viernes, 26 de agosto de 2016

LA LUCHITA

La llegada de "La Luchita" fue una  sorpresa y constituyó todo un acontecimiento- Año 1998
Ya conté en otras oportunidades sobre las dificultades que se nos fueron dando para trabajar y estudiar. Nada nos vino de arriba, siempre luchamos para tener lo que necesitábamos.
En estos momentos en que las fuentes de trabajo van desapareciendo y que se hace cada vez más difícil conseguir uno porque la preparación que se exige es rigurosamente digital y experta o, si es  un oficio hay que desarrollarlo con todas las ganas, me dio por pensar cómo hice yo para que me tomaran como empleada en los primeros años. En el primer empleo, aprendí rudimentos de contabilidad “en vivo y en directo” ayudada por la secretaria de la empresa que me dio unas lecciones básicas. Primordialmente tenía que facturar, hacer recibos y cobrar, llenar los formularios de depósitos de los bancos, andaba mucho en la calle, casi toda la tarde afuera. Lloviera o tronase, hiciera frío o calor, para arriba y para abajo. No me importaba, tenía la convicción de la necesidad. Había que hacerlo. No me quedaba otra. Y no me cansaba porque era muy joven.
En el segundo empleo, me asesoró un empleado jubilado de muy buen talante que no se enojaba por nada del mundo y me guiaba con paciencia franciscana. Yo escribía a máquina, pero con dos dedos, porque no había hecho ningún curso. Un buen día, me anoté en las Academias Pitman. Hice el curso completo de dactilografía.  Fue mi primer diploma. Cuando lo obtuve,  lo encuadré, y lo colgué en el comedor. Fue mi primer logro “académico”. Muchos se burlaban de mi inocencia, pero yo, fiel a mi consigna, no les di pelota,  permaneció años sobre la pared del trinchante de cármica como único adorno. Y bien orgullosa que  me sentía.
En mi tercer empleo, en el taller de reparación de máquinas de oficina, logré-finalmente- comprarme mi primera máquina de escribir. Una Hermes Baby- la marca que representaba la firma- usada, pero de buen ver. Los mecánicos me la habían dejado impecable. Únicamente le faltaba la tapa superior, pero andaba como una bala. Me la llevé a casa contenta como perro con dos colas.
Así como  los cambios de autos jalonaron nuestras vidas, también hubo objetos-como la máquina de escribir- que también  lo hicieron.

Exactamente igual a esta era mi Hermes Baby, pero sin la tapita superior
(Esta imagen la saqué de Internet) 


 Hubo otro que fue memorable. En febrero de 1998, apareció de tarde por casa, un electricista que mandaba mi esposo. ¿Cometido? Poner en el escritorio una línea de teléfono. Como no me había comentado nada, en un principio quedé perpleja y lo llamé para consultarlo.
-¿Para qué querés una línea de teléfono en el escritorio? El teléfono está bien a mano en la mesa-biblioteca del corredor. Se puede oír y atender sin problemas. – La respuesta me dejó más perpleja.
–Quiero un teléfono en mi escritorio.
Bien. Entonces el operario empezó a trabajar con ese propósito. Mi viejo apartamento, apenas tenía algunos enchufes y no todos los que se precisan en la actualidad; se le fueron agregando a medida que empezaron a necesitarse. Le dio un trabajo enorme pasar la línea. Hasta tuvo que hacer sendos agujeros en uno de los placares para lograrlo, pero, a la noche, la línea estaba instalada. Sin embargo, yo no veía el nuevo teléfono por ningún lado.
– ¿Vas a comprar otro teléfono fijo?
-Ya lo tengo. Mañana lo traigo.
Muy bien. Santo y muy bueno. Violín en bolsa.

A la mañana siguiente era sábado, como era febrero yo estaba en casa, de licencia, así que cuando sonó el timbre,  fui  a atenderlo, pero, mi esposo se me adelantó, y abrió la puerta de calle. A los pocos minutos apareció la sorpresa: mi primera computadora. Vuelvo a repetir: año 1998. La llamé “La Luchita”, porque fue, realmente el premio a toda una vida de trabajo y de esfuerzo.  Un armatoste simpático que yo no sabía ni siquiera prender.  Lloré de la emoción. Mi alegría quedó registrada en la foto que saqué del baúl de los recuerdos. ¿Les gusta?

