Carátula de uno de los populares discos de Julio Jaramillo- el que dio su apellido al perro de mi hermana- (Imagen tomada de Internet) |
Los hay de toda clase y pelaje-o sin pelo- y se dejan llevar
más que nada por sus instintos. Algunos decididamente no me gustan. A muchos
les temo por su ferocidad, y no considero que puedan ser domésticos, es decir
aptos para vivir conmigo en una misma casa. Tampoco considero a ninguno como mascota; si vive con personas
indudablemente los dueños tendrán que inculcarle buenas costumbres.
Generalmente, responden a sus dueños, y exhiben lo que son ellos. Sin palabras,
hablan de su educación, de sus modales y de sus horarios.
De la misma manera que los seres humanos nos buscamos unos a
otros y congeniamos sí o no de acuerdo a nuestras afinidades o divergencias,
también ocurre algo similar en el terreno de entendernos con los otros
animales. No debemos olvidarnos de que, aunque nos creamos superiores, somos ni
más ni menos que animales, supuestamente racionales. Hasta por ahí nomás. ¿No?
Basta con echar un vistazo a “cómo está el mundo” para darnos cuenta de que
prevalece cualquier cosa menos lo que realmente debería importar: la armonía y
la comprensión.
Hace muchos años, una de mis hermanas apareció con un
pequeño cachorro en una caja de zapatos. Tuvo que insistir mucho para obtener
el permiso para quedarse con él porque mi padre decía que iba a ser muy grande.
Al final, triunfó la insistencia de la porfiada niña. Le pusimos de nombre
“Jaramillo”- el apellido de un cantante melódico que estaba de moda-. Con el
tiempo Jaramillo se convirtió en una bestia descomunal que comía por tres,
rompía todas las cadenas y se escapaba. Su mayor diversión consistía en voltear
viejas. No las mordía, únicamente las empujaba con su corpachón y las tumbaba.
Al poco tiempo, mi padre se lo dio a un quintero amigo que necesitaba un perro
guardián- con su acostumbrada sinceridad, le informó a mi hermana que el
Jaramillo había crecido mucho y que necesitaba espacio para ser feliz, nuestra
casa no era un lugar adecuado para él, sufría y se escapaba porque sufría-. Mi
hermana se quedó muy triste pero comprendió.
Yo nunca tuve un perro. No me gustan y yo a ellos, tampoco.
Es-y no hay dudas- cuestión de piel. Los huelo, les veo los colmillos, el pelo
erizado y no preciso más. Tampoco ellos. Nos repelemos visceralmente. No sé
porqué. Como tampoco sé porqué no me
gusta el arroz con leche. Se sabe que en cuestión de gustos, hay variedades
infinitas, tanto en cuestión de animales como de personas. Todas hemos
experimentado alguna vez en la vida la sensación de que ese mozo era el de
nuestros sueños, y bastó un simple rozar de manos o un beso para saber que no. Que no era el
de nuestros sueños. Y no encontramos
explicación posible. Como tampoco la hay cuando nos gusta. En fin. Yo sé que me
entienden.
Tuve un gato barcino. Ya estaba en la casa de mi padre
cuando yo llegué. Nos gustamos y nos quisimos de inmediato. Siempre andaba
huyendo de una de mis hermanas porque le hacía de todo, pero conmigo hizo
amistad. Un día traje un cajoncito chico
y le pedí a mi padre que era colchonero,
que le hiciera un almohadón de retazos de cotín. Le dejaba una puerta abierta
al patio para que saliera cuando quisiera. Me dieron permiso para tenerlo, pero
con la condición de que no se subiera a mi cama. Así fue durante unos días,
pero esa disciplina no duró mucho, en invierno, se subía y dormía conmigo, cómodamente
apoltronado. Cuando sentía en las primeras horas de la mañana que había trajín
en la casa, silenciosamente se retiraba a su cama propia. Era un acuerdo
tácito. Y tuvimos muchos así. Yo llegaba del liceo, cumplía la tarea de lavar y
secar los platos y me iba a estudiar al altillo donde mi padre tenía el
escritorio. Aparecía silenciosamente por la azotea, se colaba por la ventana y
se sentaba en uno de los sillones mientras yo leía. No molestaba, no maullaba.
Era un gato entero de la cabeza a los pies; “completo y orgulloso”-como señala
Neruda-.
Estudiando a la persona |
Un día desapareció y no lo vi nunca más. Mi padre me dijo-
no sé si para consolarme- que cuando se enferman se van a morir fuera de la
casa.
Me acordé de mi Pancho- así se llamaba- el día que fui a
conocer la casa donde está viviendo mi sobrino. La dueña tiene dos gatos: uno
no es demasiado sociable, apareció, saludó y se fue. La gata, en cambio, dio
unas cuantas vueltas y se quedó. Después se subió a mi falda; le acaricié la
cabeza, me estudió un poco, y me brindó su confianza, sentándose cómodamente y
quedándose un buen rato conmigo. Por eso, también me acordé de la “Oda al gato” que escribió
magistralmente Pablo Neruda:
Los animales fueron
imperfectos,
largos de cola, tristes
de cabeza.
Poco a poco se fueron
componiendo
adquiriendo lunares, gracia, vuelo.
El gato
solo el gato
apareció completo
y orgulloso:
nació completamente terminado,
camina solo y sabe lo que quiere.
(fragmento de “La Oda al gato” Pablo Neruda)
Me gustan los gatos, y también las personas que tienen algo felino; los colmillos, la
piel, el andar, la sinuosidad y la elegante manera de querer, dando cuando
quiere, lo que quiere.
Neruda lo describe poéticamente con rasgos muy precisos:
(…) “Un pequeño emperador sin orbe/, conquistador sin
patria/, mínimo tigre de salón (…), fiera independiente de la casa, vestigio de
la noche/perezoso, gimnástico, y ajeno/profundísimo gato/policía secreta de las
habitaciones”.
El que tuvo o tiene
uno, sabe muy bien lo que es un gato compinche y querendón.
Ahora sí. Está absolutamente cómoda, sin lugar a dudas |
Y si la compañía es una persona felina, ¡felicidades! Tiene junto
a usted a un
emperador doméstico, que la mimará con parsimonia, y que así como es de
completo, no la decepcionará jamás.
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