lunes, 8 de junio de 2020

RECUERDOS BAHIANOS Y UASEROS

En una iglesia del Centro histórico 

 En estos tiempos de pandemia, he dado vuelta todo el  apartamento, y sigo teniendo más y más cosas para ordenar, archivar y descartar.
Es increíble todo lo que se junta  con los años. En todo lo que pude apliqué los criterios de Marie Kondo. Pero aún así, sigo asquerosamente empantanada.
Entre los muchos objetos que aparecieron encontré dos cajas de zapatos repletas con videos VHS ¿Los recuerdan? Parecen prehistóricos, pero  hace unos años eran o simbolizaban la modernidad bien entendida. Sin embargo, esa modernidad pasó rápidamente, se murió el antiguo  televisor culón y el enorme aparato que –adosado al culón- permitía ver mirar pelis o videos.
De a poco, con una empresa que se ofreció para la transformación, empecé a convertir los VHS  en   DVDS más amigables para volver a ver.
El primero fue   un “Viaje a Bahía 1994”.

En el ómnibus del paseo 

No es un video casero pero casi. Lo hizo la empresa Turis Club que, por esos  años, vendía  unas excursiones  fabulosamente completas que consistían en el vuelo charter a Bahía, hoteles, algunas comidas y los paseos acordados para la estadía. El servicio era  más personalizado que lo que hacen habitualmente las agencias actuales, que “empaquetan”  a las personas y las mandan para que otra agencia- en los países que se visitan- las paseen a vuelo de  pájaro, a un ritmo absolutamente vertiginoso que  no permite apreciar nada. En el paseo a Bahía, en cambio, llevábamos guía personalizado  desde Montevideo-que no nos dejaba ni a sol ni a sombra- y, se ocupaba de los posibles problemas que nos surgieran. Realmente un buen servicio. Quizás por eso desapareció. Lo miré anoche, no es ninguna obra de arte ni mucho menos, está hecho de retazos,  pero cuando llegó el momento del registro de los paseos me emocionó vernos, más jóvenes y papanatas, como solíamos ser, observando todo con curiosidad y participando en lo que podíamos y como podíamos. No fueron únicamente rosas, recuerdo que alguna vez nos quedamos sin comida porque la “picada” fue barrida por los comilones que arrasaron con todo.  Recuerdo a los paseantes y las características que mostraron en el viaje, aunque se me perdieron en el fondo de la memoria los nombres.

¿Qué estaría buscando en el bolso?

 El segundo VHS que  mandé transformar era casero. Estaba dentro de un “convertidor”- esto es, otro aparato más grande, donde iba el más pequeño. Honestamente, no me acordaba qué contenía el pequeño. Resultó ser la grabación de un debate de clase de no me acuerdo qué año. Nada del otro mundo, pero me resultó muy enternecedor ver a los estudiantes que hoy son ya hombres y mujeres profesionales, en la etapa de los doce o trece años en un simulacro de “DEBATE ABIERTO” -evidente plagio televisivo-. Recordé los nombres de todos ellos, menos el del central. Detuve la trasmisión, saqué una foto del susodicho y la puse en Facebook para que sus compañeros lo reconocieran. Primero me dijeron el apodo: “Dolly”- “la oveja Dolly”- y después el nombre y el apellido completo. Y a mí también me cayó la ficha y el recuerdo.
"Dolly"

Pensé entonces, en aquel fragmento de la novela “La tregua” de Benedetti, cuando el protagonista se encuentra con un condiscípulo y no se acuerda de quién es. Como hemos hecho alguna vez en nuestra vida, disimulamos para ver si la memoria nos da alguna pista de la identidad. Y, si eso no ocurre, esperamos a que alguna circunstancia nos revele la incógnita. Así pasa en la novela. Martín Santomé- el protagonista- va a cenar a la casa del condiscípulo, aún sin saber quién es- después  aparece el consabido sobre con fotos para compartir con el recién encontrado. Ahí, en una foto, se revela el misterio*.
"Andrés"

"Agus"

"Gonzalo"

Leticia 















"Mati" 












"Maggie"

Por esa razón, y porque la pandemia me pone más nostálgica de lo que soy habitualmente, decidí escribir estos recuerdos bahianos y  uaseros**.
Posdata:
Querido Dolly: Tu apodo no carga ninguna ignominia, por cierto (el de La tregua, sí).
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*FRAGMENTO DEL EPISODIO DE LA NOVELA LA TREGUA CUANDO SANTOMÉ DESCUBRE QUIÉN ES MARIO VIGNALE.