domingo, 21 de agosto de 2016

SENTIMENTALISMOS

En el día de nuestro compromiso Año 1965
En uno de esos viajes relámpago que me gusta hacer a Buenos Aires, fui con una amiga a la Feria de San Telmo. De la misma manera que aquí tenemos la Feria de Tristán Narvaja, o la de la Plaza Matriz, en Buenos Aires tenemos la de San Telmo. Hay de todo. Quizás más que acá. Muchas cosas viejas, antiguas, o en desuso. En uno de los puestos vi montones de fotos antiguas. Mientras mi amiga buscaba algo que quería comprar yo me entretuve mirando las fotos. Después de un buen rato me vino como una especie de zozobra, porque me empecé a preguntar: ¿Quiénes habrán sido los fotografiados?  ¿Cómo fueron sus familiares? ¿Por qué están sus fotos para la venta? ¿No hubo nadie de los parientes o amigos que se interesaran por guardar esos recuerdos?
Evidentemente no. Y ahí estaban expuestos para la venta. ¡Quién sabe cuántos sacrificios habrán tenido que hacer en el siglo pasado para pagar esas fotografías hoy en absoluto desuso! Las fotos no eran digitales, y desde que se popularizaron marcaron la vida de muchas familias, ya que se empezaron a documentar todos los hechos  importantes: cumpleaños, presentación en sociedad, bailes, casamientos, bautismos, reuniones familiares y de amistades. Todo ahora en un baúl dispuesto para revolver a gusto.
Me dio una inmensa pena. Y enseguida pensé en mi caja de recuerdos. Una especie de baúl que tiene multitud de fotos. A pesar de que he tratado de ordenarlas casi siempre tropiezo con una especie de desgano que no me deja ir para adelante. Pero ahora empecé.  No se puede hacer todo de golpe. Empecé buscando fotos donde estuviéramos los dos juntos. Armé una carpeta: “Nosotros”. No son muchas las que rescaté porque no fuimos una pareja de la era digital. Si bien me quedaron algunas fotos de los primeros tiempos, eran las que sacaban los parientes afortunados que tenían una máquina con rollo –de aquellos que se revelaban- y después me regalaban una como recuerdo.
Encontré la de nuestro compromiso. Del casamiento no tengo ninguna. No hubo ninguno dispuesto a documentarlo y nosotros no teníamos plata ni para el ómnibus. Toda la que habíamos ahorrado fue a dar a los pocos enseres que juntamos para armar el apartamentito alquilado,  que era nuevo cuando fuimos a vivir. El de la calle Petain, que como era tan pequeño lo apodamos “El Dedalito”. Me detuve un rato a mirar la foto de nuestro compromiso. Nos creíamos en esa época “muy grandes” pero ahora que veo las caras me doy cuenta de que éramos un par de gurises. Eso sí. Muy convencidos del paso que dábamos. Lo habíamos parlamentado casi todo. Quién iba a hacer los mandados, quién iba a lavar los platos, quién iba a lavar la ropa, quién iba a cocinar. Habíamos hecho  una distribución bastante equitativa. Yo lavaba, -no planchaba ni planché nunca- limpiaba y cocinaba. Él hacía los mandados, y si era necesario, planchaba. Así de simple. Una vida de lo más sencilla. No teníamos ni teléfono- ni que hablar que los celulares tampoco existían-  ni televisor. Apenas una radio portátil Spica.
Tampoco precisábamos más. Nos arreglábamos con lo que teníamos. No tuvimos “luna de miel”. El dinero era escaso, así que lo poco que hubo fue a parar a los implementos que nos faltaban para organizarnos de manera muy austera. Y lo hicimos. Esa foto me trajo todos estos recuerdos. Y sí. Son sentimentalismos. ¿Qué duda cabe? Pasaron más de cincuenta años. Mucha agua bajo el puente. Y de a poco fuimos entendiendo de qué va la vida. Y la muerte.


sábado, 13 de agosto de 2016

DE BAJA


No queda otra ( Imagen tomada de Internet) 

