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Tapa de la novela "El desfile salvaje" |
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Contratapa de la novela "El desfile salvaje" |
“El Desfile
salvaje”, novela del escritor uruguayo Hugo Burel, según se expresa en su contratapa,
es
una historia del mejor cuño de la
novela negra, un inquietante thriller psicológico.
Confieso que no
le di mucha importancia a esta definición, porque no es el tipo de
novelas que más me atrae. Sin embargo,
he seguido la trayectoria narrativa de Burel con sumo interés desde sus primeros años y he leído bastante de lo que publicó. Por lo
tanto, si bien no soy una experta en novela negra, soy en cambio, una lectora pertinaz. Por eso, creo
que puedo atreverme con algunas aseveraciones, pero con sumo cuidado para no presentar ninguna de las características que marcó
la profesora Mercedes Ramírez en
su “Sintomatología de un profesor
asustado” Por ejemplo, la que dice que ese sujeto julepeado:
“Usa la jerga
teórica del último libro que leyó”.
Trataré,
entonces, por lo menos, de no incurrir
en ese error.
Las novelas
burelianas, no son para leerlas en forma
paulatina. Atrapan desde el principio y más vale tener tiempo para leerlas de
un tirón.
Lo primero que
llama la atención cuando se observa El desfile salvaje, sin intención aún de
leerlo, es la tapa. Hay una imagen que me resulta conocida y que me parece haber visto alguna vez: ¿dónde? Después
viene el enigmático título: “El desfile salvaje”, ¿Leí antes esa
frase?
Apenas, abro el libro veo en la solapa, una foto de Hugo Burel, tomada por Amílcar
Persichetti. También me llama la
atención. Ya no es -obviamente- el joven compañero del Instituto de Filosofía
Ciencias y Letras, de la época en que cursábamos la Licenciatura. En esta foto, tiene el cabello blanco y corto, no usa barba, el gesto es serio,
y uno de los ojos, el izquierdo, está casi anulado por la penumbra. Como un
fotógrafo profesional no puede cometer
errores como los míos, cuando las fotos
me quedan oscuras o semi-veladas, pienso que debe haber algún motivo para este
sombreado. Miro el año de nacimiento y
saco cálculos.
Después leo los epígrafes.
La lectura del
primero me devela el misterio de la tapa y del título. Ahora ya sé de quién es
la imagen que me resultó conocida, y la del segundo me ubica en lo del “inquietante
thriller psicológico”.
No voy a “cuadricular el texto, o a compartimentarlo
en “momentos”,- según otro síntoma del docente medroso-, pero no puedo dejar de
señalar que las posibilidades de estudio que ofrece esta obra son múltiples. Menciono al
pasar, por ejemplo: el tema del doble
con los parecidos físicos que se dan
entre personas que no están unidas por
lazos genéticos, el papel del azar o la casualidad en las vidas, la confusión
entre realidad y sueño o ficción, el paso inexorable del tiempo, los engaños de
la vida, las trampas que uno se tiende a sí mismo, las distancias-no siempre físicas- que
terminan separando a los seres humanos;
la incomunicación o sensación de vacío, cuando se comprueba –como dice el
narrador- que no conocemos a nadie. Quizás, una de las líneas más importantes sea:
la búsqueda de la redención por medio de la
escritura.
En fin. Son tantas que resulta imposible
abarcarlas en su totalidad, por lo cual, señalaré simplemente, algunas
de las que más me interesaron.
En una ponencia
sobre la primera novela de Burel: “Matías no baja”, Alicia Brandou y Myriam
Maristán afirman:
“Se dirige a un lector informado ya que son varias
y constantes las referencias musicales, literarias, cinematográficas,
pictóricas y políticas”.
Es cierto. Y si eso ya era notorio en su primera novela, en esta que es
un producto de su plena madurez, las referencias al mundo cultural
abundan. No son gratuitas, no están puestas porque sí, y marcan- indudablemente-,
uno de sus rasgos de estilo.
Por ejemplo,
para la descripción del personaje Adriana, en su juventud,
de quien antes se adelantó que “era
una mezcla de intelectual y geisha” se agrega lo
siguiente:
“chica que era
una versión vitaminizada de la Jean Seberg
de “Sin aliento”.
No creo que los
lectores que no sean cinéfilos y que no
tengan cierta edad, puedan recordar el
rostro de inocente apariencia y la nuca de cabellos cortos de la actriz de esa película
de la Nouvelle Vague.
