viernes, 10 de julio de 2015

APUNTES SOBRE "EL DESFILE SALVAJE"

Tapa de la novela "El desfile salvaje" 

Contratapa de la novela "El desfile salvaje" 
“El Desfile salvaje”,  novela del escritor uruguayo  Hugo Burel, según se expresa en su contratapa,  es  una historia del mejor cuño de la novela negra, un   inquietante thriller psicológico.
Confieso que no le di mucha  importancia  a esta definición, porque no es el tipo de novelas que más me atrae.  Sin embargo, he seguido la trayectoria narrativa de Burel con sumo  interés desde sus primeros años y  he leído bastante de lo que publicó. Por lo tanto, si bien no soy una experta en novela negra,  soy en cambio, una lectora pertinaz. Por eso, creo que puedo atreverme con algunas aseveraciones, pero con sumo cuidado para  no presentar  ninguna de las características  que marcó  la profesora Mercedes  Ramírez en su “Sintomatología de un profesor asustado”   Por ejemplo, la que  dice que ese sujeto julepeado:

“Usa la jerga teórica del último libro que leyó”.

Trataré, entonces, por lo menos,  de no incurrir en ese error.

Las novelas burelianas,  no son para leerlas en forma paulatina. Atrapan desde el principio y más vale tener tiempo para leerlas de un tirón.
Lo primero que llama la atención cuando se observa  El desfile salvaje, sin intención aún de leerlo, es la tapa.  Hay  una imagen que me  resulta conocida y  que me  parece haber visto alguna vez: ¿dónde? Después viene el  enigmático título: “El desfile salvaje”, ¿Leí antes esa frase?
 Apenas, abro el libro veo en la solapa,  una foto de Hugo Burel, tomada por Amílcar Persichetti.  También me llama la atención. Ya no es -obviamente- el joven compañero del Instituto de Filosofía Ciencias y Letras, de la época en que cursábamos  la Licenciatura.  En esta foto, tiene  el cabello blanco y corto, no usa barba,  el gesto es  serio,  y uno de los ojos, el izquierdo,   está casi anulado por la penumbra. Como   un fotógrafo profesional no puede  cometer errores como los míos,  cuando las fotos me quedan oscuras o semi-veladas, pienso que debe haber algún motivo para este sombreado.  Miro el año de nacimiento y saco cálculos.
Después leo  los epígrafes.
La lectura del primero me devela el misterio de la tapa y del título. Ahora ya sé de quién es la imagen que me resultó conocida,   y la del segundo me ubica en lo  del “inquietante thriller psicológico”.

No voy  a “cuadricular el texto, o a compartimentarlo en “momentos”,- según otro síntoma del docente medroso-, pero no puedo dejar de señalar que las posibilidades de estudio que ofrece  esta obra son múltiples. Menciono al pasar,  por ejemplo: el tema del doble con  los parecidos físicos que se dan entre  personas que no están unidas por lazos genéticos, el papel del azar o la casualidad en las vidas, la confusión entre realidad y sueño o ficción, el paso inexorable del tiempo, los engaños de la vida, las trampas que uno se tiende a sí mismo,  las distancias-no siempre físicas- que terminan separando  a los seres humanos; la incomunicación o sensación de vacío, cuando se comprueba –como dice el narrador- que no conocemos a nadie.  Quizás, una de las líneas más importantes sea:
la búsqueda de la redención por medio de la escritura.
 En fin. Son tantas que resulta imposible abarcarlas en su totalidad, por lo cual, señalaré simplemente,   algunas de las que más  me interesaron.

En una ponencia sobre la primera novela de Burel: “Matías no baja”, Alicia Brandou y Myriam Maristán afirman:

“Se dirige a un lector informado ya que son varias y constantes las referencias musicales, literarias, cinematográficas, pictóricas y políticas”.

 Es cierto. Y si eso ya era notorio  en  su  primera novela,  en esta que es  un  producto de su plena  madurez, las referencias al mundo cultural abundan. No son gratuitas, no están puestas porque sí, y marcan- indudablemente-, uno de sus rasgos de estilo.

Por ejemplo, para la descripción del personaje Adriana,  en  su juventud, de quien antes  se adelantó  que  “era una mezcla de intelectual y geisha” se agrega   lo siguiente:

“chica que era una versión vitaminizada de la Jean Seberg de “Sin aliento”.

No creo que los lectores que no sean  cinéfilos y que no tengan cierta edad,  puedan recordar el rostro de inocente apariencia y la nuca de   cabellos cortos de la actriz de esa película de la Nouvelle Vague. Mi memoria asociativa,  vincula  su imagen  junto a la de Jean Paul Belmondo.

