AMIGOS DEL ALMA CON LOS QUE PASÁBAMOS LAS FIESTAS |
Como la mayoría sabe, el
año pasado pasé las Fiestas Tradicionales en la casa de un amigo que estaba muy
grave.
Fue –y hablo en pasado
porque falleció el pasado 11 de enero- compañero de mi esposo, abogado penalista, y una gran
persona, lo mismo que su esposa que falleció antes.
Con ellos- con “Los Chachos”- como les decíamos porque a él lo apodaban “Chacho”-
vivimos muchas cosas juntos: la lucha por estudiar en plena dictadura, la preparación
de los extensos exámenes- ellos Derecho, yo Literatura,- las tenaces peleas por
lograr una sobrevivencia digna con los magros sueldos que teníamos en esa época.
Después de titulados, se nos fueron yendo los seres queridos que nos quedaban: los
padres del Chacho; la madre de la Chacha; los padres de mi esposo, y mis
padrinos- que fueron mis segundos padres, al punto que me casé en la casa de
ellos-. Por esa amistad que se fue afianzando con los años de penurias y
alegrías, pasábamos alguna de las “tradicionales” juntos: la Navidad- día del
cumpleaños de mi esposo- o el Año Nuevo. Acá, o afuera o donde pudiéramos. No
importaba; siempre nos arreglábamos con lo que teníamos para pasarla bien.
Éramos muy afines. Eso favorecía la buena onda entre nosotros. Nos queríamos
mucho y nos acompañábamos siempre en las buenas y en las malas.
La enfermedad se llevó primero a mi esposo, luego a ella; y el año pasado, también al Chacho.
Tuve que hacer de tripas corazón para comenzar con él y su familia el 2014,
pero él se alegró tanto de verme que me sentí gratificada.
La pérdida de los grandes
amigos es dolorosísima. Son de nuestra propia generación, nos vamos quedando cada vez más solos, se nos
va viniendo también la hora de la guadaña, porque-como
decía el Chacho- “todos venimos con fecha de vencimiento”.
Por esa razón, y porque
tenía muchas ganas, en el mes de mayo señé un “crucero de Navidad” de la empresa
Costa- que es de origen italiano- con la agencia de viajes Geant.
Luchando empecinadamente,
ahorré el saldo y lo pagué en diciembre-lógicamente antes de la salida que fue el 25 de diciembre-
Para el crucero, me
preparé como una novia que va a ser llevada al altar. Armé y desarmé la valija más o menos veinte veces, -como viajo sola, no quería llevar más de una-. ¿Usaría esta
solera semitransparente con picos que me compré en Cuba? ¿Sería adecuada?
¿Llevaría dos o tres shorts? ¿Los dos tanquinis y el traje de baño enterizo?
¿El camisolín blanco para dormir al que le tengo tanto aprecio? ¿Sandalias? Así estuve días y días sacando y
poniendo hasta que un día antes me dije a mí misma: “no embromés más, si te
falta algo en algún puerto que bajes te
lo comprás”.
El informativo del día |
Después resultó que todas las noches, en el
“Today” escrito que recibíamos, se aconsejaba
una vestimenta diferente. Un día multicolor, otro día blanco,otro día blanco, verde y rojo- la noche italiana-, otro día de
gala…. Y yo veía desfilar mujeres con unos tacones siderales que seguían
estrictamente los consejos. ¿Cómo mierda supieron lo que tenían que llevar? La
incógnita se me reveló al regreso, en la
terminal de buquebús, cuando estaba pidiendo un remise, una señora que
me oyó decir el nombre, de inmediato me dijo: “¿Vos sos Alfa, la amiga
de X? –Sí- le contesté muy azorada. – ¡Ah te conozco de facebook!” Ella fue la que me comentó que hubo un grupo -de
facebook, por supuesto- organizado por los que subían en Buenos Aires el día
26. Y ahí se habló de los consejos de vestimenta, de las excursiones, de lo que
sí y de lo que no. Por supuesto, que yo ni pío. Fui a todas las cenas con lo que había llevado, que no era
de gala ni mucho menos.
Fue mi primera
experiencia, y muy variopinta por cierto. La cola para ingresar me llevó dos
horas, porque como buena canaria, fui a las 15.00 horas-había tres horas para
embarcar, desde las 15.00 hasta las 18.00- Como fui a primera hora me comí una
larguísima espera.