Mi memoria asociativa, vincula su imagen junto a la de Jean Paul Belmondo.
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Jean Paul Belmondo- inolvidable para mí- y Jean Seberg (Imagen tomada de Internet) |
La narración en primera persona, asumida por el personaje Marcelo, es muy útil para escamotear o dosificar la información que irá apareciendo sabiamente manejada, a medida que
se avanza en la lectura. El punto de partida es la muerte del integrante de un
grupo que motiva el reencuentro de sus
amigos de la adolescencia.
Marcelo, el narrador/escritor del thriller
bureliano.
Es el encargado
de llevar al lector hasta el desenlace del acertijo, y para eso, señala con piedritas el camino como Hansel y Gretel, para volver a casa.
¿Cómo es
Marcelo? ¿Tiene similitudes con Philip Marlowe el detective que inmortalizó
Raymond Chandler?
Veamos algunos aspectos:
Hace una inteligente introducción sobre sí mismo:
se ocupa de “escritos legales” y escribe para rescatar la historia que, de otra manera,
“estaba condenada a perderse”, y también
para “intentar desentrañar su sentido
oculto”. Fue aconsejado por el
editor para agregar las citas que “acaso sean meros intelectualismos”. Empiezan
a aparecer más piedritas para señalar: no quiere que el lector lo considere un
intelectual. Cuando se avanza en la lectura se encuentran otros datos: es- si
le queremos creer-: “un abogaducho
mediocre” perezoso, disponible,
(divorciado), que escucha jazz, toma
whisky y otras bebidas espirituosas y
hace frecuentes “estudios-incluso
seminarios- alcohólicos”, que le
provocan resaca y dolor de cabeza.
Tiene un “esforzado Chevette” y trabaja en una “sórdida – mugrosa-vetusta- oficina”. Y
tampoco deja pasar la oportunidad para calificarse como “sentimental”. Esta imagen de perdedor, tiene algunas
semejanzas con Philip Marlowe: la oficinita pobre, el gusto por el jazz y el alcohol, las resacas, el uso de la
primera persona para narrar y quizás
algunas ironías. Sin embargo, Marcelo
está concebido desde una visión uruguaya: dice ser sentimental y se tira a menos, pero, conduce y dosifica la narración, descifra el
enigma e incluso, un anagrama vital en el desenlace. Es sí, como Philip, o más
que Philip, un héroe de un tiempo convulso, despiadado, cínico y descreído. Un importante punto a su
favor: pondrá su tenacidad a prueba para descifrar el acertijo, ya que eso le
permitirá “zafar de otros asuntos y de
ese gran expediente inmovilizado que era su propia vida”. Esta búsqueda le
permitirá “ser otro”. Marlowe tiene otras características: Es un “private
eye” solterito, al menos en las novelas concluidas, sin amor y sin sexo. Las mujeres le gustan,
pero tiene la firme convicción de que no
debe mezclar el amor y el sexo con un caso a descifrar. El mismo Raymond Chandler
afirmaba de su personaje:
“I think he might seduce a
duchess and I am quite sure he would not spoil a virgin.” (Pienso que podría seducir a una duquesa, pero estoy casi seguro de que
no echaría a perder a una virgen.)
Marcelo, en
cambio, no es un detective privado sino
un abogado. No sé si podría seducir a una duquesa pero me parece que no
rechazaría a una virgencita si se le diera la ocasión. Tiene otra escala de
valores: dice y no dice y lo que dice hay que tomarlo con pinzas.
En la novela, va introduciendo aspectos psicológicos y
filosóficos: el misterio de los cambios en las personalidades, los lados
ocultos, y los iluminados, (¿quizás por eso la foto de su autor con una parte
del rostro en penumbras?) Se subrayan los cambios de los compañeros del grupo de la
adolescencia a través del tiempo y se
expresa la idea de que el conocimiento del otro es una total utopía porque: cada uno de nosotros había cambiado
demasiado” (pág.119) (...) “los que
habíamos sobrevivido éramos extraños” (pág.284).