Jean Paul Belmondo- inolvidable para mí- y Jean Seberg (Imagen tomada de Internet) 

La  narración en primera persona, asumida por   el personaje Marcelo,  es muy útil para escamotear o dosificar  la información que irá  apareciendo sabiamente manejada, a medida que se avanza en la lectura. El punto de partida es la muerte del integrante de un grupo  que motiva el reencuentro  de sus  amigos de la adolescencia.

Marcelo, el narrador/escritor del thriller bureliano.

Es el encargado de llevar al lector hasta el desenlace del acertijo, y  para eso, señala con  piedritas el camino  como Hansel y Gretel, para volver a casa.
¿Cómo es Marcelo? ¿Tiene similitudes con Philip Marlowe el detective que inmortalizó Raymond Chandler?
 Veamos algunos aspectos:
 Hace   una inteligente introducción sobre sí mismo: se ocupa de “escritos legales” y escribe  para rescatar la historia que, de otra manera, “estaba condenada a perderse”, y también para “intentar desentrañar su sentido oculto”.  Fue aconsejado por el editor para agregar las citas  que “acaso sean meros intelectualismos”. Empiezan a aparecer más piedritas para señalar: no quiere que el lector lo considere un intelectual. Cuando se avanza en la lectura se encuentran otros datos: es- si le queremos creer-: “un abogaducho mediocre”  perezoso, disponible, (divorciado), que escucha jazz,  toma whisky y otras bebidas espirituosas  y hace frecuentes “estudios-incluso seminarios- alcohólicos”, que le provocan resaca y dolor de cabeza.
Tiene un “esforzado Chevette” y trabaja en una “sórdida – mugrosa-vetusta- oficina”. Y tampoco  deja  pasar la oportunidad para calificarse como “sentimental”.  Esta imagen de perdedor, tiene algunas semejanzas con Philip Marlowe: la oficinita pobre, el gusto por el  jazz y el alcohol, las resacas, el uso de la primera persona para narrar  y quizás algunas ironías. Sin  embargo,   Marcelo está concebido desde una visión uruguaya: dice  ser sentimental y se tira a menos, pero,  conduce y dosifica la narración, descifra el enigma e incluso, un anagrama vital en el desenlace. Es sí, como Philip, o más que Philip, un héroe de un tiempo convulso, despiadado,  cínico y descreído. Un importante punto a su favor: pondrá su tenacidad a prueba para descifrar el acertijo, ya que eso le permitirá “zafar de otros asuntos y de ese gran expediente inmovilizado que era su propia vida”. Esta búsqueda  le permitirá “ser otro”. Marlowe tiene otras características: Es  un “private eye” solterito, al menos en las novelas concluidas,  sin amor y sin sexo. Las mujeres le gustan, pero tiene la firme  convicción de que no debe mezclar el amor y el sexo con un caso a descifrar. El mismo Raymond Chandler afirmaba de su personaje:
“I think he might seduce a duchess and I am quite sure he would not spoil a virgin.”   (Pienso que podría seducir a una duquesa, pero estoy casi seguro de que no echaría a perder a una virgen.)
Marcelo, en cambio,  no es un detective privado sino un abogado. No sé si podría seducir a una duquesa pero me parece que no rechazaría  a una virgencita si  se le diera la ocasión. Tiene otra escala de valores: dice y no dice y lo que dice hay que tomarlo con pinzas.
 En la novela,  va introduciendo aspectos psicológicos y filosóficos: el misterio de los cambios en las personalidades, los lados ocultos, y los iluminados, (¿quizás por eso la foto de su autor con una parte del rostro en  penumbras?)  Se subrayan  los cambios de los compañeros del grupo de la adolescencia a través del tiempo  y se expresa la idea de que el conocimiento del otro es una total utopía porque: cada uno de nosotros había cambiado demasiado” (pág.119) (...) “los que habíamos sobrevivido éramos extraños” (pág.284).
 Hay una imagen que sintetiza magistralmente el dolor de esa soledad o sentimiento de “otredad” irremediable:
“(...) el sueño había terminado y estábamos todos dispersos y distantes, alejándonos como masas de hielo que derivan en un mar helado”. (pág.371)
En cuanto a  la confusión de la vida y   lo radical de los cambios,  lo más conmovedor es  que Esteban, “el coronado de laurel”, -si se atiende al significado de su nombre-,  el triunfador total, el que todo lo tuvo, el que logró el éxito, la estabilidad económica,  y, el primer premio de la mujer virgen,- de alguna oscura manera, la liebre abatida con la escopeta-, se despeñó en la persecución del vano espejismo de un amor no correspondido.  Marcelo, en cambio,  el perdedor nato, el pobre, el alcohólico, el que fracasó en su matrimonio, el que  quizás tampoco logró  ser un buen padre,  termina siendo una especie de triunfador, -  aunque  solitario-  porque  dice que no sabe escribir y que lo suyo son las leyes, pero  recupera una  historia y a través de ella, una memoria, por medio de la escritura. Además, sobrevive y sale airoso.
¿Seguirá siendo protagonista de otras novelas? Condiciones no le faltan.

