viernes, 22 de octubre de 2021

EL OLVIDO QUE SEREMOS

 

“El olvido que seremos”- libro escrito por el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince- me trajo a la memoria, dolorosamente- la historia de mi vida.

Es un libro sumamente conmovedor, porque  el hijo rememora-con amorosa dedicación-  al padre asesinado en Medellín, Colombia, el 25 de agosto de 1987. Yo vi antes la película, que está en Netflix y, aunque bien realizada me llevó a comprar el libro que le dio origen. Y no me equivoqué. No es casualidad que el libro sea superior a la película, porque es imposible realizar un filme con todos los altibajos de la narración. Sobre todo, en este caso, porque se trata de algo tan doloroso como rememorar el asesinato—impune hasta el momento— del padre.

Al hijo, le llevó años procesar ese asesinato y poderlo poner en palabras como una manera de “resucitar” al muerto. Aunque, —todos lo sabemos— es un hecho imposible de realizar. Si bien, las palabras pueden reproducir el dolor de los hechos y la memoria de lo acontecido, no hay manera posible de dar marcha atrás en un asesinato. ¿Quién fue? ¿Quién fue la misteriosa mujer que vino a buscar a Héctor Abad Gómez (padre) para hacer un discurso por un asesinado? ¿Cómo se prepararon? ¿De dónde sacaron las armas? Insistieron con muchos tiros —no para herirlo, sino para liquidarlo—.

Y también mataron a su alumno dilecto, Leonardo Betancur, —entrando al local— para abatirlo. Hay interrogantes que no están resueltas. Lo cierto es que el hijo con un destreza narrativa inusual, nos pasea por la niñez, la juventud, la edad adulta y nos presenta a ese padre fuera de serie que lo cobijó—único hijo varón entre varias hermanas mujeres— y que lo educó para el bien— sin lugar a dudas—. Además, nos hace vivir el paisaje agreste de la finca, y las vicisitudes de la universidad en un mundo en llamas, siempre preparado para el ataque y para provocar el odio y la muerte.

Mario Vargas Llosa, dice en la contratapa:

“La más apasionante experiencia de lector de mis últimos años”.

 

En mí, el libro,  prendió de una manera absoluta. Quizás porque pasé por una situación similar; y por eso,  tocó las fibras más sensibles de mi alma. Esas fibras que yo me he empeñado en ocultar, lo mejor posible, porque sé que a nadie le va a importar lo que sufrí, y tampoco después de tanto tiempo, podré encontrar la debida justicia. Sé  el porqué, vi el cómo, y no me quedó más  nada que resignarme a lo que vino después y salir adelante, sin madre, con  la familia paterna con la cual jamás había vivido.

Cuando mi madre murió en horrorosas circunstancias, yo tenía apenas nueve años y  tuve que crecer de manera vertiginosa de un día para otro. Supe que nada sería igual. Que mi vida daría un vuelco irremediable hacia  muy oscuras manifestaciones ignoradas hasta ese entonces. Y fue así. De golpe. Me sirvió de catapulta dolorosa para darme cuenta de que debería luchar con una fuerza inusitada para salir adelante por mis propios medios. Yo no provengo de una familia organizada, como la del escritor. La mía es una familia de “Los míos, los tuyos y los nuestros”— como la comedia— y nunca pude organizarme —ordenadamente— ni  con mis hermanas maternas, (ya fallecidas)  ni  con las paternas. (Por eso lo  de: “los míos, los tuyos y los nuestros”). Para colmo de males, tampoco pude establecer un árbol genealógico “prolijito”. Para nada. Ni siquiera sé el nombre del padre de mi padre—que era negro retinto,  pobre, con un ojo de vidrio—, (como supo señalarme una coterránea de La Paz, Canelones).

Tengo pensado en algún momento hacerme un análisis de ADN, para ver qué tal ando con los posibles antepasados, que no conocí, ni conoceré porque ni siquiera tengo los nombres. Apenas conozco los de mis abuelos: Inocencio Tabárez y  María Rosende (maternos). Los paternos fueron Elivia Segovia y algún desconocido que fue el padre de mi padre  —que para colmo de males— llevó ese único apellido materno: Segovia. Supe que cuando vino de su Treinta y Tres natal, arrancó con el apellido “García”—uno de los maridos de mi abuela— pero después no sé cómo ni cuándo ni porqué,  optó por el “Segovia” materno y nada más. Así de simple.

El libro de Héctor Abad Faciolince, no tiene esos vericuetos. Todos aparecen con historia.  Narra con mucha fluidez  los cuentos familiares, las peripecias y  las relata con soltura y con muy buen humor, por cierto. Van como muestras dos ejemplos:

“Creo ver en la mente de mi abuela Victoria, y también en la de mi mamá, una cierta conciencia atormentada por la contradicción de sus vidas. La abuela y mi mamá siempre fueron, por temperamento, profundamente liberales, tolerantes, avanzadas para la época, sin una brizna de mojigatería. Eran alegres, vitales, partidarias del gozo antes de que nos coman los gusanos, patialegres, coquetas, pero tenían que ocultar ese espíritu dentro de ciertos moldes externos de devoción católica y pacatería aparente”. (p.83)

 Otro episodio ejemplar—narrado con gracia y gentileza—  presenta al padre que entra, sin previo aviso,  en la habitación cuando el jovencito está masturbándose:

“Perdón, no sabía que estabas ocupado”. Eso me dijo una tarde calurosa de verano mi papá. Había llegado a la casa con un libro de regalo, la biografía de Goethe, que más tarde me entregó (todavía la tengo y todavía no la he leído: ya le llegará el día), pero al entrar él, yo estaba dedicado a ese ejercicio manual que para todo adolescente, es un delicioso apremio impostergable. Él siempre tocaba la puerta antes de entrar en mi cuarto, pero ese día no tocó, venía muy feliz con el libro en la mano, estaba impaciente por entregármelo, y abrió. Yo tenía una hamaca colgada en el cuarto y estaba echado, en pleno ajetreo, mirando una revista para ayudar con los ojos a la mano y a la imaginación. Mi miró un instante, sonrió y dio la vuelta. Antes de cerrar la puerta, me alcanzó a decir: “Perdón, no sabía que estabas ocupado”.  (p.161)

El episodio no concluye acá, vale la pena, leer todo el libro, por eso,  no voy a cita más texto, estos fragmentos o salpicones  para dar una idea de la maestría del escritor.