(…) “Esta foto la sacó Falero. ¿Te acordás de Falero? Vagamente. Por ejemplo que el padre tenía una librería y que le robaba revistas pornográficas, preocupándose luego de divulgar entre nosotros ese aspecto fundamental de la cultura francesa. “Mirá esta otra”, dijo Vignale ansioso. Allí también estaba yo, junto al Adoquín. El Adoquín (de eso sí me acuerdo) era un imbécil que siempre se pegaba a nosotros, festejaba todos nuestros chistes, aun los más aburridos, y no nos dejaba ni a sol ni a sombra.
No me acordaba de su nombre, pero estaba seguro de que era el Adoquín. La misma expresión pajarona, la misma carne fofa, el mismo pelo engominado. Solté la risa, una de mis mejores risas de este año. “¿De qué te reís?”, preguntó Vignale. “Del Adoquín. Fijáte qué pinta.”
Entonces Vignale bajó los ojos,  hizo una recorrida vergonzante por los rostros de su mujer, de sus suegros, de su cuñado, de su concuñada, y luego dijo con voz ronca: “Creí que ya no te acordabas del mote. Nunca me gustó que me llamaran así”. (…)

MARIO BENEDETTI- Novela LA TREGUA Pág. 29 Ed. Sudamericana, Buenos Aires


jueves, 14 de mayo de 2020

LA PANDEMIA Y YO

Caminador para ejercicios 

Hace un par de meses esta situación mundial que estamos viviendo habría sido impensable. La realidad se nos vino encima sin darnos aviso previo.
Un día andaba libre, yendo a Viaaqua a mis clases de TAICHI, recibiendo a una amiga que hizo lo imposible para volverse a su país natal después de vivir más de treinta años en Alemania y ahora, no podemos vernos personalmente porque estamos en edades riesgosas. Yo –obviamente- no puedo ir a Viaaqua, y la disciplina de TAICHI no tiene suficientes adeptos como para hagan clases por zoom. Así que estoy pagando una cuota elevada por nada. Hace años que aprendí que había que tomar al toro por los cuernos, pero esta vez me agarró más vieja, más cansada, más debilitada, medio descolada física y emocionalmente y  ya no tengo fuerzas para pelearla tanto. Sin embargo, a medida que pasan los días, comunicándome por zoom o por skype, me fui dando cuenta de que no me queda otra. O lucho o me voy al carajo. Así nomás. Por lo tanto, junté coraje y empecé a batallar otra vez. Me hice una nueva rutina. Ya no me levanto a las  8 de la mañana para salir, pero a las 9 es buena hora para comenzar la fajina. Para eso, hice reparar o compré nuevos aparatos de cocina, y, me puse con ánimo a buscar recetas de mis preferencias. Como tengo todo el tiempo del mundo, comprobé que me salen bastante bien. Incluso el pan con masa madre- que lleva tiempo y dedicación pero queda crocante y sabroso- Y hasta me atreví a elaborar platos más sofisticados, y también al pan de nuez y al de dátiles con pasas de uva y miel.
De todas maneras extraño mucho el contacto físico, los abrazos, los besos, las sonrisas y las miradas. No hay aparato que pueda suplir el agrado de recibir manifestaciones de afecto. Vi alguno por internet: una especie de túnica con mangas que les ponen a los abuelos para que abracen a sus nietos- un verdadero desastre-.
 También vi las soluciones  que se dan para abrir comercios, mantener la debida distancia y hacer los pedidos de comida electrónicamente- no a una persona sino a un chirimbolo que la va a levantar. Cuando está pronto el pedido avisan con otro chirimbolo similar que suena en la mesa para que el comensal se incorpore y lo retire. Otra pena enorme. La verdad. Yo nunca fui muy besuquera ni abracera. Trabajé más de veinte años en un colegio norteamericano, que no incluía la efusividad del tratamiento que nosotros tenemos actualmente incluso con los recién conocidos. Aprendí a mantener la distancia, a esperar para ver la reacción del otro en una presentación, y a no acercarme demasiado. Me acostumbré.  Lo único que al salir de Yanquilandia- como le decían mis colegas uruguayas al UAS- y  regresar a Montevideo- , notaba que me había vuelto bastante más distante que el resto de la población.  
Nos esperan tiempos de varios reaprendizajes: no  nos bastará con  lavar con alcohol los productos que nos traen de los mercados, ni lavar la suela de los zapatos con una solución de hipoclorito, y las manos con asiduidad. Ignoramos si volveremos a viajar, si saldremos alguna vez de nuestras casas con la misma naturalidad que teníamos a principios del año 2020.
Ayer, en el hotel de al lado, depositaron a una población proveniente del Greg Mortimer. Un crucero que anduvo buscando dónde desembarcar a su población. El Uruguay, con su carácter de país de apertura, aceptó. Dispusieron de un ruidaje tremendo, con sirenas policiales, ómnibus de transporte, vigilantes y demás. Y, al día siguiente, armaron a las once de la mañana una especie de show musical de entretenimiento. Yo, estaba tratando de cranear un texto. Tuve que dejarlo porque el ruido era tan potente que me fue imposible concentrarme. Discutí con una vecina  porque no me pareció una medida acertada. ¿Hacer ruido para qué? ¿Para celebrar qué? ¿Que los veteranos nos morimos como moscas? ¿ Que la pandemia se sigue extendiendo y que tendremos que vivir con ella con el riesgo de quedarla en cualquier momento?
A propósito:
 ¿Cómo serán nuestras futuras relaciones sexuales?
¿Volveremos a tener contacto físico? ¿Nos volveremos a abrazar y a besar con los cuerpos desnudos otra vez?
Mi abuela de crianza me instruía, cuando yo era una chica de once años, sobre cómo habían sido sus primeras noches con el marido y me mostraba un camisón amarillento, amplio y largo que tenía un agujero en el medio. No se desnudaban. El abuelo sacaba su cuestión y se lo ponía por ese agujero, lo suficientemente grande para meter el pito, pero no tanto como para que se pudiera ver algo. Indefectiblemente, esas relaciones se tenían los días sábados, después del baño semanal. Y nacieron un montón de muchachos engendrados así. No había otra modalidad. Tampoco habría amor o juegos eróticos. Era lo que había que hacer para procrear y punto. Pero las generaciones que siguieron- o seguimos- reclamamos otros derechos. El derecho a la desnudez, a sentir el cuerpo del otro con su olor particular, el derecho a las caricias previas, a los besos prolongados y a los agradables juegos eróticos. ¿Volveremos-por la pandemia- a las relaciones como las que tenían los abuelos? ¿Será posible?
No lo sé.
Sí sé que habrá cambios. Y que serán radicales.
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domingo, 12 de abril de 2020