¿Alguna vez intentó hacer un trámite usando el teléfono? Yo sí. Porque siempre fui- y sigo siendo- una completa papafrita inocente. Entonces, me aboco a obtener comunicación con algún ser humano que me dé bola. Fui enseñada así por uno de mis primeros jefes que no admitía ningún tipo de dilación cuando quería algo. Y yo era la desgraciada que tenía que obtener sí o sí lo que el imperativo tipo quería. Además tenía que ser enseguida. A fuerza de insistencia, lo más común era que lograra lo que  me pedía, aunque no siempre me coronaba el éxito.
Pero los tiempos cambiaron. Ahora, las centrales de casi todas las  compañías tienen contestadoras automáticas que han sido engendradas por Satanás en persona. Una voz metálica dice que nos va a guiar y que “la conversación podrá ser grabada”. Lo cierto es que nos tiene horas   sin que se nos brinde asistencia humana. Tengo un teléfono “manos libres” y más de una vez lo uso mientras hago otra cosa esperando que la voz metálica desaparezca con todas las pelotudeces que ofrece- porque no se van a perder la oportunidad de hacer propaganda, faltaba más- mientras, permanezco atenta por si algún ser humano se compadece y aparece para recibirme con alguna frase clásica “¿En qué la puedo ayudar?” El salto que puedo pegar cuando algo así me surge del otro  lado de la línea no lo da ni Teodoro- mi gato- y  ahí una tiene que “descargar” con la mayor brevedad posible la correspondiente consulta. Como habitualmente estuve esperando mucho tiempo, cuando me atiende una persona, es tan grande la emoción que me vuelvo de inmediato una tartamuda lastimosa. Pero el proceso empieza antes.
Hoy fui a pagar una tarjeta de crédito para poder darla de baja a la brevedad. Fui a la agencia Punta Carretas. Obvio. Vivo en Punta Carretas. Es mi barrio hace más de veinte años. Tengo todo en Punta Carretas. O eso creo. Pero no.
Para dar de baja  una tarjeta tengo que ir a la Central que está-obviamente también- en el Centro. ¿No tenemos todo “digitalizado”?, sí, pero no tanto. El trámite para dar de baja la tarjeta es únicamente en el Centro. Para no incurrir en el error de ir y luego tener que regresar porque falta tal o cual cosa, ahí-como en la antigüedad-  recurrí al teléfono. Empecé alrededor de las once de la mañana. La perorata empezó cuando la horrorosa voz metálica me dijo  que estaba en el puesto 10 de la lista de espera.  Habilité el “manos libres”. Bien. Usted puede usar “TARJETACEL”- obviamente el nombre de la tarjeta- busque la aplicación XXX  bájela a su celular. Le recordamos que está disponible en nuestra página web toda la información que usted necesite- una forma nada diplomática de hacerme saber que estoy bobeando, porque si toda la información está en la web. ¿Qué mierda estoy haciendo yo tratando  de que un ser humano me diga lo que tengo que llevar?-
Hay un 10% de descuento en las farmacias adheridas- no quiero saber eso, carajo, yo quiero hacer otro trámite- El Uruguay no es un río-porque hay música también- chuachuachuajajaja No cantes más torcacita que  llora sangre el ceibal. Y mientras escucho la letra completa de la canción-interrumpida por comerciales- me pongo a divagar- cosa que me encanta y  no  me cuesta nada.  A mi juego me llamaron. Esta canción. ¿Cómo era que se llamaba? Ah. Sí. “Río de los pájaros”. De Aníbal Sampayo. ¿Te acordás que se cantaba en la escuela y que no sabías lo que era “torcacita” y cantabas “tor- ni idea tampoco- pero “casita” sí sabías lo que era? Y “ruanas” también porque gracias a tu abuela paterna que te decía que eras “bien ruana, mismo”,  ya sabías que era un tipo de pelaje rubio- como el tuyo- Sin embargo, lo de “biguacita” te quedó en la ignorancia durante bastante tiempo. Si, guaranga. Dale que sí. Eras grandota cuando supiste que era un diminutivo de “biguá”- un ave acuática- Y que el Club Biguá lleva ese nombre por el pajarraco. Bueno. Pero seguís esperando. Tus divagues dieron vueltas por la escuela y por tus líos de vocabulario con las letras que algunas siniestras maestras te hacían aprender sin ningún trabajo de comprensión lectora. Vos, ya  profesora, la usaste para enseñar diminutivos: morenita, biguacita, canoíta, gurisito, ojitos, barriguita, lomito. Todos repletos de ternura. Bueno. Seguís esperando. ¡OH! ¡Te atiende una voz humana! ¡No es la metálica! ¡Albricias! (o sea, buenas noticias).   Y la voz humana te dice que sí, que tenés que ir al centro, munida de tu cédula de identidad y la tarjeta que querés cancelar. Hacelo, por favor, lo más rápidamente posible. Y cuando recibas algún call center ofreciéndote el oro y el moro para que aceptes “sin cargo” tal o cual tarjeta: Decile que no y que no. Enérgicamente.  Y Puteá. Puteá de arriba abajo. Tenés todo el derecho del mundo.