Las mujeres del thriller

Ya me referí anteriormente a la imagen intelectualizada de Adriana, “la musa”  a través de la mención a la actriz Jean Seberg. Es la  “pincelada” más notoria, pero no es la única.
Sobre Mónica, la esposa de Esteban, el lector encuentra estos datos:

(...) “poseía ese tipo de belleza moderna y a la vez exótica que la cultura de masas imponía desde el norte. Parecía una chica salida de la revista Elle” (pág.96)

Rosalía, la madre de Esteban, el muerto, se  evoca joven y tentadora para los  adolescentes. El narrador la trae al relato,  por medio de una  sensación auditiva; cantaba en la cocina, mientras hacía la tarea: “su voz es profunda y a la vez tersa” (...) y olfativa: “Al moverse, un perfume inconfundible se desprende de ella: las cremas que usa para suavizar su piel la envuelven en ese aroma fresco y a la vez íntimo que flota en su baño. Jamás huele a verduras o a condimentos y menos a detergentes de limpieza”. (pág.51)

Es un recuerdo sublime-como  muchos  recuerdos-; no hay mujer que tenga que cocinar para cinco varones, que se pueda sustraer al olor a milanesas en el pelo o al de ajo y perejil en las manos. Pero, aceptémoslo.  Rosalía es el primer objeto de deseo: la mujer madura, que se recuerda  joven y apetecible,  con  sus hijos llamándola por el  nombre, y que dejó en la memoria olfativa de Marcelo el  perfume de sus cremas, impregnando el lugar íntimo del baño,  como parte del halo de su atractivo sexual.

Algunas expresiones le pararían los pelos de punta a cualquier feminista: las mujeres -si se presenta  la ocasión, – se aprovechan- se toman- (pág. 105) –se sirven- (pág.106) y se tiran (pág. 270)

 Ariel cuando recuerda a Rosalía dice:

“-Más que guapa, estaba buena-

Con respecto a Mónica, el narrador comunica:
(...) “sabía que en el fondo de mis afanes podía encontrar un asomo de deseo, de ganas de manosearla, y de recogerla-en todos los sentidos, el figurado y el literal-como otro de los despojos que  Esteban había dejado tras de sí”. (pág.198)
¿Sentimentales? No lo creo. Los “oscuros” (para mí- al menos-más bien clarísimos) objetos del deseo, tienen una  innegable connotación machista.
En  el caso de la enigmática fotógrafa, la aproximación se hace, en una primera instancia,  por  medio de una foto, que da la oportunidad de describir la ropa, la actitud, la posición frente a la cámara, cálculo aproximado de la edad, y un juicio de valor: era muy atractiva. (pág.148)
Casi todas ellas son atractivas.
Con respecto   a Rosalía,  se la recuerda en su plenitud, no en su vejez. Y las que pasan los cuarenta, aún se mantienen, con algunas arruguitas pero potables a los ojos masculinos. No hay ninguna mención sobre obesidad,  várices, glaucoma crónico, celulitis, diálisis, demencia senil,  bastones canadienses, pañales geriátricos o  similares   miserias humanas que se dan en la “vejentud divino tesoro.”  Sí está presente el cáncer. El cangrejo que destruye plenitudes; pero  es muy  ágil  y completa en forma  meteórica su labor destructiva. Irene es, quizás por eso,  la más “desdibujada”. Apenas se hace mención a que en algún momento recobra “aquella antigua mirada de adolescente avispada y reconcentrada a la vez” (pág.18) y al vacío de su lado izquierdo llenándose de angustia.  Es la cancerosa que no fue musa de ninguno. Profesional, divorciada dos veces, con un  hijo de cada matrimonio,  ningún integrante del grupo,- en su mejor momento-, “la aprovechó”  “ni la tomó, ni “la sirvió” ni “la recogió”.  Todas las palmas se las llevó Adriana.
Marcelo dice  que es la antítesis de Adriana.
A mí el  significado de los nombres siempre me interesó porque estoy segura de que “marcan” la existencia- sea en la realidad  o sea en la ficción-: no sé si es una casualidad, pero  el nombre  Irene significa: “paz”   y el de  Adriana: “oscura”.
Otro detalle iluminador: Adriana y la fotógrafa tienen parejas más jóvenes. (¡Bien por ellas!)
Las descripciones que hace Marcelo de ambos hombres, son estupendos ejemplos de envidioso humor corrosivo.

