martes, 18 de octubre de 2022

ISOBEL RUBBO

En la década de l960  comencé mis estudios liceales en el Liceo Manuel Rosé de Las Piedras.

En La Paz, donde yo vivía, no había ninguna

 institución de Secundaria, por eso, fui a Las Piedras.

 No sufrí porque tuve un maestro, que además de

 maestro era profesor de Geografía. Desde su punto

 de vista, había que preparar a los de sexto para que

 ingresáramos sin tantos traumas al sistema de

 secundaria. Por eso razón, dividió las clases según los

 días y las horas. Sabíamos que lunes miércoles y

 viernes teníamos materias básicas, y los martes y

 jueves otras accesorias como francés— que no era

 escolar, y teatro, que tampoco lo era—. Llevábamos

 diariamente, un cuaderno de bitácora, donde

 anotábamos lo que hacíamos.

Ese sistema, “preliceal”, fue suficiente para evitarme

 dolores y sobresaltos.  Fui cursando los años, con

 notas suficientes de promoción. Incluso Matemáticas

, cuyo profesor era sumamente imperativo y temible.

 Le decíamos “puente roto” porque nadie lo podía

 pasar.  Al punto de que una vez, una compañera que

 convocó para pasar al frente, se desmayó del julepe.

Llegó así el cuarto año, con una profesora de

 Literatura que era un completo encanto. Con ella,

 aprendí a recitar a Dante en italiano—idioma que

 conocía por mis abuelas de crianza y que  entendía

 y memorizaba bien—. La profe, era rubia, joven,

 usaba el pelo largo y lacio por los hombros, y

 tenía una voz muy dulce y bien entonada. Nunca fue

 agria.  No gritaba jamás, porque su misma dulzura

 calmaba a las fieras. No había nadie, ni siquiera los

 más  traviesos que no la atendieran en clase. Las

 bestias se calmaban cuando ella empezaba. En  pocos minutos todos atendíamos completamente

 embobados,  a sabiendas de que lo mejor que nos había pasado ese año,  era ella.


A fin de año, se acordó de que yo, era una candidata

 firme para las letras y me dio anotada en una hoja de

 block sus datos, para guiarme en los estudios en el IPA.

 

Esa nota, la conservé siempre. Me sirvió, en la época

 de la dictadura para tener un contacto alentador, ya

 que una carrera de cuatro años, en esa época, con el

 IPA cerrado, me llevó ocho, con sus correspondientes

 altibajos. Unos  pocos sí,  y, otros (muchos) no.


 Ya casada y  radicada en Montevideo, supe

 nuevamente de ella por un profesor de Historia que

 tuve en el antiguo “Preparatorios” (quinto y sexto

 año, en la actualidad). Lo que supe no fue nada

 grato. Esos golpes que da la existencia cuando una

 menos se los espera. De todas maneras, contra 

 viento y marea, siguieron nuestras existencias

 andando por esos caminos que nos traza Dios o el

 destino.

El estudio de Letras— para el cual ella me había dicho

 que estaba predestinada— fue llevado a cabo

 luchando denodadamente contra viento y marea. Allí

 estuvo ella y sus alentadores consejos:


 “Hay que seguir, aunque sea en una institución privada. No hay que dejar más nada. Algún día terminará y será la coronación de tanto sacrificio”.


La volví a encontrar—siempre activa y risueña—en la

 APLU (Asociación de Profesores de Literatura del

 Uruguay). Nos pusimos al día, en mi caso, ya jubilada

 con más de sesenta años de edad, y una cantidad de

 años de experiencia como profesora. Nunca supe la

 edad que tenía, porque siempre lució juvenil y

 entusiasta, pese a las desgracias, que en algún

 momento tuvo que enfrentar con todas sus fuerzas.

 Se llamaba Isobel Rubbo. Y tuvo una intensa luz,  que

 me marcó senderos, y me alentó a no bajar la

 guardia jamás.

Y lo hice, gracias a ella.


Que su inmensa luz  siga brillando por siempre.

jueves, 28 de abril de 2022

MEMORIAS

Los antiguos troles. Viejos amigos de mi juventud. Era tan pobre que tenía que esperarlos sí o sí para ir al Instituto de Filosfofía, Ciencias y Letras, donde estudiaba. Una carrera de cuatro años, me llevó ocho, ya que distintas personas me pusieron todos los escollos habidos y por haber para impedirme llegar a la meta. Pero llegué. Como Joan Didion. Llegué. 
 

Esta semana terminé la lectura de un libro de Joan Didion que en español fue titulado:

LO QUE QUIERO DECIR

Es una recopilación de textos ya publicados que  contribuyeron a su prestigio como escritora.