lunes, 8 de agosto de 2016

MARIAN LA CRIADA ALMODOVARIANA

La insuperable Rossy de Palma como Marian en Julieta de Pedro Almodóvar-imagen
tomada de Internet-
Ya se sabe que el cine de Pedro Almodóvar  y/o el de Woody Allen no es para todo público: o se les ama o se les odia. No hay medias tintas. Yo los amo. Veo todo lo que producen y apenas sale un estreno de ellos me tiro de cabeza. Soy incondicional. Sobre la película Julieta hay montones de comentarios: positivos y muy negativos. Entre los negativos leí uno que afirma que  Almodóvar partió de tres relatos de Alice Munro: “Destino”, “Pronto” y “Silencio” y que no pudo hacer nada parecido a las narraciones de la Munro. Y no. No lo hizo. Felizmente no. Realizó su película como corresponde. A mí me gustó. Pero declaro que me gustó de la misma manera que la vieja que decía “Sobre gustos no hay nada escrito y tomaba mate en un plato”. Es más que probable que yo también tome mate en un plato. Y tengo mi derecho. Pero no me voy a referir a la película Julieta en su totalidad, sino que me voy a centrar en uno de los personajes: el de la criada Marian, estupendamente encarnado por la actriz Rossy de Palma.
El personaje es impactante.
Rossy de Palma encarna  a una gallega dura, enérgica, rígida, autoritaria y entrometida. No es la única criada que conocemos con estas características, porque en la literatura  abundan. Son las “correveidile” que se encargan de llevar y traer y que pueden destruir a más de una familia con sus enredos y chimentos. Generalmente disponen de mucha información sobre sus patrones: saben qué comen, que no comen, qué les gusta, que no les gusta, sus gustos sexuales y sus apetencias de toda índole, si son limpios o sucios, si lavan su ropa interior o si la usan con olor porque  no se la cambian a diario. Son las que limpian, las que lavan, las que cocinan, las que hacen la compra. Oyen y ven todo. Y ni que hablar que –la mayoría- despliega una envidia feroz por sus patronas que  han sido favorecidas con una posición social ambicionada largamente- y a la que saben que nunca podrán alcanzar-. De ahí su rencor y su ensañamiento.
Una criada que se podría comparar con Marian es “La Poncia” de “La Casa de Bernarda Alba”. Poncia desde que llega a escena despotrica contra su patrona. Y ni que hablar que sabe perfectamente qué es lo que les falta a las  hijas, y  se lo hace saber a Bernarda, diciéndole que sus hijas “están en edad de merecer”. Logra enfurecerla con sus expresiones. Pero es cierto. Todas están en edad de merecer. Hasta la mayor que lleva el connotativo nombre de Angustias. Tiene treinta y nueve años- una edad en  que para la época ya era una solterona irremediable- flaca- y esto no era para nada un beneficio sino una contrariedad... De caderas estrechas, -como señala la Poncia- tendría dificultades en los partos.  Y ni que hablar que las otras también están desesperadas por un hombre. Poncia lo sabe y las solivianta hablándoles de lo que le decía – y hacía- su marido Evaristo El Colín.
Así también Marian, en la película de Almodóvar trata de que Julieta -que ha ido a la casa de Xoan para verlo alentada por una carta que recibe de él- no se quede a esperarlo. Y es también la que le comenta que Xoan tiene relaciones sexuales con la ceramista-antes y durante su ausencia-. Y es también la que habla con Antía- la hija que desaparece- y le cuenta la discusión que tuvieron sus padres mientras ella estaba en el campamento de verano. Es ella, la que  desata la tragedia que de no haber mediado su “intervención”, no habría ocurrido. Es su empecinamiento el que produce la culpa y el castigo. Eternos temas humanos, con sus tintes de tragedia griega. O española.
Julieta es un drama irremediablemente almodovariano. Marian tiene antecedentes, pero está creada también con su estilo.
Hay que ver la película. Quizás más de una vez. No aburre para nada. Créanme.




jueves, 4 de agosto de 2016

SIN LUZ

¡Un símbolo de la luz! ( Imagen tomada de Internet)


Alguna otra vez escribí sobre el tema porque cuando fui a guardar este archivo la computadora portátil me indicó: “Ya hay un archivo con este nombre. ¿Lo quiere reemplazar?”.
También lo hice sobre algún que otro recurso que las veteranas como yo podemos desplegar en una emergencia. Siempre y cuando nos acordemos de  lo que hacíamos cuando no teníamos ninguno de los elementos modernosos de la actualidad y que dependen de la energía eléctrica. Pongo algunos ejemplos, aunque no son todos: ascensores   cocina- con encendedor automático eléctrico por supuesto- tostadoras, batidoras, procesadoras, “varita mágica”, licuadoras, planchas, computadoras de escritorio, televisores, radios. Afuera del edificio: cajeros automáticos, pago de cuentas en Abitab, o Red Pagos, o Bancos o cualquier institución, porque actualmente está todo digitalizado, y para que funcione adecuadamente se necesita la electricidad.
Tanto es así que creo que los jóvenes no saben qué hacer si no se pueden conectar a algo y con algo. Pues bien. Me di cuenta de inmediato que me había quedado “sin luz”- como decíamos antes- porque el equipo electrógeno del hotel de al lado, largó con todo su ruido característico.
Me dije a mí misma. Tranqui. Serenidad, dale suave. Preparate el desayuno. La leche está en la heladera. Está apagada, pero la leche está en buen estado. Prendamos la cocina. ¡Oh! ¡No prende! ¿Por qué no prende? ¡Porque el encendedor es eléctrico papafrita! Pero la veterana debe tener fósforos en algún lado. Sí. Tiene. Problema solucionado. Vamos a hacer unas tostadas. ¡Oh pero la tostadora también es eléctrica! ¡Que no cunda el pánico! Hay sartenes a patadas. Todas con teflón. Dorate unas rodajitas de pan común de ayer a la sartén. Y ya está. Desayuno solucionado.
Tener una vela puede ser útil también (Imagen tomada de Internet)