FELICES PASCUAS

Bacalao a la vizcaína- foto tomada de Internet-
El de mi tía era más bonito y suculento

En medio de una pandemia que  nos ha enajenado totalmente, igual es necesario desear “felices pascuas” a los que queremos. Lo hicimos durante añares, sin pensar demasiado en el sentido de la frase. Naturalmente, nadie esperaba nada como lo que nos está tocando vivir en estos momentos.

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Cuando iba a la escuela de monjas era la frase más natural del mundo. Y la decíamos  distraídamente, mientras comíamos nuestro huevo o conejo de pascua y guardábamos la sorpresita que aparecía adentro. Tampoco nos cuestionamos demasiado por la tradición. ¿Qué significa ese “huevo (o conejo) pascual”? La resurrección. La fertilidad. En la biblia nunca encontré ninguna mención, pero aún así parece que es una tradición que viene de antiguo. Incluso, los huevos se esconden, y se encomienda a los niños para que los encuentren. Muchas veces los escondí lo mejor posible para que mis alumnos se divirtieran buscándolos. Y así ocurría.
Pero, hoy en día, me he cuestionado el juego y el dichoso huevo porque hay gente que no tiene nada para comer y mucho menos un huevo de chocolate que vale una fortuna a juzgar por los precios que vi.
En las distintas casas donde viví se conmemoraban las pascuas aunque no hubiera gente muy religiosa. De esos lugares me quedaron costumbres que mantengo hasta ahora: por ejemplo: no como carne el viernes santo- Una tradición que en algunos casos fue costosa de mantener desde el punto de vista familiar.
Mi tía-madrina observaba esa tradición y preparaba para ese viernes un delicioso bacalao a la vizcaína que le quedaba de chuparse los dedos. Todos esperábamos que nos invitara para saborearlo. No había placer mayor que ese. Para comer su bacalao, muchas veces, nos trasladábamos hasta su casa de Punta Fría, donde, sin lugar a dudas, íbamos a tener un fin de semana de novela. Sin embargo, un día su tradición absoluta, tambaleó, porque apareció uno de los hermanos con un suculento asado, que de inmediato el tío Egisto quiso hacer en su estupenda barbacoa. (Aclaro para los que no lo sepan que el tal tío era el  rey de la comparsa y, si se quería pasar bien de bien, lo mejor era no contradecirlo. Pero la tía también tenía su hinchada propia porque su bacalao era una de esas exquisiteces que no había que dejar de lado de ninguna manera). Se gestó una discusión muy singular y –para zanjarla- el tío Egisto empezó a preguntar uno por uno a todos los comensales qué preferían- si el bacalao de la  tía o un buen pedazo de asado de él-. El tío era un señor asador. Llevaba encima muchos años de obra- es decir que había trabajado en la construcción- y había aprendido a hacer unos asados descomunales. El otro tío hermano que había traído la semilla de la discordia en forma de un asado, no sabía dónde meterse. Y tampoco sabía qué elegir sin quedar mal con ninguno de los dos.  
Fue un duelo de titanes. El Titán Egisto  y la Titana Estela.
No se podía contestar: “A mí me da lo mismo”, porque ambos tenían un prestigio ganado en años de elaboración de sus delicias. Había que elegir. Y elegir bien. Al final, creo que fui yo la que rompí con todo protocolo y señalé que, en esa casa,  siempre se había comido bacalao en viernes santo, y que el asado bien podría quedar para celebrar el Sábado de Gloria. Ardió Troya. El tío Egisto se retiró a su dormitorio, muy enojado y yo gané doble ración de bacalao. Pero no lo podía disfrutar pensando que el Titán mayor se había enojado conmigo- y quizás para siempre, porque era muy rencoroso-
Pero la tía, que era muy intuitiva se dio cuenta de mi zozobra y me palmeó un hombro diciéndome estas palabras: “no te preocupes, después de la siesta, el cristiano, (siempre lo nombraba así cuando se enojaba)  se va a levantar fenómeno”. Y así fue. Efectivamente. Por suerte. No se enojó conmigo para siempre y el sábado tuvimos su suculento asado hecho a las mil maravillas.
Por lo tanto, chiquilinada, en honor a mis tíos- ya fallecidos-  celebren lo mejor que puedan. Con pandemia o sin pandemia. Siempre.
¡Felices Pascuas!





miércoles, 8 de abril de 2020

¿ Y si mañana?


