martes, 22 de septiembre de 2015

ANIMALES

Carátula de uno de los populares discos de Julio Jaramillo- el que dio su apellido al perro de mi hermana-
(Imagen tomada de Internet)



Los hay de toda clase y pelaje-o sin pelo- y se dejan llevar más que nada por sus instintos. Algunos decididamente no me gustan. A muchos les temo por su ferocidad, y no considero que puedan ser domésticos, es decir aptos para vivir conmigo en una misma casa. Tampoco considero a ninguno como mascota; si vive con personas indudablemente los dueños tendrán que inculcarle buenas costumbres. Generalmente, responden a sus dueños, y exhiben lo que son ellos. Sin palabras, hablan de su educación, de sus modales y de sus horarios.
De la misma manera que los seres humanos nos buscamos unos a otros y congeniamos sí o no de acuerdo a nuestras afinidades o divergencias, también ocurre algo similar en el terreno de entendernos con los otros animales. No debemos olvidarnos de que, aunque nos creamos superiores, somos ni más ni menos que animales, supuestamente racionales. Hasta por ahí nomás. ¿No? Basta con echar un vistazo a “cómo está el mundo” para darnos cuenta de que prevalece cualquier cosa menos lo que realmente debería importar: la armonía y la comprensión.
Hace muchos años, una de mis hermanas apareció con un pequeño cachorro en una caja de zapatos. Tuvo que insistir mucho para obtener el permiso para quedarse con él porque mi padre decía que iba a ser muy grande. Al final, triunfó la insistencia de la porfiada niña. Le pusimos de nombre “Jaramillo”- el apellido de un cantante melódico que estaba de moda-. Con el tiempo Jaramillo se convirtió en una bestia descomunal que comía por tres, rompía todas las cadenas y se escapaba. Su mayor diversión consistía en voltear viejas. No las mordía, únicamente las empujaba con su corpachón y las tumbaba. Al poco tiempo, mi padre se lo dio a un quintero amigo que necesitaba un perro guardián- con su acostumbrada sinceridad, le informó a mi hermana que el Jaramillo había crecido mucho y que necesitaba espacio para ser feliz, nuestra casa no era un lugar adecuado para él, sufría y se escapaba porque sufría-. Mi hermana se quedó muy triste pero comprendió.
Yo nunca tuve un perro. No me gustan y yo a ellos, tampoco. Es-y no hay dudas- cuestión de piel. Los huelo, les veo los colmillos, el pelo erizado y no preciso más. Tampoco ellos. Nos repelemos visceralmente. No sé porqué.  Como tampoco sé porqué no me gusta el arroz con leche. Se sabe que en cuestión de gustos, hay variedades infinitas, tanto en cuestión de animales como de personas. Todas hemos experimentado alguna vez en la vida la sensación de que ese mozo era el de nuestros sueños, y bastó un simple rozar de manos o  un beso para saber que no. Que no era el de  nuestros sueños. Y no encontramos explicación posible. Como tampoco la hay cuando nos gusta. En fin. Yo sé que me entienden.
Tuve un gato barcino. Ya estaba en la casa de mi padre cuando yo llegué. Nos gustamos y nos quisimos de inmediato. Siempre andaba huyendo de una de mis hermanas porque le hacía de todo, pero conmigo hizo amistad. Un día traje un cajoncito chico  y le pedí a mi padre  que era colchonero, que le hiciera un almohadón de retazos de cotín. Le dejaba una puerta abierta al patio para que saliera cuando quisiera. Me dieron permiso para tenerlo, pero con la condición de que no se subiera a mi cama. Así fue durante unos días, pero esa disciplina no duró mucho, en invierno, se subía y dormía conmigo, cómodamente apoltronado. Cuando sentía en las primeras horas de la mañana que había trajín en la casa, silenciosamente se retiraba a su cama propia. Era un acuerdo tácito. Y tuvimos muchos así. Yo llegaba del liceo, cumplía la tarea de lavar y secar los platos y me iba a estudiar al altillo donde mi padre tenía el escritorio. Aparecía silenciosamente por la azotea, se colaba por la ventana y se sentaba en uno de los sillones  mientras yo leía. No molestaba, no maullaba. Era un gato entero de la cabeza a los pies; “completo y orgulloso”-como señala Neruda-.

Estudiando a la persona

Un día desapareció y no lo vi nunca más. Mi padre me dijo- no sé si para consolarme- que cuando se enferman se van a morir fuera de la casa.
Me acordé de mi Pancho- así se llamaba- el día que fui a conocer la casa donde está viviendo mi sobrino. La dueña tiene dos gatos: uno no es demasiado sociable, apareció, saludó y se fue. La gata, en cambio, dio unas cuantas vueltas y se quedó. Después se subió a mi falda; le acaricié la cabeza, me estudió un poco, y me brindó su confianza, sentándose cómodamente y quedándose un buen rato conmigo. Por eso, también  me acordé de la “Oda al gato” que escribió magistralmente Pablo Neruda:
Los animales fueron
imperfectos,
largos de cola, tristes
de cabeza.
Poco a poco se fueron
componiendo
haciéndose paisaje,                        
Decidió que la persona es confiable
adquiriendo lunares, gracia, vuelo.
El gato
solo el gato
apareció completo
y orgulloso:
nació completamente terminado,
camina solo y sabe lo que quiere.
(fragmento de “La Oda al gato” Pablo Neruda)

Me gustan los gatos, y también las personas  que tienen algo felino; los colmillos, la piel, el andar, la sinuosidad y la elegante manera de querer, dando cuando quiere,  lo que quiere. 
Neruda lo describe poéticamente con rasgos muy precisos:
(…) “Un pequeño emperador sin orbe/, conquistador sin patria/, mínimo tigre de salón (…), fiera independiente de la casa, vestigio de la noche/perezoso, gimnástico, y ajeno/profundísimo gato/policía secreta de las habitaciones”.
El que tuvo o tiene  uno, sabe muy bien lo que es un gato compinche y  querendón.

Ahora sí. Está absolutamente cómoda, sin lugar a dudas

Y si la compañía es una persona felina, ¡felicidades! Tiene junto a  usted  a  un emperador doméstico, que la mimará con parsimonia, y que así como es de completo, no la decepcionará jamás.



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