El libro, hay que leerlo. Es toda una experiencia que vale la pena. Y la peli, hay que verla, aunque más no sea para sacar conclusiones sobre las diferencias.

 

 

 

 

 


miércoles, 1 de septiembre de 2021

CORINTELLEANDO

 


En una época en que se usan tanto los imperativos como santanderizate, a mí se me ocurrió que este gerundio inventado podía darme material para escribir.

Leí a Corín Tellado en mi adolescencia. Alternaba las novelitas rosa con las de vaqueros. No quedaba ninguna sin alimentar mis fantasías y mis múltiples deseos inverosímiles de salir con el guapo de la moto rugiente, o el héroe de cine (a la televisión llegué tarde). La Tellado me sirvió inocentemente para nutrir mis sueños.

Las novelitas eran previsibles, en ellas todos los jóvenes eran altos, de buen porte, y las chicas hermosísimas. Los argumentos,  lineales, tenían siempre un desarrollo sencillo y por supuesto con finales felices. Las fantasías nunca me aburrieron. Porque sirvieron (y sirven, aún ahora, en el ocaso de mi vida) de alimento para el alma.

Es más, cuando  me enteré que Julio  Cortázar leía novelitas rosa me dio mucho gusto, porque si un famoso como él, las leía, a mí no me considerarían tan cursi.

Algunos títulos de las novelas  servían para prever las historias:

TE prefiero a ti

El novio de mi hija

Angustiosa esclavitud

Orgullo y ternura

Es mejor amante que marido

¿Por qué te quiero así?

Ambición

Déjame contártelo

No quiero ser falso

Dije que eran previsibles. Y lo eran. Pero ¿quién no alimenta fantasías en algún momento de la existencia? Yo estudié literatura, y de ahí también me habitué a las lecturas entre líneas de textos que en apariencia eran épicos pero que analizando en profundidad, tenían actitudes líricas en más de una ocasión.

¿Quién podía prever que en la Ilíada hubiera instantes de ternura inusitada en un héroe troyano? Y, sin embargo,  los hay. En el canto sexto, conocido con el nombre de “Despedida de Héctor y Andrómaca”, el niño se asusta al ver al padre vestido de guerrero y con el penacho que lo caracteriza como tal. Por eso,  llora. El guerrero que también es padre, se quita el casco para que el niño lo reconozca. Hace lo que cualquier padre haría en esa ocasión: vuelve a su condición de padre para mimar al hijo.

Y corintelleando, tengo que afirmar que:

“ El chico de la moto”  se casó conmigo. La moto, una Suzuki 250 de potentes niquelados nos paseó por todas las playas y nos duró más de dos años después de casados.  Por lo tanto, sigan soñando inverosímilmente, porque la vida es una ráfaga que camina a pasos agigantados y nos deja inermes en poco tiempo.

 

 “Colorín colorado, este cuento se ha acabado”.

jueves, 10 de junio de 2021

NOSTALGIANDO UNA CASA


 

Hace un tiempo escribí este texto sobre las casas donde viví.

http://cosasdeviejucin.blogspot.com/search?q=nostalgiando+casas

 

Esta vez, voy a revivir una de ellas. Quizás fue la que —al mismo tiempo que nos sacó canas verdes para poder  pagarla—también fuimos muy felices. Marcó una etapa de la vida: la de los sacrificios y los logros: los títulos profesionales, por ejemplo, los obtuvimos y festejamos en ese lugar, con amigos que nos acompañaban en todo. Era la alegría de la primera propiedad comprada con enormísimos sacrificios. Lo sabíamos, pero éramos jóvenes, vivíamos en un barrio pacífico, rodeados de buenos vecinos, con un quiosquito en la esquina instalado en un minúsculo sitio. En las décadas del 70 y 80, los garajes se convertían en: saloncitos; videoclubes; quiosquitos, donde se vendían golosinas, cigarros y se “levantaba” la humilde quiniela—que siempre fue el juego de la gente pobre  que llevaba  monedas en un pañuelito atado.

Ese primer texto tenía un acápite de Julio Cortázar que rescato de la misma manera para esta vez:

“Y no sé si les ocurre lo que a mí; yo me quedo con las casas donde he sido feliz, donde he asistido a la belleza, a la bondad, donde he vivido plenamente. Guardo la fisonomía de las habitaciones como si fueran rostros; vuelvo a ellas con la imaginación, subo escaleras, toco puertas y contemplo cuadros.”