¿Qué tenías planificado terminar de cocinar? ¡Ah, sí! Un pesto de brócoli. Ya hiciste la preparación previa. ¡Qué bueno!  ¡Tenés el brócoli saltado en la heladera! Anoche, previsora, antes de acostarte, pelaste los cinco dientes de ajos y los dejaste en el mismo bol del brócoli saltado. ¡Qué bien! ¿Qué más precisas para eso? Queso rallado. Bueno. La procesadora no funciona, pero el viejo rallador herrumbrado que anda por algún  estante sí. ¿Dónde mierda se habrá metido? No te preocupes. Te sobra el tiempo. Hoy no esperás a nadie a almorzar. Te viene bien para ordenar ese relajo que tenés en el aparador. Sacá todo, y ya va a aparecer. ¡Sí! ¡Apareció! Ahora, a rallar el queso. Los dedos no. El queso. Bien. Ahora vamos a procesar el brócoli. ¿Procesar? ¿Con qué? ¡No tenés energía eléctrica! ¿Con qué vas a procesar, vieja pelotuda? ¿Ehh?  ¡A buscar la picadora manual! Debe estar en el otro aparador, sucuchada en algún rincón. ¿Te acordás que  más de una  se mató de la risa cuando la vio con su simpática “manijita” de hierro y con sorna te dijeron:-¿ para qué mierda guardás esa “antigualla”? ¡Para esto la guardabas! ¡Para estas emergencias!
Después de dos o tres horas tenés el pesto de brócoli pronto. Ahora podés hervir la pasta. ¡Perfecto!
¿Y qué más se puede hacer?
Poné la radio portátil. ¿Qué programa vas a escuchar en radio? No sabes. Podés hacer lo mismo que haces con la tv: “zapping o zapeo- Se aplica sólo para la televisión- pero vos lo vas a inaugurar también para la radio: o sea cambiar el dial hasta que encuentres algo potable. ¿Potable? ¡Oh santos del cielo! ¡“De dónde yerba si es puro palo”!
Mi radio portátil. ¡Hay que tenerla siempre con pilas nuevas! 

 Terminás escuchando “la Clarín” folklore y tango”. Por lo menos agarraste  una sesión de Francisco Canaro y de Aníbal Troilo.  Vos seguí dándole con fe. ¡Y no vayas a tirar ni a regalar ninguna de las antiguallas!



sábado, 23 de julio de 2016

MIS MOTIVOS ( Y NO LOS DE PROTEO)

Con mi ya aceptada pelambre "Africa Look"  a punto
de partir a un viaje educacional del UAS. 

No me refiero a los “motivos” de “motivar” sino a los de los pelos crespos que sufrí durante toda mi niñez y juventud, en una época en que la moda-siempre tirana- marcaba cabellos  largos y lacios al estilo de la nouvelle vague.
La verdad es que me rompí el alma para alisar mis motas, pero nunca lograba un efecto tan bueno como las que habían nacido con el pelo  planchado naturalmente. En verdad,  no pude dominar nunca JAMÁS mi ascendencia africana. Así, como “hijo de tigre tiene que salir overo”, yo como hija de padre negro, no podía pretender ser una rubia escandinava aunque en apariencia tuviera aspecto de walkiria. Era hija de negro. Y había que joderse. Y me jodí pero después de tratar- inútilmente- de dominar mis crespos.

Marina Vlady con un moño de aquellos (Foto tomada de Internet) 
Bastante sufrí, durante años, por alisar mi pelo. Hacía de todo con las estratagemas a la usanza: torniquete con un rulerón enorme en el medio de la cabeza y el resto del pelo, bien liso, enroscado alrededor. Dormir sentada para que no se arrugara. Ponerle “laquené” en cantidades estrafalarias para que la humedad no lo frisara. De todo. Hasta que un día, en la peluquería del pueblo, me dejaron el líquido de la permanente- se usaba también para alisar- más tiempo del conveniente y el pelo se me cayó como si fuera artificial. Quemado, deshecho, inútil. Y así, casi calva, fui a consultar a un dermatólogo-que para colmos era pelado-  que se divirtió bastante con mi dramón. Una loción y una gorra durante un año cubrieron mi bochorno. Después no lo intenté más. Cuando el  nuevo pelo empezó a cubrir los claros que me había dejado la quemadura, lo empecé a usar cortito, al estilo de Mia Farrow,  y así, bien cortito, disimulaba el moterío. Nada más.
Mia Farrow y su estilo me salvaron del bochorno de la peladura 


 No es que me hubiera resignado. Nada de eso. Pero la quemadura también me había barrido las ilusiones. No iba a ser nunca Brigitte Bardot, ni Marina Vlady  ni ninguna de las bellezas de la nouvelle vague.
Brigitte Bardot  en la plenitud de su juventud con pelo lacio
(Imagen tomada de Internet)

Yo era lo que era: la hija mayor del colchonero Segovia, el negro Pinela. Pues bien.  De a poco, con astucia, aprendí a  sacar partido de lo que la naturaleza me había dado. No tenía pelo lacio, pero sí ojos claros, era mucho  más alta que el resto de las pigmeas que me rodeaban, pesaba treinta kilos menos que ahora,  y podía-sin lugar a dudas, por un rato al menos- fingir más edad para salir con tipos más grandes (que, por supuesto, me encantaban), aunque a los pocos minutos se dieran cuenta de mi oronda guaranguería. No tenía pelo lacio, pero sí  un buen sentido del ritmo  que me permitió cantar y bailar durante mucho tiempo, cuando otras planchaban irremediablemente sin pareja de baile.  Y ahí anduve. Montada arriba de unos tacones siderales, con  una pollera justona, si era posible negra, y unas toreritas que me marcaban las formas incipientes, intentando seducir. Felizmente, algún tirifilo atrapé. De verdad. En fin. Años ha.
 Ahora que los años me plancharon las motas, y que tengo muchísimo menos pelo,- que además después que falleció mi esposo se me blanqueó por completo-  miro alguna foto de mi juventud y me pregunto, al fin y al cabo, ¿Era tan espantoso  mi moterío natural?