Uno de los que más me llamó la atención, por su expresión clara y contundente, se refiere a un hecho puntual de su vida y se llama:

Cuando te descarta la Universidad que preferías

Lo tomó a partir de la carta en la cual el Director de Admisiones Rixford K. Snyder- escrachado con nombre y apellido-   le comunicó que no la aceptaban.  Es un gran disgusto de su juventud que, ya alejada de la vorágine del momento,  analiza con más profundidad y criterio. Incluso se pregunta si hubiera sido más feliz en Standford o  si la vida le fue ofreciendo otras variantes que le dieron lo mismo o mejor.

Su artículo me hizo reflexionar indiscutiblemente sobre mis propias experiencias: mi accidentada carrera universitaria, en plena época de dictadura, me llevó ocho años, en lugar de los cuatro tradicionales. Como no tenía plata, ni familia solvente,   trabajé -siempre– para vivir. Iba a estudiar al Instituto de Filosofía Ciencias y Letras, con muchísimas dificultades, porque como no tenía auto, ni nadie que me acercara hasta el Instituto, usaba el riguroso “4”- un trole que llegaba a veces sí, y a veces, no, porque se quedaba a mitad de camino y el “guarda” tenía que bajarse a colocarle los cables en los rieles.

Los inconvenientes fueron copiosos y de todo tipo. No tuve que dar examen de ingreso o aceptación porque el Instituto era privado y lo pagaba como podía. Sin embargo, entre los copiosos hubo por los menos cuatro, que estuvieron  por dejarme afuera sin título de nada. Sigo agradeciendo a personas competentes, y serviciales que no me abandonaron y que me hicieron recapacitar haciéndome sostener aunque fuera de un hilito imperceptible para terminar la Licenciatura.

Menciono cuatro que fueron muy destacados, pero para no aburrir, me voy a referir únicamente al primero.

1) Secretaria que no me dejaba llegar unos minutos tarde/Impertinencia en la contestación.

 

2) Examen práctico donde  la docente no aceptaba mi propuesta.

 

 

3) Bochazo” en una tesina sobre Felisberto Hernández- que en su momento no era eliminatoria, sino complementaria de los escritos del año-, y, donde fui evaluada por un tribunal de la dictadura ( no, por el profesor del año, que había sido destituido por “ser de izquierda”, ni por el docente que me guió después de su destitución,  ni por un tribunal competente que supiera cuál había sido el proyecto directriz que había guiado mi trabajo.)

 

4) Despido de un trabajo cuyo ingreso era imprescindible.

Voy al primer inconveniente-por llamarlo con suavidad-

Como ya mencioné una carrera de cuatro años me llevó ocho. Tuve que partir los años en dos, por lo tanto, rendía más o menos cuatro materias por año, y las otras, las dejaba para el siguiente.

El año en cuestión era tercero. Me faltaban, por lo tanto, un año y poco para concluir los cursos presenciales. Estoy refiriéndome a la década del 70 del siglo pasado. Todos los cursos eran absolutamente presenciales, no hubo ninguna pandemia que pusiera en marcha cursos a distancia,  ni soñábamos con cursos por zoom ni nada por el estilo porque ni siquiera teníamos internet.

Estaba cursando “Psicología evolutiva” en la primera hora. No recuerdo exactamente si tenía que llegar a las 5 o a las 5.30. Lo cierto es que con el transporte precario que tenía, nunca llegaba a tiempo para el comienzo. Una secretaria, me paró antes de entrar a clase y me preguntó porqué llegaba tarde. Le dije que mi horario de trabajo no me permitía llegar en hora, y que tenía permiso de la docente para hacerlo. No hubo caso, me exigió que llegara en hora o dejara de estudiar. Así nomás. Tuve que dejar la asistencia a la materia, y eso,  me atrasó un año.

De la misma manera que Joan Didion recuerda rencorosamente al jefe de Admisiones que le impidió entrar a Standorf, mientras otras colegas suyas habían entrado sin dificultades, yo recuerdo a esta secretaria-  que estuvo al borde de dejarme sin carrera.

Muchas fueron las pruebas  que, como las ordalías de Dios amenazaban con quemarme los pies y el alma, pero seguí.

Después que obtuve el título,  pude dejar todos los trabajitos precarios,   para dedicarme a la docencia.

Joan Didion: ¡No sabés cómo te comprendo!

 

 

 

 

lunes, 28 de marzo de 2022

"LA CHIMBA DE LA RADIO"

"LA CHIMBA"CHELITA LINARES

 

A Chelita, la conocí en la farmacia York (Cerro Largo y Minas), del barrio de mi infancia, El Cordón,  que siempre quedó indeleble en mi memoria.

