Hoy leí un artículo conmovedor de Rosa Montero. UN TRIUNFO CON SUFRIMIENTO AL FONDO, que me trajo a la memoria un borrador que estaba esperando concretarse en esta crónica. Más de una vez, pensé en eso que ella afirma en más de una ocasión: “en una vida hay varias vidas” y según sus vericuetos somos y hacemos.
Cuando me casé a finales de los sesenta del siglo pasado, habíamos dejado de estudiar pero apenas pudimos organizarnos volvimos al ataque. Con mi esposo teníamos la firme convicción de que teníamos que concluir nuestras carreras profesionales. En el Uruguay, corría la nefasta década del setenta pero éramos jóvenes y pese a todas las contrariedades que pasábamos, estábamos llenos de ilusiones. En 1975, conseguí un empleo en una casa de venta y reparación de máquinas de oficina. El sueldo que me ofrecieron no era mejor que el que tenía anteriormente, pero, en cambio, me ofrecían una comisión por ventas de salón, que según el contador me iba a resultar muy beneficiosa. La empresa –una S.R.L.-tenía tres dueños que eran socios. Concreté mis condiciones con uno de ellos. Le informé que era estudiante y que necesitaba hacer un horario especial que me permitiera llegar al Instituto a las seis de la tarde. Obviamente me preguntó que estudiaba esperando que le contestara algo así como “Ciencias Económicas” y quedó estupefacto cuando le contesté que estudiaba “Letras”. ¿Letras? –Me preguntó mirándome como si fuera una marciana- y “eso” ¿Para qué sirve?
Después de mi explicación, aceptó sin problemas y comencé a trabajar de inmediato. El oficinista que se retiraba fue el encargado de prepararme. El trabajo no era difícil, simplemente había que darle ritmo, porque además de la facturación, había que atender el salón de ventas, los teléfonos, y- además- tenía que salir a la calle a cobrar y a “hacer los bancos”. Gracias a las tareas de exterior, caminaba muchísimo, y como si hiciera un adiestramiento especial, había adelgazado varios kilos sin proponérmelo. En el mismo local funcionaban dos empresas: La S.R.L. –que era el taller de reparación donde yo trabajaba- y una S.A. que era la que importaba las máquinas de oficina. Tenía un fabuloso compañero de salón con el que me llevaba de maravillas. En realidad, me llevaba de maravillas con todos porque estaba habituada a trabajar con varones y me llevé siempre mejor con ellos que con las mujeres. La fórmula es sencilla: si una los trata con naturalidad, sin hacerse “la estrecha” no hay problema, después de un tiempo, la confianza se afianza.
-Me gusta verte pasar para el fondo, porque tenés un buen culo- me dijo un día uno de los mecánicos.
– Ya me lo han alabado en otras ocasiones. Mucho mejor que el de tu mujer, ¿verdad? Le contesté. La carcajada de los compañeros y mi rápida y agresiva respuesta lo descolocó.
En 1979 apareció un nuevo socio. Según los otros dueños, era para “poner más capital”, pero el señor entró con mano muy enérgica a imponer sus criterios. Lo primero fue despedir a dos empleados de medio tiempo que “pasaban los libros”. Yo me fui un día con permiso especial para preparar un examen de Literatura Universal. Como ya lo he comentado en otras oportunidades los exámenes eran kilométricos. Había unidades de análisis de textos y otras de información general, tan interesantes como leer la guía de teléfonos, pero había que prepararlas. Tres días no me bastaron y me pedí otro más. Cuando regresé me esperaba mi compañero de salón con cara de preocupación.
- Fulanito quiere hablar con vos antes de que empieces a trabajar- me dijo. Fulanito parecía estar esperando mi llegada porque apareció de inmediato con su cara de pocos amigos y me espetó lo siguiente:
-Le quiero comunicar que no le permito más hacer horario corrido. Si quiere mantener el empleo, tendrá que trabajar con horario cortado. Además tendrá que tomar la licencia con el resto del personal.
-Pero Fulanito, le dije- yo estoy prácticamente terminando mi carrera, me falta apenas un año y las prácticas docentes para recibirme.
- Y bueno. Me dijo. Trabaje o estudie. Usted decide.
Y puesta en la encrucijada, decidí.
-Voy a seguir estudiando, Señor- le dije.
-Queda despedida. Agarre sus cosas y váyase.
Fue lo que hice. Cuando salí a la calle, las piernas me temblaban. No hacía frío, era a principios de diciembre, pero yo estaba congelada. Cuando reaccioné había caminado sin darme cuenta, y me encontré cerca de El Prado-donde vivía- prácticamente a pocas cuadras de mi casa. Llegué demudada. Mi esposo ya estaba saliendo para su trabajo. Cuando me vio, sin que le dijera nada, me preguntó.
-¿Te despidieron?
Recién ahí me eché desconsoladamente a llorar en sus brazos. El mundo se me vino abajo. Con mi sueldo y mis comisiones-que eran buenas- pagábamos la cuota del primer apartamentito que compramos por medio del Banco Hipotecario. La cuota era altísima y se ajustaba anualmente. Con el sueldo de mi esposo, comíamos y nos mal vestíamos. Tener que prescindir de mi ingreso era realmente una verdadera catástrofe.
-No te preocupes, me dijo Carlos:- “Dios aprieta pero no ahorca”. Te tienen que pagar seis meses de despido y tendrás otros seis meses de Seguro de Paro. ¡Vamos! ¡A sacar al Perrito Extra! *
Dios no me ahorcó. Conseguí otro empleo, paliamos la situación hasta que terminé la Licenciatura y me convertí en Profesora.
Otro “triunfo con sufrimiento en el fondo”.
El taller y la empresa de importaciones se fundieron. La foto que ilustra esta crónica es de los locales abandonados.
Como muy bien dice Rosa: “en una vida hay varias vidas”.
Hoy les conté una de las tantas mías.
*En Montevideo, se editaba un diario que se llamaba “Extra”. En su primera página tenía un perrito que mostraba sus dientes.
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