Pinchen el enlace para escuchar la canción. Vale la pena. 

Mina en su juventud. Foto tomada de internet

A veces, sin  ninguna lógica, me despierto con el sonido de una canción en mi mente. Y, también, arbitrariamente, la tarareo. No siempre me acuerdo del nombre, pero las telarañas de la memoria, que tienen cauces insospechados, de pronto,  me traen algún recuerdo, alguna circunstancia, algún hecho que se asocia con la melodía y ¡zas! aparece nítida en el pasado que la albergó, y, que ahora, vuelve caprichosamente al presente.
No siempre se asocian con la felicidad. Sí, en cambio,  con una especie de melancolía por lo que no fue (pero que pudo haber sido). También me pasa con algún poema (muy pocos, porque no soy muy afecta a la poesía),  -que sentí- que podría haber escrito yo. Por ejemplo, el de Idea Vilariño que se llama “Ya no”.   Es un poema para sentir más que para analizar anáforas, encabalgamientos y demás tristezas. Suena en lo profundo de cualquiera que haya tenido que tolerar que el  adorado conviva con otro ser sin ofrecerle ninguna oportunidad para compartir esencialidades:”no viviremos juntos/ “no criaré a tu hijo/ no coseré tu ropa”. ¡Qué sensación de impotencia! ¡Qué despojo de la palabra! Siempre me dejó un enormísimo vacío. Nunca  quise analizarlo en clase. Llevé otros poemas de Idea, otros poemas de Benedetti, pero nunca “Ya no”.
En el plano musical me pasa algo similar con algunas canciones. No necesariamente son nuevas, tampoco son entonadas por cantantes actuales; pero se enredan y asocian en mi memoria con obstinación. Probablemente con la misma idea, con el mismo irritante concepto.  ¿Habrá un mañana? Esta canción de Mina, por ejemplo: “E se domani”.

Esta pandemia irracional que se nos desató nos confinó a muchos despóticamente. Sobre todo, a los veteranos, que no podemos-ni debemos- exponernos a los peligros del contagio. Algunos comprenden. Otros no. Se ve mucha gente-pese a las recomendaciones-  en las playas y en los parques tomando mate sin ningún tipo de consideración por los otros.
Para una población que no ha comprendido aún la gravedad de la situación esta pandemia-tomada a la ligera-  significa tiempo para la diversión. Muy alejada de la realidad siniestra que  se nos vino encima y nos aplastó irremediablemente. No nos dejó ni el aire para respirar, porque la enfermedad sofoca y liquida.
Quizás por eso, el título y parte de la letra de la canción de Mina se me colgó irremediablemente junto con sus  ojos delineados, su anillo colgante (que tanto admiré) y  su vestido negro. “E se domani”.
 ¿ qué mañana? Así, sin más:
 “Habré perdido el mundo entero, no solo a ti”.
Patético. ¿No?


sábado, 21 de marzo de 2020

“DE PELÍCULA”

Un episodio de la fiebre amarilla Juan Manuel Blanes

Era una expresión que se usaba mucho en el siglo pasado. Significaba que la situación se había salido tanto de cauce que parecía increíble.  Imposible concebirla un día  antes. Muchas veces los seres humanos nos enfrentamos a escenarios terroríficos, de este estilo: una pandemia maldita, iniciada vaya a saber cómo que tiene sobre ascuas a toda la humanidad. Sobre todo a los vejestorios como yo, porque somos una  población vulnerable. De pronto, nos sentimos débiles, sucios, pobres, encerrados, desgraciados,  en peligro, sin escape.

Las noticias que circulan no son alentadoras. Únicamente, podemos tomar medidas para evitar el contagio, que no se sabe exactamente cómo ni  de dónde podrá surgir.
Las medidas del gobierno y el terror a lo desconocido  han provocado paulatinamente el cierre de comercios, cines, teatros, y todos los espectáculos públicos que sean multitudinarios. El bicho ataca en las aglomeraciones, a todos los débiles, a los mal  sopeados,  y a  una población inerme como la mía, que es la de los viejos, por supuesto. Porque estamos medicados por distintas dolencias y porque el organismo ya no resiste los embates ni del tiempo, ni de las pestes. Acá estamos silenciosos, desconfiados, medrosos, no asomamos el hocico afuera por temor a que la peste nos liquide.
En el plano artístico recuerdo el cuadro de Juan Manuel Blanes: Un episodio de la fiebre amarilla, y el de Otto Dix, que se llama: El vendedor de cerillas.