En primer lugar, me impresionó la enormidad
del barco. Sus medidas son descomunales: tiene tres cuadras de largo. Como me
tocó un camarote en un extremo, tenía que ir hasta el otro por un piso superior
para bajar al restaurante donde tenía asignada la mesa que me correspondía. No
me preocupó. Caminar me hace bien. Los primeros días me perdía-como corresponde
a todo cronopio. Yo ya sé que lo soy y me va a pasar de todo, aunque haya
tomado todas las precauciones habidas y por haber-. Navegamos hacia Buenos
Aires. No me bajé porque había estado hacía pocas semanas, y mientras descendía
pasaje y subía otra multitud, me recorrí
el barco de punta a punta para familiarizarme. No me familiaricé nada. Hay
mapas en los pasillos, pero me resultan absolutamente enigmáticos. Opté por las
escaleras. Me seguí perdiendo hasta
anoche cuando extraviada-como siempre- al regresar a mi camarote, descubrí ¡oh sorpresa! un piano-bar que no
había visto antes, en un recoveco inexplorado. Allí cantaba uno de los tanos con la voz más
melodiosa que se pueda imaginar. Me quedé un rato escuchándolo, y después seguí
perdiéndome hasta que llegué. Los camarotes son pares de un pasillo, e impares del otro. Todas
las noches miraba para ambos corredores para ver cuál tenía que recorrer para
llegar al impar mío: 2367. Llevaba, como llevan los bebes de pecho el babero atado y prendido, la tarjeta Costa-
que se convierte en un talismán durante todo el viaje- colgada al cuello.
La mesa que me tocó para la cena fue en el Restaurante New York New
York- piso cuatro- o puente o deck 4-(hay otro en el 3, o sea que los primeros
días me perdía porque iba al deck 3, en
lugar del 4). Finalmente entendí, y ayudé a otros cuantos despistados-no crean
que fui la única- a ubicarse. Hay mucho personal que no habla español; los
idiomas usuales son italiano, portugués, e inglés-el más internacional-. Saqué de vuelta “my rusty English”- o sea mi
herrumbrado inglés- y descubrí que
todavía lo “chamuyo” y me hago entender. Me fue muy útil en todos lados. Hasta
en la biblioteca. Me saqué algún libro
para leer y por supuesto, tuve que hablar en inglés para legalizar el préstamo.
¡Gracias Uruguayan American School por el inglés hablado que me dejaste!
Al segundo día compré un pase para el SPA y no me arrepentí, porque
había muchísimas personas en las zonas de las piscinas y se metían
tantas que parecía que se estaban bañando en una palangana colectiva. Colocaron
un cartel que decía: “Nave completa”. Me fijé en la guía del camarote para ver
cuántos éramos y me vino un estremecimiento de horror: 3.870 pasajeros y 1.100 de tripulación. La nave tiene 11 pisos con
ascensores y al último se accede por
escalera.
Entre tantas personas
había de todo; enormes familias, -en una vuelta desayuné con una señora que me
dijo que había venido con catorce de su
familia- grupos de amigas, grupos de amigos, matrimonios de todas las edades:hubo un señor que cumplió
101 años en el viaje, ella tenía 96 y estaba en silla de ruedas, (que llevaba
el marido.) Había también mujeres solas-como yo- pero más que nada hacían “vida de camarote”: es
decir: se hacían llevar el desayuno, y prácticamente no salían, salvo para
almorzar o cenar. Socialicé con algunas. Sus razones de viaje eran variables. Una de
ellas me dijo que había contratado el crucero, con camarote con balcón- uno de
los más caros- para “huir de la parentela”.
Para las cenas teníamos mesa
asignada, para los desayunos y almuerzos
no. En el primer día, intenté desayunar y almorzar en los bulliciosos restaurantes populares del
piso noveno. Más que difícil ubicar un lugar para sentarse; cuando lo
lograba, iba a buscar la bebida, al volver ya no tenía el plato servido.
Desistí.
Al ingresar al buque, a
cada grupo se le reúne para dar instrucciones de emergencia y para explicar el funcionamiento básico. Como
es de suponer, cuando oí las explicaciones, no entendí casi nada porque estaba cansadísima-repito
que esperé más de dos horas para ingresar- pero por las dudas cuando llegué por
primera vez al camarote, miré dónde estaba el salvavidas
y lo inspeccioné para saber cómo se
ponía.
Todas las noches leía la información en el TODAY. Allí se
detallan las actividades del día siguiente, las ofertas de ventas de las
boutiques, de la casa de fotos, de la oficina de excursiones, de los múltiples
servicios que se ofrecen, los horarios, la vestimenta sugerida para la cena,
datos de la navegación y cómo va a estar el mar. A propósito: si dice “poco
picado”, la nave se mueve como una buena bailarina bahiana, y andábamos a los
barquinazos para todos lados. Yo subí varias veces y a distintas horas a las múltiples cubiertas
para ver el espectáculo del mar. Bien agarrada de las barandas. Hubo gente que se mareó. No todo el mundo
tiene espíritu marinero.
El Costa Pacífica es,
entonces, un enorme hotel flotante con múltiples servicios. Hay organización, pero el gentío tiende a
rebasarla.
De noche, cuando después
de dar varias vueltas regresaba a mi camarote, me desvelaba pensando ¿Cómo
reaccionaría este gentío en una
situación de naufragio? Después me dormía mecida por el mar.
(Continuará)
De esta entrada, lo que destaco, es tu gran cariño por esa entrañable pareja de amigos.
ResponderEliminarNunca viajé en crucero, a mi marido no le gustan las multitudes y por lo tanto no he tenido la oportunidad. Seguiré leyendote, para alguna vez... tal vez...