Felisberto Hernández en una de sus clásicas fotos |
Fue un domingo para
disfrutar desde temprano. Me preparé el desayuno y me lo llevé a la cama en mi bandeja
portátil, disfruté del esplendor de la luz
mientras hacía crujir las tostadas con mermelada. La fecha coincidió con
“el día del niño” y aunque todo el mundo dice que no lo festeja, en el muro de
mi facebook, aparecieron muchos saludos alusivos. La mayoría se refería al “niño que llevamos en nuestro interior”-
lógicamente- porque a estas alturas del partido, no nos queda nada más que eso: el niño
interior. Ese pequeño pícaro que anda
por ahí.
Decidida a aprovechar el
buen tiempo al aire libre, me preparé y me fui caminando hasta el Parque Rodó.
Desde mi casa no son muchas cuadras y estaba hermoso para caminar. ¿A ver qué?
Una vuelta por el Museo de Arte Contemporáneo donde montaron “La máquina Felisberto”, quizás más tarde un almuerzo en el Rodelú. En fin, tarde de paseo
al aire libre.
Al llegar al Parque aún
estaban los puestos de la feria dominical, y como me ocurre muchas veces con la
lateralidad, (¿derecha, izquierda
arriba, abajo?) me perdí. Sé
dónde está el museo, pero los puestos ambulantes me despistaron. Veía el
edificio, y no encontraba la entrada principal. Estaba cerrada. Había que entrar por uno de los costados. No entré
en pánico, simplemente di la vuelta. Subí a la sala donde se exhibía “La
máquina Felisberto”. Como suele suceder,
siempre hay más cuidadores que visitantes. Fui rezongada un par de veces
porque mi máquina disparaba el “flash” aunque había sido cancelado por el
vigilante. No tengo muchas fotos. Me
hubiera gustado sacarle-con flash- a un piano viejo, más que viejo, vetusto,
destrozado, que exhibía un cartelito que decía “el piano de Felisberto”. Es una
de esas obras de arte que nos dejan pensando, más bien nos exprimen los sesos, y no comentamos, ni hablamos de nada, ni nada
de nada, para no pasar por pelotudos.
Había una máquina de
coser, que –evidentemente- aludía a una de las esposas de Felisberto Hernández
María Luisa de las Heras. Al lado, había tarjetas “María Luisa de las Heras.
Modista”. Un detalle. También podía haber dicho: “María Luisa de las Heras.
Espía”. Pero no, se prefirió el oficio de modista. Es decir: “el otro”. El de espía
dio mucho que hablar, pero Felisberto no lo supo.
La máquina de coser |
La tarjeta-había varias al lado de la máquina de coser- |
También vi alguna de las
citas clásicas de Felisberto. Esta es una de las que más me gusta:
Y esta otra también:
CASUALES
CASUALIDADES
Lo que sigue, -con otra
introducción- lo publiqué en el blog que me quedó trancado y que nunca más pude
volver a usar: “Memorios y memorias de casos y cosas”. Es sobre Felisberto
Hernández y algunos avatares de mi existencia.
Yo me quedé
en el duro “insilio” .Estudiar
durante la época de la dictadura uruguaya no me resultó nada fácil. Además del
terror de andar de noche por las calles, estaba el drama de “rendir” los extenuantes exámenes. En el año 1979, me
faltaban pocas materias. De las académicas una era Literatura Uruguaya, con un
programón capaz de desalentar al más
entusiasta. La
Licenciatura no concluía con ella pero al menos me podía
sacar esa obligatoria, para luego pasar a las prácticas docentes y preparar
algunas pedagógicas que también tenía
pendientes. Una carrera de cuatro o cinco años, me llevó algunos más, porque-siempre
obligada por las circunstancias económicas- tuve que trabajar en una actividad
que no tenía nada que ver con las letras.