En el primero, Blanes plasma la muerte de una madre joven, víctima de la peste. El ambiente es desolador: un pequeño niño está hurgando en su seno, el marido yace en una cama- al fondo- hace falta mirarlo con detenimiento para verlo- mientras los médicos observan con impotencia.
En el segundo, de arte macabro, vemos un sobreviviente de la guerra, muy maltrecho, lisiado para siempre, que intenta-vanamente- vender fósforos. Vanamente, porque la gente huye de él; se ven las enaguas de una mujer que escapa, que no sólo no quiere ayudar, sino que trata rápidamente de poner distancia, también los pantalones y zapatos de caballeros con la misma actitud. Hasta el perro, parece querer salirse del cuadro para no participar del horror. 



¿Nos creíamos invencibles? No lo somos. Basta una peste desconocida para ponernos en nuestro verdadero lugar.


¿Qué cuadro plasmará esta pandemia del siglo XX?


jueves, 30 de enero de 2020

CURÁNDOSE EN SALUD


Este verano, debido a varios cambios forzosos  que tuve que efectuar, me quedó más tiempo disponible. Después de las lecturas, Netflix es una buena opción de entretenimiento.

Sirve para incorporarse sin enormes esfuerzos

  Además de las docuseries interesantes, he visto desde sus comienzos Grace and Frankie. Las primeras entregas me resultaron amenas, jocosas y livianas. La sexta temporada es bastante más ácida. Explota más el humor negro con respecto a lo que por acá llaman “los adultos mayores” o los “de la tercera edad”. Obviamente que los protagonistas son octogenarios y septuagenarios; a excepción del “nuevo” marido de Grace que tiene alguna década menos, pero todos ellos se destacan por tener un buen sentido del humor por momentos hilarante, que, de todos modos, deja hilos que nos llevan a pensar que la vida es así; que por más que nos cuidemos y que los médicos nos receten esto o lo otro, llega un momento en que las articulaciones nos cobran los años vividos y no nos  dan lo que se espera de ellas.
Evita romperse la crisma

 En una comedia vi a un marido explotar una debilidad de su esposa: le apretó todos los frascos de la cocina de manera tan efectiva  que no los podía abrir de ninguna manera (la  obvia solución era: perdonarlo y llamarlo para que la auxiliara). Yo también me curé en salud en ese aspecto: tengo pinzas de todo tipo que pueden abrir cualquier cosa. Me falta conseguir que los clavos se mantengan en su sitio sin romper las paredes.
 A mí siempre me gustó bailar. En un crucero que hice, se armaban grupos de baile con instructores. Las que íbamos “sueltas” siempre teníamos a mano a alguno de los danzarines. A mí me tocó uno joven, ágil, que daba las vueltas como un trompo. Lamentablemente pese a todos los esfuerzos que hice  no lo pude seguir. Mis giros eran muchísimo más lentos. Primera comprobación de que los sesenta/setenta no son los quince.
 Después de mis ejercicios de Taichí, voy a desayunar a un conocido lugar de plaza. Los que vamos después de las once,  somos todos veteranos. Todo  privilegio tiene sus oscuridades: vi a uno de los más avanzados en edad, pedir ayuda para poder incorporarse. Lo miré aterrada y me curé en salud. Me siento cerca de algún lugar que me pueda servir de apoyo en caso de necesidad.
Inclinarse, sentarse, y pararse han pasado a ser palabras mayores.
Yo, con la misma idea, ya tengo un calzador largo para los zapatos.
El artefacto, me evita tener que agacharme demasiado con el consabido dolor de cintura o espalda. 
Con los ejercicios de gimnasia me pasa lo mismo.  Fui dejando los que me fueron resultando excesivos y  traumáticos, y me quedé con los de Taichí; además, hago únicamente los  que puedo hacer. Los de equilibrio ya me cuestan mucho, así que los practico arrimada a una columna o pared. Es probable que en breve, tampoco los pueda hacer. Hay varias que se hicieron esguinces y se quebraron brazos. La edad trae también más fragilidad. No es lo mismo curar un esguince a los veinte que a los setenta. Puedo asegurarlo.
Otro peligro inminente en estas edades son las bañeras altas. Hay que subirse a ellas con sumo cuidado, tratando de agarrarse de donde sea para no resbalar y romperse la crisma.
Con respecto a los inventos de Grace y Frankie, creo que el  último  no lo necesito. Ya me las ingenié para ese menester lo mejor que pude, a juzgar por las fotos.
De todas maneras, sigo atentamente la serie. No sea que encuentre  otros menesteres que me vengan bien.
Levanta-cortinas eléctrico. Evita el enorme esfuerzo