___________________________________________

 

 Su figura, su encanto, y sus caramelos, poblaban mi imaginación tanto como su personaje La Chimba de  Radio Carve. Todos los días, pasaban un episodio donde ella campeaba con una gracia inigualable. En realidad, el programa se llamaba—según lo que pude averiguar—Doña Nora, Paulina y los chicos— pero para mí siempre fue La Chimba, porque siempre se impuso ella,  con  su don de gentes.  Se decía—jocosamente— que en todas las casas había una Chimba.

Cuando murió mi madre, y perdí su amor, el barrio, la escuela, los juguetes, las clases privadas,  el entorno, y todo lo que significó mi infancia, me llevé conmigo a La Chimba. En la casa paterna, también se seguía.

Hurgando en internet, encontré más datos, y, con el afán de seguir rescatándola del olvido, aquí van algunos, aunque para mí seguirá siendo—siempre—  La Chimba  de la radio.

Su verdadero nombre fue: Roma Margot Ruggiano Fortunatto* ( Hay dos grafías para este apellido: Fortunatto y Fortunallo se debe verificar cuál corresponde). Hija de Margarita Fortunatto Spinelli y Vicente Ruggiano.

Fue la estrella indiscutible de CX16 Radio Carve y de Tienda El Polvorín.

Nació en Montevideo, el 27 de julio de 1923

Su debut en radio fue el 1º de julio de 1943 en la fonoplatea de CX32 Radio Águila (instalada en la casa de Galicia) hoy, Radiomundo. Para los que no saben lo que era una “fonoplatea”, les comento que eran lugares similares a los  teatros, pero, como aún la televisión no tenía la difusión que cobró en las décadas posteriores, las radios— dueñas indiscutidas del éter—, presentaban sus espectáculos. A mi madre le gustaban mucho. Eran los entretenimientos del momento, y me llevaba siempre que sus actividades como partera se lo permitían.

Cuando yo conocí a Chelita, allá por la década de 1950,  en la farmacia York, yo ya sabía que era La Chimba de la radio, y la contemplaba  con una  secreta admiración que nunca le manifesté.  Vaya ahora este recuerdo afectuoso, para la mujer que supo dar alegría en  sus episodios radiales.

 Cuando murió mi madre,  mi padre me vino a buscar y  marché con unos pocos petates para la ciudad de La Paz, Canelones, donde él tenía –instalada en el garaje- una colchonería. En esa casa, había dos radios, una en la cocina diaria, y otra en  un cuartito—al costado de mi dormitorio—. Esa radio, era la que yo utilizaba para escuchar La cinta de oro— popular programa de la radio Centenario que se pasaba varias veces al día, y por supuesto, a La Chimba— mucho más popular que La cinta de oro—

Mi memoria no retuvo todos los avatares del programa, pero sí el hecho de que terminaba siempre con un portazo de La Chimba, que por sí o por no, se enojaba y se iba de esa manera. Tenía un novio: el Tola, había también  otros personajes, pero ella era la dueña indiscutible del episodio.

Bromista, alegre, disparatada, y llena de bemoles, campeaba como dueña indiscutible.

Este mes de marzo, es el mes de la mujer. Me pareció del caso, resucitarla y traerla a colación como una de las mujeres uruguayas que dieron todo de sí, y que hoy en día se las recuerda—a veces—poniendo su nombre a alguna callecita o pasaje olvidado en el nomenclátor de la ciudad.

Allá marché yo a buscar ese pasaje al cual le pusieron su nombre, pero, lamentablemente no lo encontré. Sí encontré a Frida Kahlo, a Enrique Almada y algunos más, pero, no a la incomparable Chelita Linares, que merecería mucho más que el nombre en una callecita o pasaje olvidado donde nadie sabrá ni siquiera quién fue.




Gracias a todas las que de una manera u otra, luchan por el reconocimiento de estas mujeres que marcaron la historia del país. 

 



Farmacia York- Cerro Largo  y Minas-



CHELITA LINARES INFORMACIÓN ENCONTRADA:

 

Info de un blog:

 

http://creauruguay.blogspot.com/2015/04/chelita-linares-una-actriz-humoristica.html

 

Chelita dialoga con Chola Ortiz

https://www.historiadelamusicapopularuruguaya.com/archivos/hmpu1017casino.pdf

 

Fui a buscar la calle especialmente para sacarle una foto a la placa. El lugar es por donde el diablo perdió el poncho (De San Martín para allá); no  encontré el nombre. Lamentablemente. Sí encontré la calle Frida Kahlo, la calle Diego Rivera, la calle Enrique Almada (son más bien pasajes).