Literatura Uruguaya era
una materia reglamentada, podía preparar y rendir un examen, pero
lamentablemente, mi profesor-cosa muy común en la época- había sido destituido
del último lugar de trabajo que le quedaba. Se llamaba Juan Freifogl y era un gordito bueno. Probablemente se
había opuesto al régimen imperante y lo borraron, primero de los puestos
oficiales, y luego de los privados. No lo volví a ver nunca más. Siempre me
quedó ese sentimiento desgraciado de no haberle podido decir,
sinceramente, que había sido muy bueno,
que nos había dado montones de ideas para seguir adelante, y que sus alumnos de
esa difícil época, lo habíamos querido mucho. Ese año, no di el examen
reglamentado.
Justamente, -casual,
casualidad- el Instituto de Filosofía, Ciencias y Letras- el viejo IFICLE, lugar donde estudiaba-hizo un seminario sobre Felisberto Hernández, y de
esa manera, me acerqué a un autor uruguayo que en ese momento -1979- era casi
prácticamente desconocido.
Por un libro que escribió Nora Giraldi, supe que
Felisberto Hernández había vivido en la misma calle que yo: Petain; y que una simpática vecina conocida en el
barrio por “Doña Ronga” era su hermana.
Le pedí al arquitecto Óscar Barrios,
que me la presentara. Barrios era
el constructor y propietario del
apartamentito que alquilábamos de recién casados, pero más que un
propietario era un amigo singular. Su familia también era amiguera. Cuando ahora, viviendo en la pituca y ruidosa Punta
Carretas, veo a los vecinos de enfrente sacar orgullosamente sus “cuatro por cuatro” sin siquiera mirarme ni saludarme, me acuerdo
melancólicamente de mis idolatrados Barrios.
Por medio de mi querido
Don Oscar, conocí a Deolinda Hernández y
a su casita “Laboremus”. Deolinda me prestó todos sus libros, por lo tanto, leí
a Felisberto de punta a punta. Además, tuve una información testimonial de primera
mano. Aclaro, por las dudas, que no
existía ni Internet, ni Google, ni nada por el estilo.
Pero yo había quedado
“huérfana de profesor de Literatura Uruguaya”, por eso, le pedí ayuda a mi
profesor de Didáctica, Roger Mirza, puesto que, obligada por los cambios en el Instituto, la opción que me quedó para aprobar la
materia académica pendiente, fue la de
preparar un trabajo monográfico.
Lo presenté el 29 de
diciembre de 1980. Me tocó una mesa examinadora, donde-lamentablemente para
mí- Mirza no fue convocado como miembro integrante. Los tiempos eran
caóticos también en el Instituto y mi apreciado gordito Juan había sido
sustituido por una víbora maldita que no sabía ni dónde estaba parada, pero
que- por supuesto- disfrutaba mucho de su nueva condición de “profesora
universitaria”. Los otros dos miembros del tribunal, eran también recién
llegados. Obviamente, no habían visto mis borradores, ni conocían nada de las
peripecias del proyecto. Aplacé de cabeza. Para mí fue una experiencia muy
negativa. Pocas veces había sido reprobada en mi vida de estudiante, y cuando lo fui, esas circunstancias me dejaron
recuerdos imborrables. En este caso, particularmente, lo consideré una
reverenda injusticia, ya que la tesina había sido controlada por un profesor
competente. Yo había leído todo lo que había publicado Felisberto Hernández,
gracias a los préstamos de Deolinda Hernández, y a partir de esa lectura, me pareció que por su condición de
concertista y de escritor el “objeto piano” debía tener su propia relevancia.
Por eso, me dediqué a ver cómo se transformaba en la obra, en virtud de los
avatares del protagonista. Logré-con una alegría difícil de describir- darme
cuenta de las transformaciones que se operaban en el piano felisbertiano de
acuerdo a las peripecias del protagonista,
y escribí con entusiasmo sobre esas comprobaciones, pero mi trabajo no fue entendido. Es más que
seguro que los integrantes de la mesa no habían leído todo lo que había leído
yo, y por lo tanto, les faltaba información. Recuerdo que la gorda infame me
dijo al final:
-“Mirá, lo mejor que podés hacer es analizarte un
cuentito y escribir el comentario como para que te lo entienda el lechero”.
