Mi taza de la ilusión |
Desde que Keanu apareció
de la manito de su nueva novia, me llovieron todo tipo de condolencias en las
redes sociales. Me exhortaron a que no tomara más el desayuno en la tacita mágica,
y que dejara de pensar en imposibles.
Chiquilinada: En
las redes sociales agradecí las manifestaciones de ¿solidaridad? Pero ahora, me
voy a explayar un poco más.
En la película
de Quentin Tarantino que llevó el título en español de “Tiempos violentos”—más
acertada la expresión en inglés: “Pulp Fiction”— hay un diálogo sin desperdicio
entre el personaje de John Travolta (Vincent Vega) y Samuel L. Jackson (Jules Winnfield) que, traducido, es más o menos así:
—Tú presenciaste un milagro, yo vi un suceso insólito.
—
¿Qué es un milagro?
—Es un acto de Dios
—
¿Y qué es un acto de Dios?
—
Cuando Dios hace posible lo
imposible.
Según la creencia que sostengamos, Dios (el
destino, el azar, la vida, las circunstancias o lo que ustedes crean) hay una
tendencia general a que lo imposible deje de serlo, o, por lo menos, que sea
algo muy difícil pero nunca
irrealizable. Ya escribí sobre este tema en el texto Encrucijadas.
Pongo otros ejemplos contundentes:
De Maradona se dijo que no podría jugar al fútbol- dada la robustez de
sus piernas cortas- y que Monzón no podría boxear, porque tuvo raquitismo en la
infancia. Bien. Ni tanto ni tan poco. Ambos pudieron ser campeones, aunque sus
condiciones físicas no fueran las requeridas, porque para salir adelante en la
vida, se necesita ni más ni menos que voluntad. Si se quiere, se puede. Otro
factor que incide en las decisiones de nuestra vida, se llama suerte, o
destino, o Dios. Según lo que creamos.
En nuestros años
juveniles hacíamos una lista que se llamaba “Venga y atrévase a soñar”
(título de un exitoso programa de televisión de aquellos años). Ahí anotábamos
más que nada sueños que, dada nuestra franciscana pobreza, parecían
absolutamente irrealizables: tener casa y auto propios, viajar a Europa, y otras tantas cosas que parecían en su momento
de una galaxia diferente. Cuando nos
acostábamos rendidos de estudiar y trabajar, dedicábamos un rato a contarnos cuentitos.
Todos tenían final feliz. Nadie nos había hablado aún de la “ley de atracción”,
pero quizás nuestro instinto nos guiaba, y conciliábamos el sueño con una
sensación de alegría, porque las disparatadas esperanzas nos catapultaban hacia
el infinito. A mí se me cumplieron varios imposibles.
Por ejemplo: la obtención de todos los
títulos que tengo colgados en la pared y que me permitieron durante muchísimos
años trabajar como docente en un instituto internacional norteamericano,
incluso, con cargos de alto nivel. En ese instituto tuve la gracia de conocer
personalidades que venían al país por razones laborales: embajadores,
empresarios, profesionales de todas las áreas, y un sinfín de gente interesante
con la cual podía departir amistosamente. Nada de eso me habría ocurrido si me
hubiera quedado pura y exclusivamente en el ámbito de mi país. Pero en un
determinado momento pegué el salto, y me salió bien. Allí, trabajé más de
veinte años. También viajé a perfeccionarme con cursos y maestrías—porque un
requisito ineludible era seguir estudiando—Y conocí otras culturas, otras
maneras de pensar y de ser, que me fueron muy útiles. Las ilusiones nos abren puertas que pensábamos cerradas a
cal y canto, y nos trasmiten una sensación de esperanza que nos mantiene en estado
de alerta.
Yo seguí —y
sigo— soñando. A veces, con una sensación de realidad abrumadora, que hasta me
permite sentir olores queridos como si estuvieran aún conmigo.
Rosario Castillo,
decía al final de uno de sus programas:
“A pesar de
todo, no dejen de soñar”.
¡Seamos
abejorros!