 

https://www.gub.uy/junta-departamental-montevideo/comunicacion/comunicados/nomenclator-8

 

“La JDM designó con el nombre de Chelita Linares el Pasaje Peatonal 3, paralelo al sureste de la calle Julián Murguía y al noroeste del pasaje Frida Kahlo. Linares fue una estrella de la radiofonía uruguaya cuya actuación en el número titulado “Doña Nora, Paulina y los chicos”, libretado por Wimpi, donde interpretaba a “La Chimba”, fue la más escuchada en su horario en siete de los diecisiete en que duró la audición. “

 

 

Datos sobre el libretista de La Chimba y otros personajes que fue conocido con el seudónimo de Wimpi.

https://studylib.es/doc/6805570/garca--arthur-n

 

 

 

 

 

 

 

martes, 8 de marzo de 2022

¡ADIÓS, CARNAVAL!


5 de marzo del 2022

 

 

 La farmacia York del barrio

Como ya saben, una de mis aficiones es el carnaval, probablemente, por influencia materna, porque solían hacerme disfraces para los bailes infantiles o el tablado.

— ¿De qué estás disfrazada? Me preguntaban. Y yo contestaba: de “bailarina rusa” o de “bailarina de ballet”, que son los  atuendos que más recuerdo. Curiosamente, otra de mis aficiones—mientras pude— fue bailar.

Bailar me produjo siempre una enormísima  alegría. Puedo decir que el baile me transportaba al éxtasis.  Ni más ni menos.

Cuando era  soltera solía concurrir a los bailes del pueblo, o del pueblo vecino. Nunca “planché”—, porque según mi padre, “era vistosa”—algo así como de “buen ver”—. Y yo, marché con ese juicio paterno el resto de mi vida.  Es decir que por ser “vistosa”,  siempre era invitada a bailar y no paraba hasta que me decían que había que irse—. Ahora, aunque ya no puedo bailar como antes, y  aunque el rock y el twist  se convirtieron en absoluto pasado, a veces,  intento dar algunos pasos de  bolero lento. La verdad, es que después de casada, bailé muy poco. Casi nada. A mi esposo no le gustaba, únicamente lo hizo en la época de conquista, para acercarse a mí, pero después pasó a la historia, con enormísimo pesar de mi parte.  Ahora necesitaría un buen bailarín, `preferentemente joven, —porque de lo contrario, no bailaría—  alto, delgado, sin tatuajes, con buen olor, gusto, y tacto. ¡Casi nada! ¿No?  ¡Por eso bailo sola!

En cuanto al carnaval,—como ya lo dije— a mi madre y a mi tía les gustaba disfrazarme y llevarme a los bailes infantiles de la época. Hace unos años fui al Palacio Peñarol en una visita patrimonial y vi que aún permanecía la “farmacia York” de la esquina de Cerro Largo y Minas. Allí concurría, más de una vez disfrazada,  donde me atendía  “La Chimba”- Chelita Linares- siempre con su estupenda amabilidad.

 

 Hace años, empecé a ir en calidad de abonada, al teatro de verano Ramón Collazo — como todas las actividades culturales populares—tuvo un importante receso de dos años debido a la pandemia. Cuando se empezó con el concurso, se nos exigió certificado de vacunación contra el virus. El tapabocas, que era un elemento que únicamente veíamos usar a los chinos, se convirtió en parte del atuendo diario. Hay quienes—incluso— lo combinan con lo que llevan puesto.

Por otra parte,  se sumó el mal estado del clima, que nos tuvo a mal traer con las suspensiones.

Ya comenzó la liguilla—la selección de los que el jurado consideró los mejores—.

 No me agradó en absoluto que me dejaran afuera a los honguitos que tenían un espectáculo tan digno como otros. En el resto, más o menos,  coincidí.

De todos modos, hubo tres elementos que me molestaron muchísimo:

1) El sonido ensordecedor, excesivo, duro, altísimo, a tal punto,  que muchas veces impide entender la letra.

2) Además, a cada rato, arrojan  papeles. No son los papelitos antiguos, sino unos papeles más grandes que tiran con una especie de “bomba”, causando muchísima mugre, y  mucho desconcierto, — no se sabe ni la procedencia ni el motivo de tanto papeleada al santo pedo —.

3)Por último: las letras de casi todos los conjuntos se poblaron de palabrotas —además— noté varios “ hubieron” y “primer comparsa”. Tanto en las letras de algunos conjuntos como en los comentarios de los comunicadores. Una enormísima pena.


¿Tiro un pronóstico?

Primer premio murga:

La clave / la Cayetana/   la Gran Muñeca, o la Trasnochada. (Y en ese orden).