Hay una imagen que sintetiza magistralmente el
dolor de esa soledad o sentimiento de “otredad” irremediable:
“(...) el sueño había terminado y estábamos
todos dispersos y distantes, alejándonos como masas de hielo que derivan en un
mar helado”. (pág.371)
En cuanto
a la confusión de la vida y lo
radical de los cambios, lo más
conmovedor es que Esteban, “el coronado de laurel”, -si se atiende
al significado de su nombre-, el
triunfador total, el que todo lo tuvo, el que logró el éxito, la estabilidad
económica, y, el primer premio de la
mujer virgen,- de alguna oscura manera, la liebre abatida con la escopeta-, se
despeñó en la persecución del vano espejismo de un amor no correspondido. Marcelo, en cambio, el perdedor nato, el pobre, el alcohólico, el
que fracasó en su matrimonio, el que quizás tampoco logró ser un buen padre, termina siendo una especie de triunfador, - aunque solitario-
porque dice que no sabe escribir y que lo suyo son
las leyes, pero recupera una historia y a través de ella, una memoria, por
medio de la escritura. Además, sobrevive y sale airoso.
¿Seguirá siendo
protagonista de otras novelas? Condiciones no le faltan.
Las mujeres del thriller
Ya me referí
anteriormente a la imagen intelectualizada de Adriana, “la musa” a través de la mención a la actriz Jean
Seberg. Es la “pincelada” más notoria,
pero no es la única.
Sobre Mónica,
la esposa de Esteban, el lector encuentra estos datos:
(...) “poseía ese tipo de belleza moderna y a la
vez exótica que la cultura de masas imponía desde el norte. Parecía una chica salida de la revista
Elle” (pág.96)
Rosalía, la
madre de Esteban, el muerto, se evoca
joven y tentadora para los adolescentes.
El narrador la trae al relato, por medio
de una sensación auditiva; cantaba en la
cocina, mientras hacía la tarea: “su voz
es profunda y a la vez tersa” (...) y olfativa: “Al moverse, un perfume inconfundible se desprende de ella: las cremas
que usa para suavizar su piel la envuelven en ese aroma fresco y a la vez
íntimo que flota en su baño. Jamás huele a verduras o a condimentos y menos a
detergentes de limpieza”. (pág.51)
Es un recuerdo
sublime-como muchos recuerdos-; no hay mujer que tenga que cocinar
para cinco varones, que se pueda sustraer al olor a milanesas en el pelo o al
de ajo y perejil en las manos. Pero, aceptémoslo. Rosalía es el primer objeto de deseo: la mujer
madura, que se recuerda joven y
apetecible, con sus hijos llamándola por el nombre, y que dejó en la memoria olfativa de
Marcelo el perfume de sus cremas, impregnando
el lugar íntimo del baño, como parte del
halo de su atractivo sexual.
Algunas
expresiones le pararían los pelos de punta a cualquier feminista: las mujeres -si
se presenta la ocasión, – se aprovechan- se toman- (pág. 105) –se sirven- (pág.106) y se tiran (pág. 270)
Ariel cuando recuerda a Rosalía dice:
“-Más que guapa, estaba buena-
Con respecto a
Mónica, el narrador comunica:
(...) “sabía que en el fondo de mis afanes podía
encontrar un asomo de deseo, de ganas de manosearla, y de recogerla-en todos
los sentidos, el figurado y el literal-como otro de los despojos que Esteban había dejado tras de sí”. (pág.198)
¿Sentimentales?
No lo creo. Los “oscuros” (para mí- al menos-más bien clarísimos) objetos del
deseo, tienen una innegable connotación
machista.
En el caso de la enigmática fotógrafa, la
aproximación se hace, en una primera instancia, por medio
de una foto, que da la oportunidad de describir la ropa, la actitud, la
posición frente a la cámara, cálculo aproximado de la edad, y un juicio de
valor: era muy atractiva. (pág.148)
Casi todas
ellas son atractivas.
Con
respecto a Rosalía, se la recuerda en su plenitud, no en su
vejez. Y las que pasan los cuarenta, aún se mantienen, con algunas arruguitas
pero potables a los ojos masculinos. No hay ninguna mención sobre obesidad, várices, glaucoma crónico, celulitis,
diálisis, demencia senil, bastones
canadienses, pañales geriátricos o
similares miserias humanas que
se dan en la “vejentud divino tesoro.” Sí está presente el cáncer. El cangrejo que
destruye plenitudes; pero es muy ágil y
completa en forma meteórica su labor
destructiva. Irene es, quizás por eso, la más “desdibujada”. Apenas se hace mención a
que en algún momento recobra “aquella
antigua mirada de adolescente avispada y reconcentrada a la vez” (pág.18) y
al vacío de su lado izquierdo llenándose
de angustia. Es la cancerosa que no fue musa de ninguno. Profesional,
divorciada dos veces, con un hijo de
cada matrimonio, ningún integrante del
grupo,- en su mejor momento-, “la aprovechó”
“ni la tomó, ni “la sirvió” ni “la recogió”. Todas las palmas se las llevó Adriana.