Con la edad falla la vista, las rodillas,  la memoria, el equilibrio. Lo único que nos queda es “curarnos en salud”. A medida que se envejece, hay que  ir buscando sucedáneos que nos hagan la vida soportable.
También me  queda la cada vez más  peregrina idea de que Keanu Reeves, aparezca por mi casa. No puede demorarse mucho. Tiene 55. En breve será un sexagenario.
Arte macabro: El vendedor de cerillas( Otto Dix).
Una obra que me resultó muy patética. Un vendedor de fósforos, lisiado. La gente
huye  y hasta el perro está espantado. 

martes, 21 de enero de 2020

TRANSPORTE EN PATINETA: SINIESTRO PELIGRO PARA PEATONES

Siniestro peligro en dos ruedas 


Hace   un  tiempo  se puso de moda el uso de monopatines sobre la vereda. Son compañías extranjeras. Tengo entendido que una ya se retiró. El  negocio se ve que no fue rentable. Lamentablemente para las personas mayores (como yo) no son nada  aconsejables. No únicamente para andar, sino para esquivarlas. Conozco varios casos de personas que terminaron lisiadas por haber sido atropelladas por una patineta largada a toda velocidad por la vereda.
Por esa, razón y otras de la misma índole, me parece una brutalidad más en una ciudad donde nadie respeta nada.
He leído de parte de autoridades zonales el total beneplácito con esos medios de transporte. El argumento: todos tenemos el derecho a disfrutar de la ciudad. Por supuesto, siempre que  nuestra felicidad no nuble para siempre la de otros. Sé del caso de una mujer  que fue atropellada en la vereda de la rambla. Su vida no volvió a ser nunca igual después de las lesiones que experimentó. En su caso fue una bicicleta-por la vereda, por supuesto-  a una velocidad vertiginosa.
Las veredas son para los peatones. Es un derecho.  Que no se nos olvide.



sábado, 11 de enero de 2020

EL PEPE DE KUSTURICA

´Foto tomada de Internet para ilustrar al Pepe de Kusturica

Dicharachero, alevoso, sabandija, a veces  simpático, transgresor, zaparrastroso y de pocas pulgas, así se presenta por todas partes cosechando  aplausos y críticas. Para nosotros y para el  mundo es “el Pepe Mujica”, y así se catalogaron todas las cosas que propició: desde las viviendas populares “para los pobres más pobres” hasta el asado—de calidad más o menos—que también fue “el asado del Pepe”.
Los periodistas que lo entrevistan, no siempre están de acuerdo con él, y muchos ciudadanos tampoco. Lo encuentran burdo, tosco, con las uñas mugrientas, desaliñado, sucio.  A él le importa un bledo que así sea. Estuvo  sometido a las humillaciones más burdas del universo, sufrió oprobios horrorosos,  no tiene porqué ser de otra manera. Y no lo es.

Otra foto de Internet: Es el Pepe, siempre. 


El documental de Emir Kusturica no escapa a los lugares comunes: El Pepe que  ceba mate, escupe el primero a un costado, le da el siguiente a tomar, —con cara de pícaro y gran divertimento— (porque Kusturica, como muchos extranjeros no sabe que hay que sorber hasta la última gota  y hacerlo sonar); la plaza Independencia; segmentos de la peli “Estado de sitio” de Costa Gravas; fragmentos de charlas con Rosencof y Fernández Huidobro, sus compañeros de batallas y de guerra. Cada uno con su estilo inconfundible. Cuando Kusturica le pregunta si se arrepiente de algo, él,  pese a haber sido un líder guerrillero, de lo único que se arrepiente es de no haber tenido hijos.
Mauricio Rosencof, el escritor y dramaturgo,   mantiene su empaque y actitud, fue un joven de buen ver, que participó de la lucha armada tupamara y no muestra arrepentimiento en ningún momento ni de ninguna manera.
Eleuterio Fernández Huidobro, el apodado “Ñato”,  falleció. En el documental se pueden apreciar sus juicios sobre sí mismo y sobre los rehenes —que fueron nueve—
Sin embargo, el Pepe de Kusturica, no es de ninguna manera el único. El verdadero Pepe tiene otras facetas que le ha grabado la vida a cachetazo limpio, por aquello de que — “como te digo una cosa, te digo la otra”—.
Si bien hay algún momento donde recibe  los improperios de un contra, me parece  que se mandó más de una barrabasada que habría sido digna de recordar, porque  el verdadero Pepe nunca se anduvo con chiquitas. Hasta ahora, dos por tres insulta hasta a sus propios compañeros de partido. Y más de una vez ha tenido que recular “porque se le fue la boca”
A mí me quedó grabado uno de sus despropósitos geniales: cuando le dijo al periodista Néber Araújo: “¡No sea nabo! “Y lo descolocó. No fue la única. Hubo muchas más. Pero no fueron—evidentemente— del interés de Kusturica, al que le interesó más el Pepe del cual habla todo el mundo: el Presidente más pobre del planeta, el que vive—según sus propias palabras: “como vive la mayoría”.  
 La música está poblada de tangos argentinos, que el Pepe y Lucía incluso  tararean. Por suerte, el cantante  Julio Sosa era uruguayo. Una pena, porque hubo grandes compositores uruguayos que habrían merecido andar entreverados por ahí. Pintín Castellanos, por ejemplo.
  La mayoría—tanto en Uruguay como en el extranjero— admira al viejo guerrillero, con  su forma de vivir acorde con una filosofía que lo ha caracterizado: la de la austeridad, la de  que cuanto menos tenés es mejor, y que no se necesita más de lo que él tiene.
Acorde con esa filosofía, que llama la atención a todo el mundo, no  vive en un palacio ni mucho menos. No es una granja es un rancho paupérrimo, con las paredes descascaradas. Tampoco usa pijama—sería un lujo— sino calzoncillos y camisa. Engancha sus chancletas y se levanta así nomás. Va a la carnicería personalmente a buscar carne picada. Comenta que Manuela le sale más cara que un chancho. (La película llevó su tiempo,  fue hecha antes de la muerte de Manuela). Al volver a su rancho, se lo ve en plena tarea, preparándole la comida, mientras Manuela se lame y lo observa como si fuera un dios. Y para ella, — y para muchos— lo fue y lo es. Sin lugar a dudas. Parecería que para Kusturica también—a juzgar por el documental—. Al menos, lo mira con devoción y picardía. Y sus adeptos también. Pero, insisto,  no es la única campana. Hay otras que habrían merecido algún tañido para que la película no fuera la apología que es, ya que  resalta la figura del Pepe pobre, el solidario, el que vive en un rancho, con la mujer que eligió para compañera. El mismo que dice  que el amor es el mejor refugio. Y quizás lo sea, por cierto. Pero faltan matices que  los uruguayos sabemos que están por ahí. El héroe también puede y tiene sus caídas, sus desmayos, sus falencias. Y también lo sabe. Y tampoco le importa. Pero, decíamos, este Pepe es el “Pepe de Kusturica”. Así se puede ver y también discutir y polemizar. Total  a él, le importa un rábano.