(Julio Cortázar. “Casas” de “Cortázar de la A a la Z. Un álbum biográfico”. P. 65)

 

Y también rescato lo que escribí sobre esa casa:

 

Si tengo que elegir entre las casas que más nostalgias me provoca,  creo que sale ganando la  primera vivienda que fue nuestra. En esa época, sentíamos que teníamos toda la vida por delante y, quizás esa ilusión nos hacía felices. Estaba bien ubicada,  a media cuadra de Millán, y, de a poco, le fuimos dando vida. Lo primero fue la biblioteca. Me la  hizo mi padrino con soportes de Fumaya y estantes que él pulió y barnizó,  adquiridos en  un remate. Recuerdo que después que quedó instalada y que le puse los libros, me quedé un buen rato de noche, contemplándola como un tesoro recién descubierto. El barniz tenía un olor agradable que se diseminaba por toda la vivienda. Después cambiamos el antiguo dormitorio usado, por otro –también usado-,  pero más moderno de color blanco tiza; - una berretez que me encantaba- En uno de mis cumpleaños llegó – de sorpresa- mi  escritorio. Siempre me encantó recibir  sorpresas gratas;  mi marido lo sabía muy bien, y lo tenía en cuenta,  así que cuando tenía la más mínima oportunidad, me acercaba alguna alegría inesperada. El escritorio-nuevo- lo fue. Era de madera, grande, como el de un ejecutivo, sabía arrimarse de lo más confianzudo a la pared del ventanal sin ninguna timidez. Hasta su llegada, había utilizado-me corrijo: habíamos utilizado- la mesa del comedor de cármica, que era multiuso: allí comíamos, leíamos el diario, escuchábamos la radio, y también estudiábamos. Del mismo modo,  de sorpresa, llegó un televisor PUNKTAL –enorme, blanco y negro, con caja de madera-. A todo el mundo le sorprendía que hubiéramos pasado tantos años sin tener  uno. No era por snobs, sino porque preferimos pagar la cuota del Banco Hipotecario- que comía todos los días con nosotros-, antes que tener el  bobero.

Buscando la comodidad de  un garaje propio vinimos a dar a Punta Carretas.

 Pero la casa de mis recuerdos más gratos sigue siendo la de El Prado. Esa primera que fue nuestra. Donde fui feliz sin lugar a dudas. También como Cortázar, la recorro con la imaginación, subo la  escalera,  le toco las  puertas, le  miro  los cuadros,  y, sobre todo- me vuelvo a recostar, remolona, en el sofá-cama del comedor, para ser –otra vez -joven y  querida con pasión”.

 

 

Agrego a manera de conclusión:

 

Fui a darme la primera dosis de la vacuna a la Casa Galicia, y aproveché el viaje para pasar por mi antiguo y querido lugar.

 

La casa de mis recuerdos se desmereció con los años, le agregaron un color rojizo—nosotros preferíamos el color blanco— y está fortificada, de acuerdo a los nuevos tiempos donde los ladrones pululan por todos lados. Ya no es la misma. Lamentablemente.

 

 


Sin embargo, pese a que el barrio dejó de serlo—como todos los barrios— y perdió su condición de vecindad amable, en mis recuerdos, esa casa,  con la chapa de abogado de mi esposo,  quedó blanca, sin rejas ni cercas de seguridad, ligada —para siempre— a los mejores momentos de mi existencia. No hay nada que se asemeje a los recuerdos de esos instantes entrañables, que desaparecieron, pero  que perviven en la memoria selectiva como instancias únicas e inolvidables. 

 

 

 

 

jueves, 22 de abril de 2021

ENTRETENIMIENTO EN PANDEMIA: RELECTURA "CHINA PARA HIPOCONDRÍACOS¨" JOSÉ OVEJERO

 

Aquí, a lo lejos, podría inventarme, durante un tiempo, una nueva vida. Porque viajar, como escribir, es eso: inventar nuevas vidas  para escapar a las limitaciones de la propia.”

José Ovejero “China para hipocondríacos” página 16

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Si un año antes me hubieran hablado de este confinamiento, habría pensado—indudablemente— en un rapto de locura. Sin embargo, nos hemos ido adaptando a vivir en él, y  a salir únicamente por necesidad. En mi caso, en febrero, retomé las clases de Tai chi, en forma por demás precavida: bandeja sanitaria, tomada de fiebre, práctica con tapabocas. Duró muy poco; el gim  fue cerrado y lo que más hago son los  mandados barriales, atiendo algún pariente aquejado por el virus al cual hay que cocinar lo que pide—no siente ni huele la comida—  pero tiene que comer lo que le apetece.

Por estas circunstancias, sin vacunarme aún, he leído —o releído— muchos relatos y novelas.

Nunca me prohibieron las  lecturas. A los siete años, leí “Crimen y castigo” de Fiodor Dostoyevski. Una obra que  —probablemente— no esté recomendada para esa edad.  Estaba—como muchas otras novelas— en la biblioteca de mi madre, que, como todos saben era una mujer moderna, desprejuiciada y sin ataduras de ningún tipo. Lógicamente a esa edad, no pude hacer disquisiciones filosóficas;  me quedé con el argumento del estudiante pobre que mata a una vieja usurera. Lo filosófico lo capté después cuando la estudié en el liceo y en el instituto. Pero ¿y qué?

También leí una novela bastante subida de tono que se llamaba Annucha. No me acuerdo quién era el autor. Recuerdo que contaba sobre una primera experiencia sexual de una mujer que no quería llegar virgen a un matrimonio no deseado. Un tema muy común hoy en día en las series de entretenimiento para adolescentes y adultos pero que no era nada trivial para la década de 1950.

No pude volver a leerla. Se la presté a una compañera de liceo y  nunca más me la devolvió. Supongo que le gustó porque —para la época—rayaba en lo pornográfico. Supe entonces, —por esa novela— que la primera experiencia sexual,  sería dolorosa aunque me tocara debutar con el ser más cuidadoso y suave del mundo.