 

Primer premio comparsa:

Yambo Kenia o C1080

 

Primer premio humoristas:

No sé. No me hicieron reír mucho.

 

Primer premio revistas:

Tampoco sé.

Esperemos con fe los resultados, mientras tanto, sigamos puteando por el sonido desmedido—yo llevo tapones—el papeleo al santo botón, el vocabulario soez y  la falta de sintaxis adecuada. No queda otra.

¡Adiós, carnaval!

 

 

 

 


jueves, 20 de enero de 2022

DESPUÉS DE LAS FESTICHOLAS

 

                    Ataviada como corresponde 



Q
ueda un letargo decepcionante que, unido al intenso calor, forma un vaho pegajoso difícil de soportar.

Pero acá estoy, volviendo a teclear para colgar algo en mi blog, al que hace tiempo tengo abandonado.

Unida a la sensación de verano apestado, rodeada por el Covid que no cede para nada, decido ver-de mañana- algún programa de televisión que sea potable. Craso error. No hay nada. Son cada vez más pavos, bromean entre ellos, jujujujajaja, pero no traen ninguna nota de interés, ni siquiera la de los argentinos que nos visitan para hacerse algún manguito con el teatro. Nada de nada.

Resignada, termino buscando un alguito en Netflix. No me queda otra. Pero como tengo que escribir vuelvo a  pensar: ¿con qué largo? ¿Con las pelis que vi? ¿Con los libros que leí? Me decido por los libros.

Me prestaron un libro a fin de año que leí con mucho interés. Se llama: “Lo mucho que te amé”, del argentino Eduardo Sacheri,  y, como todo lo que leo, no verifiqué nada del autor, ni de su origen, ni de su formación, porque todo lo que hubiera hecho, habría contaminado la lectura. Así que nada. Lo leí, me gustó mucho, y, por eso,  busqué otros títulos del mismo autor.

Es argentino, moderno, escribe “suelto”- no se ata a consignas, por lo menos, yo no las noté- Busqué en librerías y encontré este título: Papeles en el viento.

Yo no soy futbolera; apenas puedo decir que heredé el cuadro de fútbol de mi viejo, que, cuando era chica,  me llevaba a la cancha a ver al cuadro de sus amores. De esa manera, me acostumbré a ver a mi padre disfrutando de  una de sus pasiones, y, de paso, yo ligaba alguna banderita de papel con los colores y las estrellas correspondientes. Debo haber sido muy chica, porque recuerdo que los hinchas se reían cuando yo decía algo así como “¡Viva peñañol!”, provocando las risotadas de mi viejo treintaitrecino, y las de sus amigos. No me acuerdo de mucho más que de los colores y las estrellas. Por algún lado, tengo la bandera, la vincha, la camiseta, y, en el perchero delantero está el gorro de arlequín.  Lo usé alguna vez, cuando en el colegio, se hacía la famosa “spirit week” y nos tocaba usar vestimentas futboleras. Allá marchaba yo, dispuesta a las chanzas que un buen amigo, pintor, y profesor de arte, dejaba plasmadas en el consiguiente anuario, con una frase que no correspondía: “¡Viva Nacional!” (Que era su cuadro, no el mío).

Esta novela, por el tema, podría haber sido futbolera, pero va más allá de eso porque  relata las vicisitudes de un grupo de amigos de barrio, que se meten a sacar adelante un proyecto descabellado. Como todos los proyectos, cuando no se tiene con qué, hay que agotar los recursos del ingenio para lograr un propósito muy  noble, pero inusual.

Y lo hacen con tanta convicción, que nos lleva- a nosotros los  lectores también- a través de ese mundo variopinto donde todo es posible porque la voluntad lleva adelante, todo lo propuesto, porque no hay nada más fuerte que un propósito firme. Y este lo es. Muy firme.

Lean el libro, cómprense algún otro, y después me cuentan.

 

 

 

 

 

 

viernes, 22 de octubre de 2021

EL OLVIDO QUE SEREMOS

 

“El olvido que seremos”- libro escrito por el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince- me trajo a la memoria, dolorosamente- la historia de mi vida.

Es un libro sumamente conmovedor, porque  el hijo rememora-con amorosa dedicación-  al padre asesinado en Medellín, Colombia, el 25 de agosto de 1987. Yo vi antes la película, que está en Netflix y, aunque bien realizada me llevó a comprar el libro que le dio origen. Y no me equivoqué. No es casualidad que el libro sea superior a la película, porque es imposible realizar un filme con todos los altibajos de la narración. Sobre todo, en este caso, porque se trata de algo tan doloroso como rememorar el asesinato—impune hasta el momento— del padre.