martes, 24 de diciembre de 2019

MAS Y MÁS TRADICIONALES

Cola para conseguir taxi en las tradicionales 


Llegamos otra vez a las fechas más fatídicas del consumismo feroz.
No es la primera vez que abordo el tema. 
Ya lo hice en http://cosasdeviejucin.blogspot.com/search?q=las+tradicionales
 Pero insisto, porque  también tengo claro que a medida que pasan los años, se van agudizando los problemas referidos al consumismo. Se compra cualquier cosa (sin importar el precio) porque queremos suplantar con un regalo la carencia de afecto que no hemos manifestado en todo el año, y, probablemente tampoco en mucho tiempo.
Los seres humanos corremos como insectos enloquecidos  en todos los negocios. Es cierto que hay mucho incentivo originado en las agresivas publicidades de compra, que se obedecen sin pensar en cómo se  van a pagar las inutilidades adquiridas, pero de todas maneras, es monstruoso.
Además de las compras, se incentivan los gastos de locomoción. La foto que ilustra esta crónica la tomé en la parada de taxis del Punta Carretas Shopping. En ninguna época del año se generan filas así.
A la publicidad habitual se le suma la que mandan por mails, o por las redes sociales, que contribuyen nefastamente a despertar  deseos. También hay una agresiva campaña por teléfono. Yo no sé cómo se hacen con los números porque  hace años que saqué el mío de circulación de la guía—precisamente para evitar las invitaciones a comprar—. Me he vuelto cada vez más dura para contestar porque  el  personal viene cada vez más preparado para insistir machaconamente para que gestionemos tal o cual tarjeta de crédito, cuyas ventajas parecen ser extraordinarias. No es así. No hay nada extraordinario. Después de obtenida la tarjeta, y creerse que hay algún descuento conveniente, la tan magnífica tarjeta será cobrada como otra cualquiera engrosando nuestras deudas a pagar.
Ayer, por ejemplo, me llamaron para ofrecerme otra tarjeta bancaria. Al comienzo, se presentaron—tengo archiconocido el procedimiento—fulano o fulana de tal o cual institución. Seguidamente pidieron conmigo,  muchas veces por mi segundo nombre que uso únicamente en circunstancias muy especiales, y ahí vino la carga. Esta vez, era del Club Atlético Peñarol, —o por lo menos el que invocaron— del cual soy socia hace años. No iba a atender, porque el teléfono tiene contestador, pero después pensé que podía ser algún conocido de los múltiples que tengo en el exterior que  me llaman para saludarme, y, atendí. Después del habitual protocolo, una mujer, evidentemente preparada para exhortar hasta el cansancio, me dijo la consabida: “¿no le gustaría tener X descuentos en tales y cuales comercios con esta infalible tarjeta de crédito?” Le contesté que no; que no me interesaba, y que no insistiera. Colgué. A veces, vuelven a llamar inmediatamente,  y en esos casos,  dejo que  el contestador haga lo suyo.
Una única razón: No quiero tener más tarjetas.