 

 De niña, la censura  no me permitía—tampoco— ver determinadas películas, pero cuando crecí, mi  altura me permitió pasar por una chica de más edad,  así que a los doce o trece años, ya veía pelis que estaban marcadas para “mayores de 18”. Lógicamente, cuando he visto alguna ahora, me parece que podrían haber sido vistas sin problemas. La censura nos  la marcamos nosotros con criterios francamente deplorables que no nos sirven para educar a otro ser humano que debe leer  y ver para entender y experimentar con  algunas posibilidades de la realidad o de la irrealidad.

Puse un acápite de José Ovejero al comienzo de este comentario. CHINA PARA HIPOCONDRÍACOS,  la escribió en 1998—Ovejero nació en 1958, por lo tanto, era un treintañero —. Recomiendo leerla de punta a punta. Es un relato de viaje que vale la pena conocer. Él, que no se caracterizó por ser intrépido sino todo lo contrario, se hizo ese viaje a China para embeberse en   su cultura y sus costumbres. Y supo hacerlo de maravillas. Observó todo lo observable y experimentó el amor. Ese sentimiento tan multifacético y escurridizo que nos transporta a la alegría o a la pena y nos da sopapos de todo tipo.

Ahora, que no puedo viajar, por la edad, por la falta de vacuna, por la pandemia y demás, volví a leer  ese relato que  me hechizó. Carga con la etiqueta de   RELATO DE VIAJES.  En estos momentos en que podemos viajar únicamente con  la imaginación es un paliativo contra la tristeza. Ovejero nos lleva; nos presta sus ojos para ver, su paladar para gustar, y, su juventud ávida para experimentar. Como es un magnífico relator  nosotros podemos andar —con deleite— por estupendos caminos inexplorados.

El libro, está ordenado en capítulos. Es de lectura entretenida, amena, en cada uno de ellos nos asomamos a las experiencias del narrador que recorre con ojos curiosos los lugares que visita.

Y allá vamos también nosotros, los lectores, caminando los mismos caminos.

 El primer capítulo es por demás interesante: “Las razones del viajero”. Ahí encontramos  la etimología de dos palabras alemanas de difícil traducción: Heimweh y Fernwheh.

Heimweh es la añoranza del hogar. El narrador  pone como claro  ejemplo  a los niños cuando no están en sus casas y se sienten desolados por la falta de los lugares conocidos, el territorio de lo cotidiano. Pero también describe lo que hicieron los esclavos al llegar a los lugares donde los destinaban: elegían  los árboles que se asemejaban a los propios de sus tierras natales.

Fernwheh—la otra palabra— Es la añoranza de la distancia; un dolor que se experimenta en la lejanía. No es únicamente  extrañar lo cotidiano sino lo conocido que está lejano en el espacio.

 Por cierto que los conquistadores también buscaban similitudes y al llegar, ponían nombres que les recordaban sus hogares al otro lado del océano. De esa manera no se sentían tan extraños en un mundo hostil y repleto de múltiples peligros.

Yo experimenté los dos sentimientos. El de extrañar lo mío: mi casa, mi cama, mis muebles, mis libros, mis juguetes, y el de extrañar lo que estaba lejano. La abrupta muerte de mi madre, cuando tenía nueve años, me hizo experimentar un dolor inusual. No pude dominar la sensación de angustia por muchos años; mi padre era un desconocido. Muy autoritario con la hija mayor, que no se había criado con él, y que ya pintaba como rebelde. Los primeros tiempos fueron dolorosos para mí. Después, cuando empecé a trabajar a los quince años, el primer salario me independizó (aunque la mitad iba para gastos de la casa y para la ayuda de las menores).

El gusto por los viajes en mí, también empezó desde muy chica, como el gusto por la lectura –que también bien entendida es un viaje—.fue siempre, un afán por conocer otras culturas, otras formas de vida. Hubo un libro que propició este gusto. Se llama “El Toro de Minos”. Lo escribió el inglés Leonard Cottrel y narra las vicisitudes  de Heinrich Schiliemann y Arthur Evans por llegar a la Troya homérica. Schiliemann hasta novelescamente, fue capaz de —por encargo— conseguirse  una mujer griega joven, amante de lo clásico,  para convertirla en su esposa y llevarla a descubrir los mundos de la Ilíada. Logró, después de muchas peripecias, desenterrar joyas y tesoros de tumbas. Además, se encontraron los famosos escudos en forma de ocho, que se describen en las narraciones y que cubrían todo el cuerpo del guerrero. Por supuesto que soñé con viajar a Creta, a Turquía, a Troya y demás, pero  me tuve que conformar con los tesoros de los mayas y los incas—que están en América—. A Perú fui varias veces, siempre con la misma idea: conocer y experimentar.

También fueron las razones del viajero de José Ovejero: conocer, experimentar un destino remoto y desconocido: China. Agregó a su viaje el incentivo de viajar con Renate— su novia de entonces— que conocía sus altibajos, sus miedos, sus deseos, sus ansias, y con la cual podría probar esa convivencia de todos los días en un equipo de dos. Y así fue.

En inglés existe una palabra cuyo significado podría ser similar al de las palabras alemanas que nombra Ovejero: homesick. En traducción literal sería “enfermedad de la casa”. Y eso es lo que se experimenta cuando se está lejos de lo cotidiano, y no hay ninguna similitud ni idiomática, ni de comidas, ni de palabras que nos hagan sentir como en casa.