Y me contesto también irremediablemente: “La verdad que no era para tanto. En fin, ahora:”Qué le vachaché”.  

miércoles, 13 de julio de 2016

MOTIVO RAZÓN O CIRCUNSTANCIA

Se acomoda de cualquier manera para estar en mi falda
“(…) un gato es territorio fijo, límite armonioso; un gato no viaja, su órbita es lenta y pequeña, va de una mata a una silla, de un zaguán a un cantero de pensamientos; su dibujo es pausado como el de Matisse, gato de la pintura, jamás Jackson Pollock o Appell (…)” (“Entrada en religión de Teodoro W. Adorno” “Último round” Julio Cortázar)



 Yo comencé a usar  las redes sociales cuando hice unos cursillos que me enseñaron los rudimentos más usuales. A partir de ahí, una de las  que más uso es Facebook. Me permitió conectarme con gente que hace mucho tiempo que no veo y me dio la posibilidad de reencuentros casi mágicos con seres que creía perdidos para siempre. Desde un primer novio perdido en la lejana juventud- hace más de cincuenta años- hasta amistades que se fueron del  país hace más de treinta o cuarenta. Las relaciones antiguas pasaron, fueron, o siguen siendo pero siempre desde otra perspectiva diferente. No es lo mismo tener quince años de edad  y todas las ilusiones a ras del alma, que tener setenta y muchos sueños destrozados o perdidos irremediablemente.  
Ya lo afirmó el filósofo español José Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi circunstancia, si no la salvo a ella no me salvo yo”.
Significando de esta manera, que somos- todos- seres que dependemos de nuestro entorno. Eso es “circunstancia”- lo que nos circunda y de una manera u otra nos condiciona. Amamos –o creemos amar- irremediablemente a otro- pero, de repente, ese otro está inmerso en otra “circunstancia” distinta: sus padres  quieren para el “nene”  una nuera más adecuada- más hogareña, que no use minifalda, que no quiera estudiar, ni progresar ni nada-; o,  está comprometido, o casado, y ese “alrededor” lo determina de una manera tan tajante que la mayoría de las veces, lo aplasta. Son pocos los seres con coraje para sacudirse esa realidad; la mayoría la acepta irremediablemente aunque sienta que lo ahoga, que  lo lleva al final, que le anula la capacidad de felicidad- y que,  termina finalmente destruyéndolo-.
Cables por todos lados 
Teodoro Segovia, llegó a mí-como ya lo conté- el 10 de mayo de 2016. Salió de su nido de gatos- madre y hermanos- para pasar a vivir en el apartamento de una vieja viuda. La adaptación está siendo mutua, y “la circunstancia” nos condiciona a ambos. Mi apartamento no estaba preparado para recibir a un cachorro lleno de bríos, activo y querendón. Pero, poco a poco, el entorno se ha ido adaptando. No puede vivir a su antojo, sin ninguna correa que detenga sus ímpetus, por ejemplo. La vejez del apartamento- aunque esté situado en una zona de “alta gama”- determina o condiciona que haya que frenar de una manera u otra sus naturales ímpétus. 
Y muchos más 


 Esa correíta celeste le  permite a la jovata que es mucho más lenta que él, sacarlo del “cableado” que no es - de ninguna manera- un  juguete- . Aún así, con ese control, de vez en cuando se evade. Logró comerse con fruición –por ejemplo- el cable del cargador del celular L.G. 
Lluvia, música, lectura en el kindle, contemplación 


Hace un rato, ya sin el collar, en la cocina, lo encontré subido a la mesada tratando de abrir la bolsa de comida-aunque tiene, siempre, su comedero lleno- Por supuesto que lo reprendí como si fuera un niño pescado en falta.
Por lo tanto, la  razón más valedera que tengo para ponerle collar,  es  la de tratar de preservar la integridad de un apartamento que nos costó (incluyo el enorme esfuerzo de mi esposo) “levantar” de su condición de antiguo y perimido. Todo con enorme esfuerzo. Nunca nadie nos regaló nada. Jamás tuvimos herencia de ningún tipo y tampoco sueldos espectaculares.  No fuimos-ninguno de los dos- empleados de categoría. Nada más que una profesora y un abogado recibidos tardíamente. Por eso, Teodoro se acomoda lindo a su nueva circunstancia de vida. Sé que alguna de mis amistades la considera inadecuada,- y  aunque la mayoría sabe que me nefrega la opinión de los demás- decidí escribir esta única vez sobre el tema.
Para mí, el uso del collarcito no es ningún desatino.  Cuando fui a Estados Unidos a perfeccionar estudios o a corregir, vi más de  un gato con correa en el Central Park. Y de esto ya hace muchísimos años. Al principio pensé que era para que no se escaparan, pero en  la actualidad, percibo otros motivos o razones. Ahora  que estoy criando a este cachorrito travieso y querendón que tiene la velocidad de la luz, las percibo con más claridad. Para venir conmigo a mi oficina le pongo el collar.  Y para salir a la calle en su transportador, y en el auto también. Está acostumbrado. Ya sabe que el collar es sinónimo de diversión: ventana para mirar para afuera, pelotita y ratoncito con luces para jugar con la vieja, paseo o caminata por la acera soleada del Club de Golf, visita a alguna amiga con patio interior. Y se lo deja poner, pobre ángel. Al terminar la jornada, cuando nos vamos para el comedor diario, se lo saco, y me lo agradece con unos zarpazos de uñitas para adentro- sin lastimarme- Y  también asegura ese afecto mutuo a puro lengüetazo-.
Gracias Teodoro por comprenderlo. Te quiero en pila.