Al hijo, le llevó años procesar ese asesinato y poderlo poner en palabras como una manera de “resucitar” al muerto. Aunque, —todos lo sabemos— es un hecho imposible de realizar. Si bien, las palabras pueden reproducir el dolor de los hechos y la memoria de lo acontecido, no hay manera posible de dar marcha atrás en un asesinato. ¿Quién fue? ¿Quién fue la misteriosa mujer que vino a buscar a Héctor Abad Gómez (padre) para hacer un discurso por un asesinado? ¿Cómo se prepararon? ¿De dónde sacaron las armas? Insistieron con muchos tiros —no para herirlo, sino para liquidarlo—.

Y también mataron a su alumno dilecto, Leonardo Betancur, —entrando al local— para abatirlo. Hay interrogantes que no están resueltas. Lo cierto es que el hijo con un destreza narrativa inusual, nos pasea por la niñez, la juventud, la edad adulta y nos presenta a ese padre fuera de serie que lo cobijó—único hijo varón entre varias hermanas mujeres— y que lo educó para el bien— sin lugar a dudas—. Además, nos hace vivir el paisaje agreste de la finca, y las vicisitudes de la universidad en un mundo en llamas, siempre preparado para el ataque y para provocar el odio y la muerte.

Mario Vargas Llosa, dice en la contratapa:

“La más apasionante experiencia de lector de mis últimos años”.

 

En mí, el libro,  prendió de una manera absoluta. Quizás porque pasé por una situación similar; y por eso,  tocó las fibras más sensibles de mi alma. Esas fibras que yo me he empeñado en ocultar, lo mejor posible, porque sé que a nadie le va a importar lo que sufrí, y tampoco después de tanto tiempo, podré encontrar la debida justicia. Sé  el porqué, vi el cómo, y no me quedó más  nada que resignarme a lo que vino después y salir adelante, sin madre, con  la familia paterna con la cual jamás había vivido.

Cuando mi madre murió en horrorosas circunstancias, yo tenía apenas nueve años y  tuve que crecer de manera vertiginosa de un día para otro. Supe que nada sería igual. Que mi vida daría un vuelco irremediable hacia  muy oscuras manifestaciones ignoradas hasta ese entonces. Y fue así. De golpe. Me sirvió de catapulta dolorosa para darme cuenta de que debería luchar con una fuerza inusitada para salir adelante por mis propios medios. Yo no provengo de una familia organizada, como la del escritor. La mía es una familia de “Los míos, los tuyos y los nuestros”— como la comedia— y nunca pude organizarme —ordenadamente— ni  con mis hermanas maternas, (ya fallecidas)  ni  con las paternas. (Por eso lo  de: “los míos, los tuyos y los nuestros”). Para colmo de males, tampoco pude establecer un árbol genealógico “prolijito”. Para nada. Ni siquiera sé el nombre del padre de mi padre—que era negro retinto,  pobre, con un ojo de vidrio—, (como supo señalarme una coterránea de La Paz, Canelones).

Tengo pensado en algún momento hacerme un análisis de ADN, para ver qué tal ando con los posibles antepasados, que no conocí, ni conoceré porque ni siquiera tengo los nombres. Apenas conozco los de mis abuelos: Inocencio Tabárez y  María Rosende (maternos). Los paternos fueron Elivia Segovia y algún desconocido que fue el padre de mi padre  —que para colmo de males— llevó ese único apellido materno: Segovia. Supe que cuando vino de su Treinta y Tres natal, arrancó con el apellido “García”—uno de los maridos de mi abuela— pero después no sé cómo ni cuándo ni porqué,  optó por el “Segovia” materno y nada más. Así de simple.

El libro de Héctor Abad Faciolince, no tiene esos vericuetos. Todos aparecen con historia.  Narra con mucha fluidez  los cuentos familiares, las peripecias y  las relata con soltura y con muy buen humor, por cierto. Van como muestras dos ejemplos:

“Creo ver en la mente de mi abuela Victoria, y también en la de mi mamá, una cierta conciencia atormentada por la contradicción de sus vidas. La abuela y mi mamá siempre fueron, por temperamento, profundamente liberales, tolerantes, avanzadas para la época, sin una brizna de mojigatería. Eran alegres, vitales, partidarias del gozo antes de que nos coman los gusanos, patialegres, coquetas, pero tenían que ocultar ese espíritu dentro de ciertos moldes externos de devoción católica y pacatería aparente”. (p.83)

 Otro episodio ejemplar—narrado con gracia y gentileza—  presenta al padre que entra, sin previo aviso,  en la habitación cuando el jovencito está masturbándose:

