, sin excesivas zozobras ni malestares. Me convertí por unos cuantos días en una india de ojos azules, con el “acuyico” de coca para disminuir el “mal de altura” que –dichosamente- apenas me produjo un cansancio mayor que el que siento en el llano. Partimos el sábado 19 desde la agencia misma, acompañados por un guía coordinador y dos conductores. Los tres demostraron una excelente eficiencia y una paciencia infinita para atender los reclamos de todos los pasajeros. Los treinta y seis viajeros-que quedamos en treinta y cuatro- constituimos un microcosmos humano tan multicolor como las montañas; y, por supuesto, con todas sus virtudes y defectos fuimos una sociedad en miniatura, que reflejó la variopinta humanidad. Los entusiastas parlanchines de potentes voces que no dejaban dormir en la noche, los quejosos que encontraban incómodo el ómnibus o cualquier otra cosa, los más jóvenes que querían pachanga, y los veteranos - que éramos la mayoría- con sus manías y resistencias diversas. En mi la más notoria fue la de negarme a acercarme demasiado a los precipicios por el miedo a la endeblez de mis piernas hinchadas. Como buena tozuda que soy, me asomé hasta donde quise- y no más de eso- con sumo cuidado. Tuvimos unos guías y conductores sensacionales, pero el escarpado camino sembrado de pequeñas capillitas-con cruces indicadoras de muertes- llamaba a la prudencia.
Quiero empezar este anecdotario contándoles un episodio-que no es el primero- pero involucra a una especial y simpática pareja con la cual compartí el ascenso al cerro de la milagrosa Virgen de Salta el domingo 27 de mayo, previo a la partida hacia Paraná.
Ustedes ya saben que yo soy un cronopio y que, como a todo cronopio, me ocurren cosas insólitas.
Esta vez, mis amigos ocasionales fueron Alberto y Marisa. Son una pareja que cumplió cincuenta años de casados y seis de novios-como afirman sin vacilar- y por ese motivo la hija les regaló la excursión al Norte Argentino. Marisa me comento que planeaban ir al cerro de la Virgen en las últimas horas en Salta, -de paso me invitó- porque su hermana menor iba todos los años, y Alberto, aceptó complacerla. El plan era: ir al cerro de la Virgen en taxi, luego me regresarían a mí al hotel porque ellos querían ir también al teleférico. Desde el hotel nos procuraron un taxi. Ahí hubo una lamentable confusión. Cuando llegamos al cerro preguntamos al primero que vimos, dónde estaba la Virgen, nos contestó que allí no había ninguna Virgen, pues era el lugar del teleférico. Volvimos al taxi-que nos esperaba- Alberto se contuvo a duras penas y marchamos-esta vez sí- al Cerro de la Virgen. En esas vueltas perdimos más de media hora. Al llegar al verdadero cerro, nos encontramos con la novedad de que no se podía subir hasta la cima en taxi. El aire húmedo y frío de la mañana se había transformado al mediodía en un agradable calorcillo. Ante nuestra vista, se nos presentó un camino escarpado, de no sé cuántos metros con dos opciones: el pavimentado y el de monte. Nos aconsejaron el camino del monte que era más largo pero menos empinado. Emprendimos el ascenso por el abrupto pasaje con Alberto-esta vez sí- bajo protesta total. Allí marchaba, afanoso, “rezando” su rosario personal de puteada tras puteada mientras Marisa trataba de calmarlo. A su vez, desde el camino pavimentado, nos seguían fieles guardianes- que como todos los guardianes del mundo son severísimos- exhortándonos al silencio.
“¡Silencio!”, -nos decían en susurros- “¡Están perturbando la meditación!”
–“¡Qué meditación ni meditación!”- Les gritaba Alberto enfurecido.
Árbol florecido con rosarios de colores |
Para descender tomamos el camino pavimentado, que, en bajada, nos resultó facilísimo. No nos resbalamos ni nos caímos y encontramos al taxi firme en su puesto de espera. A Marisa y a Alberto no les quedó ánimo ni tiempo disponible para ir al teleférico. Regresamos al hotel a “prolijearnos” a lo gato- ya no teníamos derecho a habitación- quisimos comer en lo de Luisito-restaurante chino a media cuadra- pero estaba cerrado. Por consejo de la recepcionista, fuimos al restaurante “Cuatro Siglos” donde unos exquisitos refuerzos de queso y jamón crudo acompañados por unos refrescos nos devolvieron el alma al cuerpo. La foto de “la pareja estelar” es de ese momento. Alberto prometió volver al cerro únicamente en helicóptero. ¡Felicidades, Marisa y Alberto! ¡No pueden negar que fue un vía crucis con un final feliz!