sábado, 2 de julio de 2016

LAS JULIANAS

Mi calle en las julianas

Yo no recuerdo que antes se hiciera tanta alharaca como ahora con el motivo de las vacaciones.  Por supuesto, no existían ni remotamente todos los universos  de entretenimiento que hay en la actualidad, o quizás eran diferentes. En mi caso, en  las vacaciones, armaba mi valijita para irme a la casa de mi tía. Allí siempre había cosas para hacer. Algunas me gustaban, otras no. Salir al cine, al circo, al parque Rodó, al Parque de los Aliados, al Prado,  me gustaba. Quedarme en la casa con un montón de medias del tío para zurcir, no. Nunca fui buena en la costura, aprendí por necesidad para hacerme vestidos en la época en que empecé a ir a los bailes. No salíamos como ahora con vaqueros gastados o rotos y una camiseta así nomás. Había que vestirse, y eso costaba; por eso aprendí, y me hacía unos vestidos descomunales. Recuerdo uno “estilo globo” que me dio un trabajo bárbaro, y otro – sensacional- “estilo tubo” de color rojo. Algunos otros de talle bajo, eran más fáciles de diseñar y de usar, pero no tan elegantes.
Sin embargo, lo que no recuerdo es que se armara tanto pamento. Llegaban las vacaciones y  las usábamos lo mejor posible, pero no molestábamos  ni hacíamos itinerarios  de largo alcance. Todo era más bien puntual. Día a día.
En los días de lluvia, cuando los paseos a los parques no se podían hacer,  la colección Robin Hood- libros de tapas duras amarillas- nos traían a mi querido primo y a mí, entretenidas historias para leer, cada uno apoltronado cómodamente en un sillón- Y no se movía ni una mosca-. Nos pasábamos horas y horas leyendo.
Los famosos libros de la colección Robin Hood- clásicos de mi infancia-
(Imagen tomada de Internet) 

 Yo empecé a leer a muy corta edad. Aprendí sola. Con unos cubos de juguete que tenían las letras. Empecé con lo sencillo: mi nombre. Uní las letras y lo leí. Después seguí armando palabras con los cubos, y en la calle, empecé a leer  todos los carteles. Cuando entré a la escuela y la Srta. Felicia me dio las primeras letras, yo ya leía. Y leía bastante bien porque mi curiosidad era tan grande que hasta a los libros de medicina de mi  madre les hinqué el diente. Por supuesto que de los complicados no entendía de la misa la mitad, pero leía. 
Después llegaron los Billiken, que el querido Fredy, la pareja de mi madre, me traía todas las semanas. Y la felicidad era completa. Porque para mí, leer fue –siempre- una de las formas más emotivas de la felicidad.
Una tapa-como todas ellas- dibujada por el genial Lino Palacio-
( imagen tomada de Internet)


En cambio, hoy en día, me tropiezo en el Shopping con un montón de abuelos desesperados por entretener a los chicos, que no son muy fáciles de complacer. Después de atiborrarlos de “pop” y coca cola y de llevarlos a ver  una peli, hay poco más que les pueda gustar. Las nuevas generaciones llegaron a un mundo con muchos estímulos, tantos que se sienten atiborrados, y el aburrimiento es una forma de inconformidad. Y la manifiestan desde muy pequeños. He visto a más de uno, tirarse al piso a los gritos para lograr que le compren algo que quiere. Y los abuelos- que son los que más cargan con los chiquilines en estos días- por no oírlos gritar acceden a cuanto capricho se les ocurra.


Estos días de julianas andan muchas  abuelas cargadas con nietos y enseres. La otra “bloguera del Cuque” Clau Olivera,  es una de ellas y escribe con una gracia encantadora sobre sus peripecias. Aquí les dejo el enlace para que la lean. Es muy disfrutable. 