Quedé muy triste pero
trabajé de nuevo con la ayuda de Mirza -todo el verano- y en el siguiente
período de febrero lo aprobé con calificación 4/6.
Los estudiantes que habían seguido el consejo
de comentar “un cuentito y escribirlo
como para que lo entendiera el lechero”, aprobaron 6/6.
Otra arista felisbertiana:
nunca logré-en ningún lado- publicar la tesina. Pasaron treinta y cinco años.
La modifiqué un montón de veces de acuerdo a otros tantos parámetros exigidos, según los críticos de turno, pero no hubo caso.
Prácticamente esa circunstancia me hizo sentir en carne propia la angustia de
Felis, recorriendo los pueblos del interior, parándose en los mostradores de
los clubes, preguntando por alguien que tuviera interés en financiar sus
conciertos, y yo a su lado, buscando denodadamente quien quisiera darme una mano para la publicación
de mi trabajo sobre él.
Desde ese momento, me prometí
tres cosas: que divulgaría a Felisberto, que
sería Licenciada en Letras- contra viento y marea- , y que enseñaría Literatura, evitando
concienzudamente ser una hija de puta como la sátrapa que me bochó.
Creo que cumplí las tres
consignas. Cuando se empezaron a reeditar los libros de Felisberto, los
compraba para regalar. Incluso hubo una de mis colegas que se enamoró
completamente de Felisberto- siempre fue muy seductor- y escribió su tesis
doctoral sobre su obra. Y seguí-y sigo- regalándolo cuando alguien me dice que
no lo ha leído. Y también lo di en talleres de Literatura.
Los títulos- el de
Licenciada y otras yerbas que fui agregando a medida que me fui especializando-
cuelgan ya muy vetustos en el lambriz de madera en mi escritorio.
Enseñé Literatura durante
más de treinta años. Nunca dejé de ayudar a un estudiante con dificultades,
jamás “boché” sin ton ni son, y luché-toda la vida- por lograr que los textos
literarios “llegaran” en lo posible al alma. Porque si llegan al alma ese
estudiante seguirá leyendo toda su vida. Y eso es lo único que hay que lograr: que siga leyendo y
disfrutando.
Todo esto me vino a la
memoria al ir a ver “La máquina Felisberto”.
Hace cincuenta años que no
tenemos su presencia física, pero él, anda por ahí. Como Julio Cortázar- otro
de sus admiradores- como Jorge “Cuque” Sclavo, que me lo leyó en una tarde de
la Revista Sarandí, hace muchos años, y me dijo que había sido su compañero de
trabajo en la Imprenta Nacional. Y como tantos otros que vamos leyendo,
descubriendo y transformando en amigos entrañables.
¿Cómo terminó este
singular domingo de sol?
No pude almorzar en el Rodelú. Antes de que pudiera asentar mis
posaderas en una silla, un vociferante
mozo me espetó:
- “¡Hay más de una hora de
demora, DOÑA!”
Me quedé con el traste a
medio camino de la silla, pero el odiado
“DOÑA me lo enderezó más rápido que ligero.
Me fui caminando por la vereda del
sol hasta la churrería "La Manola" donde, alentada por el gentil recuerdo de
Felisberto, después de una cola de 30
minutos, contemplando cómo se divertían los grandes en "El gusano loco" -porque los chicos no le
daban mucha bola-, logré comprar media docena de tortas fritas. Y regresé mordisqueando una. Estaba deliciosa.
Y Felisberto risueñamente me acompañó hasta casa, tocando- para mí sola- " Un poco a lo Mozart".
La Churrería y "El Gusano Loco"-donde se divertían más los grandes que los chicos- |
Se te extraña mucho juan !!
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