Esas sensaciones de extrañar, se calman únicamente con el regreso a la casa, a los olores cotidianos, a las imágenes que nos reconfortan. A mí me ha pasado, que al volver de Buenos Aires—una tierra que no me es ajena— por Buquebús, al ver el cerro de Montevideo, me asalta una sensación de alegría inusual. Sería capaz de bajarme y subir la colinita para saludar y decir: "aquí estoy de vuelta, che, brindame un saludito;  no me quiero ir más a ningún lado". Pero, pasan unos días y ¡ Zás! Otra vez me asalta la idea de salir a conocer por ahí otras tierras, otras costumbres, otras comidas, otros prójimos. Ahora, esta pandemia, me impide salir campo afuera, por lo tanto, lo que me queda es la relectura de libros como el de Ovejero. Es muy ameno, y puede leerse en forma ordenada o no. A gusto del consumidor. Eso sí, conviene marcarlo a medida que se va leyendo. Así se puede volver a él como a un itinerario de viaje. Otro traslado posible  en algún momento de la vida.

 

 


sábado, 3 de abril de 2021

¡GRACIAS DE CORAZÓN!

 

                                                    Pilotín cargado de memorias 


Hace tiempo leí un  libro de Marie Kondo sobre el ordenamiento en  una casa. Se refiere al orden de las casas con  abundancia en todos los aspectos. En muchos casos, esa abundancia obedece a un inútil  afán acumulativo que no tiene razón de ser si nos ponemos a pensar en la efectividad. ¿Cuántos vestidos, pantalones o remeras necesito?  En mi caso, casi siempre uso los mismos por motivos diversos: son cómodos, son lindos, no me hacen tan gorda, o porque sí. También me ha pasado que después de comprar algo, no lo uso porque cuando me miro al espejo veo en mi lugar a  una ballena.

Más durante la pandemia. La quietud obligada, me hizo ganar más kilos y la sensación ballenácea se acrecentó.

Me  cuesta bastante deshacerme de las prendas o libros que aprecio. Los libros, porque forman parte de mi ser íntegro. Muchos tienen dedicatorias que exhiben el aprecio de los autores. De esos, no me puedo desprender. Otros, están dedicados por mi marido, que siempre andaba buscando lo que yo quería investigar. Menos puedo dejarlos ir.

Sin embargo, hace un tiempo, alentada por la Kondo, hice una drástica limpieza. Doné la mayoría de los libros de gramática, los de lingüística, los de semántica. Me quedé con los diccionarios más relevantes que también envejecen y se van quedando afuera, porque en la actualidad hay muchos recursos tecnológicos que podemos utilizar para ver si una palabra existe o si hay un sinónimo que nos evite repetirla.

Con la ropa me pasa algo similar. Hay algunas prendas que uso desde hace años, por comodidad o por sencillez y me cuesta desprenderme de ellas. No las abandono por ningún motivo.

Tengo un antiguo pilotín  que vino en una bolsita plegable para guardarlo cuando no se usa. Es probable que tenga más de veinte años, —ya perdí la cuenta—, pero en su momento y aún ahora, es moderno por el detalle de la bolsita para guardar. Es de nylon resinado y me libró de varias garúas diluvianas en los viajes. Recuerdo que me  acompañó en mi primer viaje a Florianópolis. En ómnibus. En la época de las excursiones colectivas y divertidas. Se salía de una plaza céntrica, con un guía acompañante que se encargaba de todo el tramiterío, de entradas, salidas,  alojamientos, y cenas programadas. Una enorme comodidad que evitaba aglomeraciones y también intrincadas esperas.

Pero en estos últimos meses, descubrí que mi apreciado pilotín había quedado con manchas de humedad. Es más que seguro que lo guardé cuando aún no estaba totalmente seco y quedó convertido en un guiñapo gris. Utilicé todas las fórmulas que aparecen en youtube. Logré quitarle las manchas de humedad pero—lamentablemente— se le formaron otras de  óxido debidas a unos ganchos de metal que tiene cada tanto. Hoy, como última solución fui a una tintorería que se llama Better Life. Me sacaron por completo la ilusión de la recuperación.

Por lo tanto, hice lo que dice Kondo que hay que hacer. Le saqué una foto para recuerdo, le di las gracias por los servicios prestados. Le prometí que nunca lo olvidaré. Quedará por siempre en mi corazón, en el  recuerdo de años mejores —que supe tenerlos—y de  viajes de novela. Gracias, gracias, gracias.


viernes, 12 de marzo de 2021

¡ TATUAJES, NO!


                                                     Piernas gordas tatuadas. 

Soy consciente de que el mundo evoluciona, cambia, se mueve, y no siempre para bien.

Leí en una novela, una secuencia donde el protagonista descubría en escarceos eróticos, que la joven tenía un piercing en el clítoris. ¡El mío me dolió de solo pensarlo!

En cuanto a los tatuajes, que se han popularizado tanto, creo que  son una anomalía del espíritu. Yo, que soy un vejestorio, vivo luchando contra las manchas de la edad, los lunares y todas las marcas alusivas al paso de los años; no toleraría que  ninguna tinta marcara ningún lugar de mi cuerpo.

Se pusieron tan furiosamente de moda que los actores también se tatúan (fíjense en Andrés Velencoso o en Ibrahim Selikkol -el actor turco- ) hasta objetos representativos de índole mágica. Hay elefantes, hienas, panteras, tigres, ciervos, rinocerontes, jirafas, camellos, tortugas, salamandras,mandalas y, por supuesto, el ratón Mickey, el pato Donald y Popeye. Faltaba más.

Brazos y piernas enteras. Una tatuadora, dijo en un  programa que había tatuado vulvas y penes. ¿Qué tal? ¿Qué les parece una aventura con un sujeto de pene tatuado?

Antes, los que se tatuaban eran los presos y los marineros. Probablemente, en el caso de los presos, era una manera de afirmar su personalidad, colocándose algún tatuaje alusivo: cadenas, nombres, martillos, hoces. En el caso de los marineros, los más comunes eran las anclas y los barcos.