“Perdón, no sabía que estabas ocupado”. Eso me dijo una tarde calurosa de verano mi papá. Había llegado a la casa con un libro de regalo, la biografía de Goethe, que más tarde me entregó (todavía la tengo y todavía no la he leído: ya le llegará el día), pero al entrar él, yo estaba dedicado a ese ejercicio manual que para todo adolescente, es un delicioso apremio impostergable. Él siempre tocaba la puerta antes de entrar en mi cuarto, pero ese día no tocó, venía muy feliz con el libro en la mano, estaba impaciente por entregármelo, y abrió. Yo tenía una hamaca colgada en el cuarto y estaba echado, en pleno ajetreo, mirando una revista para ayudar con los ojos a la mano y a la imaginación. Mi miró un instante, sonrió y dio la vuelta. Antes de cerrar la puerta, me alcanzó a decir: “Perdón, no sabía que estabas ocupado”.  (p.161)

El episodio no concluye acá, vale la pena, leer todo el libro, por eso,  no voy a cita más texto, estos fragmentos o salpicones  para dar una idea de la maestría del escritor.

El libro, hay que leerlo. Es toda una experiencia que vale la pena. Y la peli, hay que verla, aunque más no sea para sacar conclusiones sobre las diferencias.

 

 

 

 

 


miércoles, 1 de septiembre de 2021

CORINTELLEANDO

 


En una época en que se usan tanto los imperativos como santanderizate, a mí se me ocurrió que este gerundio inventado podía darme material para escribir.

Leí a Corín Tellado en mi adolescencia. Alternaba las novelitas rosa con las de vaqueros. No quedaba ninguna sin alimentar mis fantasías y mis múltiples deseos inverosímiles de salir con el guapo de la moto rugiente, o el héroe de cine (a la televisión llegué tarde). La Tellado me sirvió inocentemente para nutrir mis sueños.

Las novelitas eran previsibles, en ellas todos los jóvenes eran altos, de buen porte, y las chicas hermosísimas. Los argumentos,  lineales, tenían siempre un desarrollo sencillo y por supuesto con finales felices. Las fantasías nunca me aburrieron. Porque sirvieron (y sirven, aún ahora, en el ocaso de mi vida) de alimento para el alma.

Es más, cuando  me enteré que Julio  Cortázar leía novelitas rosa me dio mucho gusto, porque si un famoso como él, las leía, a mí no me considerarían tan cursi.

Algunos títulos de las novelas  servían para prever las historias:

TE prefiero a ti

El novio de mi hija

Angustiosa esclavitud

Orgullo y ternura

Es mejor amante que marido

¿Por qué te quiero así?

Ambición

Déjame contártelo

No quiero ser falso

Dije que eran previsibles. Y lo eran. Pero ¿quién no alimenta fantasías en algún momento de la existencia? Yo estudié literatura, y de ahí también me habitué a las lecturas entre líneas de textos que en apariencia eran épicos pero que analizando en profundidad, tenían actitudes líricas en más de una ocasión.

¿Quién podía prever que en la Ilíada hubiera instantes de ternura inusitada en un héroe troyano? Y, sin embargo,  los hay. En el canto sexto, conocido con el nombre de “Despedida de Héctor y Andrómaca”, el niño se asusta al ver al padre vestido de guerrero y con el penacho que lo caracteriza como tal. Por eso,  llora. El guerrero que también es padre, se quita el casco para que el niño lo reconozca. Hace lo que cualquier padre haría en esa ocasión: vuelve a su condición de padre para mimar al hijo.

Y corintelleando, tengo que afirmar que:

“ El chico de la moto”  se casó conmigo. La moto, una Suzuki 250 de potentes niquelados nos paseó por todas las playas y nos duró más de dos años después de casados.  Por lo tanto, sigan soñando inverosímilmente, porque la vida es una ráfaga que camina a pasos agigantados y nos deja inermes en poco tiempo.

 

 “Colorín colorado, este cuento se ha acabado”.

jueves, 10 de junio de 2021

NOSTALGIANDO UNA CASA


 

Hace un tiempo escribí este texto sobre las casas donde viví.

http://cosasdeviejucin.blogspot.com/search?q=nostalgiando+casas

 

Esta vez, voy a revivir una de ellas. Quizás fue la que —al mismo tiempo que nos sacó canas verdes para poder  pagarla—también fuimos muy felices. Marcó una etapa de la vida: la de los sacrificios y los logros: los títulos profesionales, por ejemplo, los obtuvimos y festejamos en ese lugar, con amigos que nos acompañaban en todo. Era la alegría de la primera propiedad comprada con enormísimos sacrificios. Lo sabíamos, pero éramos jóvenes, vivíamos en un barrio pacífico, rodeados de buenos vecinos, con un quiosquito en la esquina instalado en un minúsculo sitio. En las décadas del 70 y 80, los garajes se convertían en: saloncitos; videoclubes; quiosquitos, donde se vendían golosinas, cigarros y se “levantaba” la humilde quiniela—que siempre fue el juego de la gente pobre  que llevaba  monedas en un pañuelito atado.