Marcelo dice que es la antítesis de Adriana.
A mí el significado de los nombres siempre me
interesó porque estoy segura de que “marcan” la existencia- sea en la realidad o sea en la ficción-: no sé si es una
casualidad, pero el nombre Irene significa: “paz” y el de Adriana: “oscura”.
Otro detalle
iluminador: Adriana y la fotógrafa tienen parejas más jóvenes. (¡Bien por
ellas!)
Las
descripciones que hace Marcelo de ambos hombres, son estupendos ejemplos de envidioso
humor corrosivo.
A modo de conclusión de estos apuntes
Marcelo trabaja
pacientemente en el armado del rompecabezas; y el lector también hace lo que puede
para seguirlo, porque desde la lectura de los epígrafes hasta el final, todas
las piedritas que se encuentran en el camino son intelectuales.
El primer
epígrafe es de Arthur Rimbaud:
“J’ai seul la
clef de cette parade sauvage”
“Yo solo tengo la clave de este desfile salvaje”
Y el segundo,
citado en español, es de Raymond Chandler:
“No hay trampa
tan mortífera como la que uno se prepara a sí mismo”
Un comentario del filósofo Gustav Radbruch colabora eficientemente
también, porque señala que todo enigma puede tener la solución pensada por el inventor,
y, además, alguna otra posible, incluso con un sentido distinto al que le
confirió su creador.
Por eso, quizás, en las
pertenencias del muerto, aparece el tomo subrayado o marcado de Las Iluminaciones de Arthur Rimbaud, y un ejemplar de La tierra baldía de
Eliot. Dos textos que son herméticos y por lo tanto, con múltiples posibilidades interpretativas,
incluidas las esotéricas.
Este comentario
de Rops (supongo que es Felicien Rops,) conduce hacia el mismo perfil de
interpretación:
“A la mayor
parte de los textos de Rimbaud es posible hacerle decir aproximadamente lo que
uno quiera, porque las palabras corresponden a realidades con las que
estuvieron identificados sólo por un momento y en disposición de ánimo preciso
que a la sazón se encontraba el autor”. (Pág.232)
Al fin y al
cabo, no es ni más ni menos que lo que ocurre con todos los textos: cada lector
construye, “arma” el suyo propio; de
acuerdo a su real saber y entender. El significado de lo que leemos se “nutre”
de nuestro bagaje cultural.
La lectura de esta obra deja diversas sensaciones: por ejemplo, que el pasado es irreversible o irrecuperable; en
palabras de Esteban:
“Entonces tocábamos la eternidad pero no lo
sabíamos” (pág. 345).
Cualquier
intento por reanudar los lazos de amistad, con pacto de sangre incluido, o de
reinventar la magia del deseo o del amor, son absolutamente vanos. No hay, tampoco, una
visión gozosa de las relaciones carnales: no es suficiente con que
Adriana se descalce y se suelte el moño; lo único que logra es una
gimnasia sexual, a la que le sigue un vacío aún más profundo.
Como dice
Neruda en su poema 20:
“Nosotros los de entonces ya no somos los
mismos”
Deliberadamente
dejé para el final a la fotógrafa, a la mujer
del nombre más connotativo: Moira. La hermosa fascinante, desnuda,
debajo de un vestido transparente, de color amarillo-simbólicamente: esplendor, luz, y
locura-.
La que sacó de quicio a Esteban, y dejó alelado a Marcelo.
Si se atiende
al concepto griego, moira, es “la parte que toca”. La moira
o el destino, de cuyo designio nadie puede escapar, porque lleva implícito
el concepto de fatalidad. Ese destino, arbitrario, caprichoso, dispone a su antojo los amores y los desamores, las
vidas y las muertes, y por último, la separación definitiva -otra forma de
morir- de los amigos de la infancia.
En el
gigantesco juego paradojal de la
existencia, queda sin lugar a dudas, la soledad de los témpanos de hielo, deslizándose, silenciosos, en sus diferentes caminos de una circularidad
inexplicable.
Considero a “El
desfile salvaje”, por todo lo anteriormente señalado, como una especie de “novela-palimpsesto”, porque cada lector, de acuerdo a la interpretación
que haga, borrará y trazará sus propias
marcas, hasta obtener al final, su propia versión. Esta nota que escribí- por
ejemplo- es parte de mi versión.
La escritura – en ese sentido- redime y su contrapartida, la lectura, también.