Actualmente, se pusieron tan de moda, que  los hay de todo tipo y color, y no hay Cristo que no se haya tatuado las más inverosímiles figuras. Tanto hombres, como mujeres. Algunas—me refiero a las  mujeres—, desaliñadas, en shorts y  fuera de peso, llevan  todas las piernas tatuadas, sin dejar ningún espacio libre.

El sujeto que fotografié para ilustrar este comentario, lucía muy orondo las piernas tatuadas, aunque la barriga le rebozaba la camiseta y los pantalones.

En fin.

Una muestra más del mundo que es mundo porque no puede ser otra cosa.

Insisto: ¡Tatuajes, no¡

¡Por favor, hagan algo positivo por la  humanidad!


viernes, 5 de marzo de 2021

EL AGENTE TOPO : LA SOLEDAD DE LA VEJENTUD

                                            El agente topo y su realizadora Maite Alberdi

                                           ( Foto tomada de internet)
 

Hoy de tarde, vi la película “El Agente topo”, una docuficción de una cineasta  chilena joven y exitosa: Maite Alberdi.

Incursiona  en el mundo de los ancianos que van a vivir a un residencial, o casa de salud o cotolengo, como se le quiera llamar. La trama es sencilla: un detective filtra a un topo veterano (espía)  para que averigüe si allí, tratan debidamente a los internos.

Alguna vez enfoqué el tema de la vejez y de la soledad que hay que enfrentar en los tiempos que corren. Antiguamente, en la época de las grandes casas, todos los miembros de una familia vivían juntos. Los más veteranos eran los que vivían en sus cuartos, recluidos, pero rodeados y asistidos por un familión. Esa estructura no existe más, porque las familias se han ido separando en pequeñas células. Los muchachos, apenas crecen, se alquilan apartamentos, o se van a vivir en viviendas colectivas con otros jóvenes. Incluso, las parejas prueban la convivencia alquilando un lugar para vivir. Muy pocos se quedan con los padres, porque a la familia, se le agrega otra persona para aprender reglas de convivencia que no siempre se acatan y se llevan adecuadamente.

La película oscila entre la realidad y la ficción. Pero no hay duda después de verla de  que la vejentud no es—de ninguna manera— un divino tesoro. Los que están más o menos sanos, son los que pueden lidiar mejor con la situación, pero los que están mal, los que tienen fallas de memoria, los que no pueden caminar, los que sienten la flojera de las piernas y se caen—pese a los pasamanos que hay en todos los pasillos—mueven, por lo menos, a una reflexión exhaustiva.

 ¿No se podría encontrar una solución más adecuada? He visto que en otros países  han montado viviendas colectivas donde los residentes tienen todos los servicios en casas, no necesariamente compartidas; algunas pueden ser individuales y son atendidas por personal capacitado para el trato con personas mayores.

En otros casos, hay adultos con buen ingreso económico, dueños de  una casa que les quedó  enorme después de la partida de los hijos, y en esos casos  se  les vincula con  alguna persona joven— generalmente estudiante— ofreciéndole alojamiento a cambio de compañía y servicio.

Lo que se desprende de todo este tema es que los ancianos, llegados  a determinada edad, o situación de salud, no son más “autoválidos”—como se señala en la película—y pasan a sentirse desplazados e inservibles. Están las dolencias propias de la edad y de la genética, pero también están las dolencias afectivas que son las más difíciles de sobrellevar. En la película—y en la realidad también— la queja por la falta de visitas familiares es constante. yo imagino lo que debe ser ahora, en plena pandemia, donde no podemos abrazarnos ni besarnos.

Recuerdo a mi abuela paterna— a la que conocí autoválida—. Era mi abuela lavandera, la que me enseñó a lavar a mano en la pileta de juguete, la que me hacía dos huevos fritos, desafiando la voluntad materna. Terminó su vida en un cotolengo femenino, porque quedó paralítica  y nadie podía hacerse cargo de ella. La íbamos a visitar todos los domingos. Yo, era aún  bastante chica, tendría alrededor de diez, once años. Me quedaba un rato conversando con ella, y después—llevada por mi educación religiosa— daba una vuelta por la sala y visitaba a las otras internas. Muchas de ellas agradecían efusivamente mi proximidad.

Lo mejor sería que tuvieran afectuosa asistencia, un lugar decoroso para vivir y entretenimientos dignos y placenteros. El afecto y el buen trato pueden hacer milagros. Y, sobre todo, habría que mantenerles los propósitos: siempre se vive mejor, si hay una proyección.

La película está nominada para varios premios. Veremos si la crítica coincide conmigo o si decide dar un premio a algún filme más alegre, banal y ligero porque nadie quiere lidiar con temas escabrosos, como este. Es una preocupación constante de la sociedad moderna que ha avanzado tecnológicamente pero nada de nada  en los aspectos sentimentales. Basta ver este filme, donde los sentimientos se ponen de manifiesto cada vez que se los convoca, y se producen  reacciones positivas de los involucrados cuando reciben muestras de apoyo solidario y cariño.

 

domingo, 14 de febrero de 2021

RAREZAS

 

En el Club de libros de Rosa Montero leemos y revisamos conceptos que la escritora va desarrollando tanto en sus libros como en sus charlas. En este año pandémico, nos hemos acercado más a sus concepciones vitales. No siempre coincido en todo, pero, sí acompaño varias de sus ideas.

Esta que puse en el cartel inicial, es una de mis coincidencias con Rosa.

 Una pareja, no es, para nada un ser que nos diga a todo que sí. Como todos saben, yo estuve casada cuarenta y cuatro años y siete meses con un hombre que era absolutamente diferente a mí. No coincidíamos en nada: era de Nacional, yo de Peñarol, era frenteamplista, yo independiente, no le gustaba el carnaval, ni bailar, a mí sí. Pero, en cambio, coincidíamos en nuestras rarezas y no únicamente las compartíamos, sino que las festejábamos.