Ese primer texto tenía un acápite de Julio Cortázar que rescato de la misma manera para esta vez:

“Y no sé si les ocurre lo que a mí; yo me quedo con las casas donde he sido feliz, donde he asistido a la belleza, a la bondad, donde he vivido plenamente. Guardo la fisonomía de las habitaciones como si fueran rostros; vuelvo a ellas con la imaginación, subo escaleras, toco puertas y contemplo cuadros.”

(Julio Cortázar. “Casas” de “Cortázar de la A a la Z. Un álbum biográfico”. P. 65)

 

Y también rescato lo que escribí sobre esa casa:

 

Si tengo que elegir entre las casas que más nostalgias me provoca,  creo que sale ganando la  primera vivienda que fue nuestra. En esa época, sentíamos que teníamos toda la vida por delante y, quizás esa ilusión nos hacía felices. Estaba bien ubicada,  a media cuadra de Millán, y, de a poco, le fuimos dando vida. Lo primero fue la biblioteca. Me la  hizo mi padrino con soportes de Fumaya y estantes que él pulió y barnizó,  adquiridos en  un remate. Recuerdo que después que quedó instalada y que le puse los libros, me quedé un buen rato de noche, contemplándola como un tesoro recién descubierto. El barniz tenía un olor agradable que se diseminaba por toda la vivienda. Después cambiamos el antiguo dormitorio usado, por otro –también usado-,  pero más moderno de color blanco tiza; - una berretez que me encantaba- En uno de mis cumpleaños llegó – de sorpresa- mi  escritorio. Siempre me encantó recibir  sorpresas gratas;  mi marido lo sabía muy bien, y lo tenía en cuenta,  así que cuando tenía la más mínima oportunidad, me acercaba alguna alegría inesperada. El escritorio-nuevo- lo fue. Era de madera, grande, como el de un ejecutivo, sabía arrimarse de lo más confianzudo a la pared del ventanal sin ninguna timidez. Hasta su llegada, había utilizado-me corrijo: habíamos utilizado- la mesa del comedor de cármica, que era multiuso: allí comíamos, leíamos el diario, escuchábamos la radio, y también estudiábamos. Del mismo modo,  de sorpresa, llegó un televisor PUNKTAL –enorme, blanco y negro, con caja de madera-. A todo el mundo le sorprendía que hubiéramos pasado tantos años sin tener  uno. No era por snobs, sino porque preferimos pagar la cuota del Banco Hipotecario- que comía todos los días con nosotros-, antes que tener el  bobero.

Buscando la comodidad de  un garaje propio vinimos a dar a Punta Carretas.

 Pero la casa de mis recuerdos más gratos sigue siendo la de El Prado. Esa primera que fue nuestra. Donde fui feliz sin lugar a dudas. También como Cortázar, la recorro con la imaginación, subo la  escalera,  le toco las  puertas, le  miro  los cuadros,  y, sobre todo- me vuelvo a recostar, remolona, en el sofá-cama del comedor, para ser –otra vez -joven y  querida con pasión”.

 

 

Agrego a manera de conclusión:

 

Fui a darme la primera dosis de la vacuna a la Casa Galicia, y aproveché el viaje para pasar por mi antiguo y querido lugar.

 

La casa de mis recuerdos se desmereció con los años, le agregaron un color rojizo—nosotros preferíamos el color blanco— y está fortificada, de acuerdo a los nuevos tiempos donde los ladrones pululan por todos lados. Ya no es la misma. Lamentablemente.

 

 


Sin embargo, pese a que el barrio dejó de serlo—como todos los barrios— y perdió su condición de vecindad amable, en mis recuerdos, esa casa,  con la chapa de abogado de mi esposo,  quedó blanca, sin rejas ni cercas de seguridad, ligada —para siempre— a los mejores momentos de mi existencia. No hay nada que se asemeje a los recuerdos de esos instantes entrañables, que desaparecieron, pero  que perviven en la memoria selectiva como instancias únicas e inolvidables. 

 

 

 

 

ALCIRA

  En estos tiempos navideños que corren, —y siempre— su ausencia es muy notoria porque con su amabilidad natural era el alma del taller Tuli...