A modo de conclusión de estos apuntes

Marcelo trabaja pacientemente en el armado del rompecabezas; y el lector también hace lo que puede para seguirlo, porque desde la lectura de los epígrafes hasta el final, todas las piedritas que se encuentran en el camino son intelectuales.
El primer epígrafe es de Arthur Rimbaud:
“J’ai seul la clef de cette parade sauvage”
“Yo  solo tengo la clave de este desfile salvaje”

Y el segundo, citado en español, es de Raymond Chandler:

“No hay trampa tan mortífera como la que uno se prepara a sí mismo”

Un  comentario del filósofo  Gustav Radbruch colabora eficientemente también, porque señala que todo enigma puede tener la solución pensada por el inventor, y, además, alguna otra posible,   incluso con un sentido distinto al que le confirió su creador.
 Por eso, quizás,  en  las pertenencias del muerto, aparece el tomo subrayado o marcado de Las Iluminaciones de Arthur Rimbaud,  y un ejemplar de La tierra baldía de Eliot. Dos  textos que  son  herméticos y por lo tanto,  con múltiples posibilidades interpretativas, incluidas las esotéricas.
Este comentario de Rops (supongo que es Felicien Rops,) conduce hacia el mismo perfil de interpretación:

“A la mayor parte de los textos de Rimbaud es posible hacerle decir aproximadamente lo que uno quiera, porque las palabras corresponden a realidades con las que estuvieron identificados sólo por un momento y en disposición de ánimo preciso que a la sazón se encontraba el autor”. (Pág.232)

Al fin y al cabo, no es ni más ni menos que lo que  ocurre con todos los textos: cada lector construye, “arma”  el suyo propio; de acuerdo a su real saber y entender. El significado de lo que leemos se “nutre” de nuestro bagaje cultural.

La  lectura de esta obra deja  diversas sensaciones: por ejemplo, que  el pasado es irreversible o irrecuperable; en palabras de Esteban:
“Entonces tocábamos la eternidad pero no lo sabíamos” (pág. 345).
Cualquier intento por reanudar los lazos de amistad, con pacto de sangre incluido, o de reinventar la magia del deseo o del amor, son  absolutamente vanos. No hay, tampoco, una visión gozosa de las relaciones carnales: no es suficiente con  que  Adriana se descalce y se suelte el moño; lo único que logra es una gimnasia sexual, a la que le sigue un vacío  aún más profundo.

Como dice Neruda en su poema 20:
Nosotros los de entonces ya no somos los mismos”

Deliberadamente dejé para el final a la fotógrafa, a la mujer  del nombre más connotativo: Moira. La hermosa fascinante, desnuda, debajo de un vestido transparente, de color  amarillo-simbólicamente: esplendor, luz, y locura-.
 La que sacó de quicio  a Esteban, y dejó alelado a Marcelo.
Si se atiende al  concepto griego,  moira,  es “la parte que toca”.  La moira o el destino, de cuyo designio nadie puede escapar, porque lleva implícito el concepto de fatalidad. Ese destino, arbitrario, caprichoso, dispone  a su antojo los amores y los desamores, las vidas y las muertes, y por último, la separación definitiva -otra forma de morir-  de los amigos de la  infancia.

En el gigantesco juego paradojal  de la existencia,  queda  sin lugar a dudas, la soledad  de los témpanos de hielo, deslizándose, silenciosos,  en sus diferentes caminos de una circularidad inexplicable.

Considero a “El desfile salvaje”, por todo lo anteriormente señalado, como una especie de “novela-palimpsesto”,  porque cada lector, de acuerdo a la interpretación que haga,  borrará y trazará sus propias marcas, hasta obtener al final, su propia versión. Esta nota que escribí- por ejemplo-  es parte de mi versión.

 La escritura – en ese sentido- redime y  su contrapartida,  la lectura, también.




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