Una rareza compartida, por ejemplo, era el gusto por armar ilusiones en listas. Cada uno tenía la suya, y, si bien no eran iguales, coincidíamos alegremente. Por ejemplo, llevábamos una lista de ilusiones utópicas que llamábamos “Venga y atrévase a soñar”— como un programa de televisión que conducía Berugo Carámbula—

Nos dormíamos haciéndonos cuentitos. Siempre iban por el lado de cumplir esas estrambóticas ilusiones. Y en los relatos las cumplíamos a rajatabla.

Muchas de esas “ilusiones” las pudimos convertir en realidad, otras no. A él la vida no le dio para todo, pero yo continué con la lista y aún hoy sigo cumpliendo esas rarezas compartidas durante tantísimo tiempo.

Hace un par de años, —como ya lo comenté anteriormente— fui a ver a André Rieu en su tierra natal: Maastrich. No fui a Brujas, no hice ningún tour diferente ni nada. Fui a su recital con una entrada VIP ( comprada a su propia agencia), estuve alojada durante dos o tres días en un hotel cinco estrellas,  y viajé en un destartalado avión hasta Madrid, de Madrid a Bruselas, y de Bruselas en un  taxi ( que pagué con gusto) hasta el altillo que había alquilado para pasar unos días más recorriendo Maastrich. Llevaba un contrato con una agencia local, que me proporcionó un guía de habla inglesa, con el cual fui  a todos los lugares que había marcado en mi destino. No hice nada más. Simplemente, después, como la agencia de viajes, absolutamente desastrosa, me había puesto en “lista de espera” me quedé un par de días en Madrid—obligada por las circunstancias— y visité a algunas amigas madrileñas, porque el resto andaba por las playas.

Pero sigo creándome ilusiones y elaboro estrategias de sobrevivencia para mis múltiples rarezas en esta pandemia atroz que nos ha dejado completamente turulatos.

 

 


jueves, 11 de febrero de 2021

A PROPÓSITO DE LAS PLUMAS DE ROSA

Plumas de ave para escribir

 

Escuchando a Rosa Montero en Facebook hablar de las suyas-es aficionada y las tiene de todo tipo- , me acordé de mis “plumas”.

En realidad, pocas veces usé esta palabra para referirme a las lapiceras de cargar tinta, o, a las biromes- tan populares por acá-

 Las “plumas” se llamaron así  porque las primeras que se usaron fueron de aves—como la que puse de ilustración, sacada de internet—.

Yo no tuve plumas de verdad, pero sí  unas cuantas lapiceras de distintos tipos a las que se les adosaba una pluma “cucharita”—así se denominaban—, pero nunca fui una aficionada porque en mi juventud hice un curso de secretariado comercial que incluía dactilografía  y empecé a escribir a máquina. Me aficioné a la máquina de escribir primero, y a la computadora después.

Sé que hay  profesionales de la escritura,  del cine o del teatro,  que escriben a mano. No es mi caso. Yo, generalmente, escribo a máquina y sin mirar las teclas porque logré hacerlo bien  en años de trabajo oficinesco. Aquellos tediosos ejercicios de asdf/ ñlkj, dieron resultado después  de hacerlos minuciosamente. No fue fácil para mí que había aprendido a escribir a máquina con dos dedos, pero, en la vida se logra  casi todo,  cuando se le pone constancia.

Cuando era niña, iba a una escuela de monjas. Eran severas y autoritarias, pero yo no les daba mucha pelota porque me gustaba mucho charlar con las otras internas. Por razones del trabajo materno, fui medio pupila durante un tiempo. Significaba ir de mañana temprano  con un regreso al atardecer. Me gustaba más o menos porque me aburrían las “labores”- así se les llamaba a las clases de costura y bordado, dos disciplinas para las cuales nunca fui dotada ni nada que se le pareciera. Mis carpetas lucían unos toscos bordados, y mis costuras eran caminos de hormigas. En cambio, me destaqué siempre en todo lo que tuviera que ver con letras. Y a eso me dediqué en cuanto pude. Para eso, sí usaba “plumas”, pero no eran portátiles sino que se llevaban en una cajita y se colocaba una en la lapicera. En el medio del banco escolar había un agujero que era para colocar el tintero. (Siniestro aparato que me dejaba el portafolios y las manos a la miseria). Tuve que aprender a dominarlo. También tuve unos involcables. Que eran más siniestros que los otros porque, según la inclinación que tenían, se volcaban o no. A mí se me volcaban casi siempre y, a la tarea escolar, se le agregaba la doméstica para limpiar los enchastres que se me armaban.

Con esas primeras plumas, aprendí a escribir las tareas escolares y las imaginativas. En el colegio, las imaginativas eran las redacciones. Nos daban un título o un fragmento de texto dictado y había que continuarlo de manera coherente. Eso me gustaba y me divertía. Y las plumas, aún mojadas de más, daban el resultado esperado. Trabajaba con un secante debajo de la hoja para evitar las posibles manchas. Esos secantes eran de propaganda y me los regalaba un pediatra muy simpático, colega de mi mamá. Siempre tenía unos cuantos a mano, porque la tarea tenía que presentarse impecable.

Escribir y producir un texto con esas plumas era un trabajo enormísimo. Ahora me doy cuenta de que los jóvenes actuales podrían-si quisieran- escribir sin tantos problemas como los que tuve yo en esos comienzos infantiles.

Cuando cambié de la escuela privada a la pública, además de la novelería encantadora de tener compañeros varoncitos,  el sistema era el mismo: tintero al medio y a compartir con el otro ocupante de banco. Por suerte me tocaron varones prolijos y podíamos trabajar cada uno en lo suyo sin reyertas ni altercados.