El supermercado Disco, pasó del banco República—con el cual se generaban puntos para retirar premios— al banco Santander. Iniciaron una agresiva campaña para que el público aceptara el cambio de banco y tarjeta. Yo, ya la tuve, porque cuando trabajé en la Universidad, me pagaban con ese banco, pero la di de baja  porque una veterana jubilada  ¿para qué querría tener seis o siete tarjetas de crédito que no podría usar ni  pagar nunca jamás?

De todas maneras, la agresividad de las propuestas es insistente, porfiada y nefasta. Habrá que armarse para  resistir a toda costa. ¿No?

Bueno, pásenlo lo mejor que puedan, no coman ni beban en exceso, y regalen lo que les parezca, pero sobre todo, sean felices y no dejen de soñar con imposibles. ( Keanu: estoy esperando tu llamado.)  Es lo único que vale la pena. 

domingo, 17 de noviembre de 2019

LO IMPOSIBLE CUESTA UN POQUITO MÁS



Mi taza de la ilusión 



Desde que Keanu apareció de la manito de su nueva novia, me llovieron todo tipo de condolencias en las redes sociales. Me exhortaron a que no tomara más el desayuno en la tacita mágica, y que dejara  de  pensar en imposibles.
Chiquilinada: En las redes sociales agradecí las manifestaciones de ¿solidaridad? Pero ahora, me voy a   explayar un poco más.
En la película de Quentin Tarantino que llevó el título en español de “Tiempos violentos”—más acertada la expresión en inglés: “Pulp Fiction”— hay un diálogo sin desperdicio entre el personaje de John Travolta (Vincent Vega)  y Samuel L. Jackson (Jules Winnfield)  que, traducido,  es más o menos así:
—Tú presenciaste un milagro, yo vi un suceso insólito.
   ¿Qué es un milagro?
—Es un acto de Dios
   ¿Y qué es un acto de Dios?

   Cuando Dios hace posible lo imposible.

 Según la creencia que sostengamos, Dios (el destino, el azar, la vida, las circunstancias o lo que ustedes crean) hay una tendencia general a que lo imposible deje de serlo, o, por lo menos, que sea algo muy  difícil pero nunca irrealizable. Ya escribí sobre este tema en el texto Encrucijadas.


 Pongo otros ejemplos contundentes:

De  Maradona se dijo que  no podría jugar al fútbol- dada la robustez de sus piernas cortas- y que Monzón no podría boxear, porque tuvo raquitismo en la infancia. Bien. Ni tanto ni tan poco. Ambos pudieron ser campeones, aunque sus condiciones físicas no fueran las requeridas, porque para salir adelante en la vida, se necesita ni más ni menos que voluntad. Si se quiere, se puede. Otro factor que incide en las decisiones de nuestra vida, se llama suerte, o destino, o Dios. Según lo que creamos.

 
En Maastricht, con D'Artagnan 


En nuestros años juveniles hacíamos una lista que se llamaba “Venga y atrévase a soñar” (título de un exitoso programa de televisión de aquellos años). Ahí anotábamos más que nada sueños que, dada nuestra franciscana pobreza, parecían absolutamente  irrealizables: tener  casa y auto propios, viajar a Europa, y  otras tantas cosas que parecían en su momento de una galaxia diferente.  Cuando nos acostábamos rendidos de estudiar y trabajar, dedicábamos un rato a contarnos cuentitos. Todos tenían final feliz. Nadie nos había hablado aún de la “ley de atracción”, pero quizás nuestro instinto nos guiaba, y conciliábamos el sueño con una sensación de alegría, porque las disparatadas esperanzas nos catapultaban hacia el infinito. A mí se me cumplieron varios imposibles.  Por ejemplo: la obtención de todos los títulos que tengo colgados en la pared y que me permitieron durante muchísimos años trabajar como docente en un instituto internacional norteamericano, incluso, con cargos de alto nivel. En ese instituto tuve la gracia de conocer personalidades que venían al país por razones laborales: embajadores, empresarios, profesionales de todas las áreas, y un sinfín de gente interesante con la cual podía departir amistosamente.  Nada de eso me habría ocurrido si me hubiera quedado pura y exclusivamente en el ámbito de mi país. Pero en un determinado momento pegué el salto, y me salió bien. Allí, trabajé más de veinte años. También viajé a perfeccionarme con cursos y maestrías—porque un requisito ineludible era seguir estudiando—Y conocí otras culturas, otras maneras de pensar y de ser, que me fueron muy útiles.  Las ilusiones  nos abren puertas que pensábamos cerradas a cal y canto, y nos trasmiten una sensación de esperanza que nos mantiene en estado de alerta.
Yo seguí —y sigo— soñando. A veces, con una sensación de realidad abrumadora, que hasta me permite sentir olores queridos como si estuvieran aún conmigo.
Rosario Castillo,  decía al final de uno de sus programas:
“A pesar de todo, no dejen de soñar”.
 
Debemos tener la inconsciencia del abejorro 
¡Seamos abejorros!

ALCIRA

  En estos tiempos navideños que corren, —y siempre— su ausencia es muy notoria porque con su amabilidad natural era el alma del taller Tuli...