                                          Dedicatoria de la maestra de quinto año que detectó que mi área era Letras


En quinto año escolar empecé a mirar con interés a los varones de la clase o, a los más grandes que todavía usaban pantalón corto aunque ya tenían vellos en las piernas. Ahí la escritura-ya con biromes-  me sirvió para contestar esquelas amorosas, escritas torpemente, con muchas faltas de ortografía. Yo firmaba “AST” y ese hecho causaba hilaridad.

 En esta época de pandemia, usé parte del tiempo en ordenar papeles y textos. Así recuperé un álbum-creo que fue de sexto año, cuando ya terminábamos la primaria- con dedicatorias de todo tipo. Hay una en especial que vino a mi memoria cuando la vi. Está escrita por la maestra,  pero la firma es de uno de mis adoradores más acérrimos. Era tan empedernido, que me perseguía a la salida de la escuela, gritándome improperios de todo tipo. Supe después que  era el deseo acumulado el que lo hacía actuar así, porque al poco tiempo, a la hora del recreo nos dábamos unos besos enormes  llenos de saliva y migas de bizcochos. Ese primer besuqueador se llamaba Héctor.


Pueden ver el texto- con la letra de la maestra y el comienzo de la firma con  letra de varón-. Cubro el nombre completo del susodicho porque sé que vive en Estados Unidos, y quizás no le guste verse reflejado en estas líneas. No sé. 



Y toda esta elucubración fue a raíz de las dichosas plumas de Rosa Montero.

 

lunes, 18 de enero de 2021

FANTASÍAS

 Indudablemente, en esta época maldita acosados por una pandemia que no nos permite razonar ni vivir se nos tienen que ocurrir fantasías—para no sucumbir— acordes con las situaciones que nos depara la existencia.

En mi caso, por razones de la edad, tengo que ser más cuidadosa que si tuviera veinte o treinta años, y cumplo, con el protocolo de higiene que se aconseja. Sin embargo, he visto que los contagios no se dan en una forma que se pueda detectar cómo y dónde.

Evitar las aglomeraciones y el contacto físico es uno de los requisitos. Así que ya hace casi un año, que no beso ni abrazo a nadie. Nos conformamos con el ya clásico roce de puños o codos. Me ha costado. Me agrada mucho tener contacto físico con los seres queridos. Pero no se puede. Estamos confinados como con las siete plagas de Egipto. Salimos de una y nos metemos en otra.

Mis fantasías se nutren con las series que nos convocan con actores jóvenes, saludables, llenos de vitalidad, musculosos—algunos delgados incluso, lucen músculos apreciables—. Me he convertido en una vieja tipo Don Fulgencio, aquel legendario personaje de Divito que “nunca había tenido infancia” y hacía, a una edad provecta, con un físico regordete y con pelada, actividades totalmente pueriles: desde remontar cometas, hasta jugar con un trompo. En mi caso, no soy tan infantil pero los actores son estupendos y se prestan para todo tipo de ensoñación.

A algunos ya los presenté en “los hombres de mi vida”. Desde los más veteranos, incluso que ya no viven, hasta los más jóvenes que surgieron del mundo de la moda publicitaria. Físicos portentosos, sin un gramo de grasa, para cuyo mantenimiento,  se entrenan a muerte durante horas.

Hay tres  que podemos  ver en las series, y en varias redes  sociales con total impunidad porque viven gracias a esa exposición:

 

Andrés Velencoso


Español, joven, salido del modelaje. Tiene un físico delgado pero portentosamente musculoso. Lo vi en una serie de Netflix: “Edha”, y, al buscar información aparecieron detalles de su vida personal, sus parejas, la muerte de su madre y un tatuaje que luce en el pecho con su nombre. A mí no me gustan para nada los tatuajes pero, en este caso, si no insiste,  se le podría perdonar.

 


Ibrahim Celikkol

Salido del  mundo del deporte. Turco. También musculoso y alto, con más físico que Velencoso y con cara de niño bueno. Lo vi en una interminable serie turca:  “Intersection” (en otros países salió con el nombre de “Vidas cruzadas”).

 


Tomer Sisley


Es el que he visto más. La primera serie que vi con él  es Mesías. Interesante y rara. Con personajes de la Biblia. Buen papel de malo.

Como me gustó, busqué otras. Incluso películas.



También es joven. Delgado, al estilo Velencoso, pero  con un buen físico que entrena para hacer él mismo las escenas de riesgo. Vi la serie “Balthasar”, rarísimo ejemplo de  tenebroso policial con ficción. Encarna la figura de un médico forense cuya esposa fue asesinada y dialoga con ella y con los muertos que examina. Con la capitana de la policía ( Bach), hay una relación extraña porque la mujer es absolutamente opuesta a su carácter jodón. Una relación de tire y afloje. Muy bien llevada por ambos. No sé cómo lo lograron porque cuando no hay química y uno tira para un lado, y el otro para el opuesto, lo más probable es que la constante fricción provoque una ruptura total. Vi dos temporadas. Si logro localizar la tercera, sin tantos comerciales, quizás la pueda ver también.  En Balthasar, hablan un francés nativo y fluido que después de un rato consigo entender un poco, sacando de mi cerebro el francés au liceé,  aunque no todo.

Mis amistades de redes sociales me preguntaron por qué los elijo tan jóvenes, y contesté la verdad: para vieja, basta conmigo. ¿No verdad?

  “VIEJO BARRIO QUE TE VAS ”   Desde que vivo en Punta Carretas, el barrio se fue transformando en forma lamentable. Hay construccione...