Ojalá que con  los años lleguen otras modalidades para plantear las lecturas, como una modalidad de la felicidad en la vida.
Yo fui feliz, en los días de lluvia, con los libros amarillos y los Billiken. Y lo sigo siendo cada vez que llega a mis manos un libro ameno y bien escrito.
¡Buenas vacaciones julianas!



miércoles, 15 de junio de 2016

TEODORO SEGOVIA

“Si querés escribir sobre seres humanos, tené un gato en tu casa.” Aldous Huxley



Teodoro en su cama nocturna


En una de las últimas crónicas  que escribí, unos cuantos lectores se me  fueron al humo pensando que había- por fin- conseguido que Keanu Reeves me diera pelota. Pero no. Lamentablemente, no.  Simplemente empleé una técnica que le copié o le quise copiar más bien-  nada más y  nada menos que a Julio Cortázar, que tuvo a bien escribir  en uno de los tomos de “Último round”,  un  divertimento  que se llama “Patio de tarde”

En ese texto, es  en el último párrafo donde se nos revela la estrategia, porque  en el comienzo, pensamos que Toby es un perro o un gato. Yo hice algo así, pero sin la maestría de Cortázar y al revés: no revelé que Teodoro era un gato hasta cerca del final, aunque al decir que le había puesto “cama propia” algo más se podía deducir.
El nombre lo tomé de uno de los gatos de Cortázar- el de Saignon- que apareció durante tres veranos por su casa- Cortázar le había puesto el nombre completo del filosofo alemán: Teodoro W. Adorno; a mi Teodoro le di mi apellido puesto que lo adopté. El nombre tiene un hermoso significado: regalo de Dios. Ojalá que así sea.
Teodoro es un gato-como se pudo comprobar- y ahora  tiene tres meses. Nació de Katana- la gata de Lucy, una amiga de mi sobrino Mati- y lo adopté el 10 de mayo de este año. Como toda nueva relación nos vamos tanteando y adaptando. No siempre es todo color de rosa, pero,  por el momento, ya duerme en su cama toda la noche-con bolsa caliente, por supuesto-. Lo que aún no acepta es que me levante de mañana- tiene un oído espectacular- y no le abra de inmediato la puerta de comunicación. Maúlla y salta sobre la puerta de vidrio, y es muy demandante.  En los primeros días sus maullidos eran de soprano, pero ahora ya saca voz de barítono. No le abro, porque tiene que aprender que no estoy siempre disponible únicamente para él. Le abro después que se calla, entonces,  se lanza a saludar con una alegría incomparable, y, además, hasta me hace unas conversaciones insólitas, seguidas del símbolo de la paz que es su ronroneo. 

 De mañana, apenas oye  mis pasos,  empieza con sus maullidos pedigüeños


Tiene sus rutinas, las cumple y  me las muestra: come, toma agua, va al baño. Por ahora, prolijito. Pero yo también  le doy todo lo que puedo: su comida de cachorro, su agua fresca,  su “caquero” personal, con piedritas con gel-que le limpio todos los días- , su cama “de la tarde” y su cama “de la noche”. La de la noche,  en su recinto, la de “la tarde” en mi escritorio.  La de la tarde, la acepta, pero en una forma peculiar-no sé si por vergüenza o porque el almohadón es muy alto- pero la de la noche es la que trajo y la usa apenas ve que ando en las vueltas de acostarnos. Cada uno en su lugar.
También le compré juguetes, y juego con él en la tarde,   pero él sigue prefiriendo una pelota de papel y corre incansablemente atrás de ella.
Es sumamente pícaro. Apenas ve una puerta abierta se precipita hacia la salida y no siempre logro agarrarlo porque además de ser muy veloz, tiene una habilidad especial para esconderse: atrás de la heladera,-lugar que no sé porqué le encanta- atrás de la lavadora, o adentro de un placar. Por eso, lo estoy acostumbrando a usar collar con correa-celeste- para poderlo tener  más  controlado. A medias. Pero controlado. Hoy se había enredado y no podía salir de su escondite. Tuve que correr la heladera para sacarlo, mientras lo hacía lo rezongaba y percibí que el muy sabandija se daba cuenta de que me había enojado porque mientras le hablaba  se hacía una bolita contra el piso.
Es-también- muy afectuoso. A pesar de tener dos camas, el lugar que más le gusta es mi falda. Ya sabe que no lo dejo subir si estoy comiendo, pero, cuando voy a escribir o a  leer al escritorio, apenas me siento, el se lanza en un salto –cada vez más preciso- y después de unos recorridos permitidos, unos olisqueos y mimos,  se queda quieto y se adormece tiernamente.
Esta posición le encanta. Cerquita de mi hombro donde puede oír los latidos de mi corazón.
Me quedan libres los brazos y las manos para escribir. 

Teodoro no es una mascota para mí, como tampoco lo fue Pancho, mi gato de la adolescencia. Pancho- ya lo conté - era un gato adulto. A mí me daba pena que durmiera en el galpón  de la casa paterna arriba de los fardos de lana,  entonces,  le pedí al verdulero  un cajoncito de madera, y   a mi padre- que era colchonero- que le hiciera un pequeño colchón con retazos de cotín, y me lo llevé a  mi dormitorio para que  durmiera abrigado. Mi padre me autorizó, pero, con la condición de que “no lo dejara subir a mi cama”. Con Pancho teníamos un pacto silencioso. De noche, él se acostaba en su cama y yo en la mía. Cuando sentía que todo se había aquietado en la casa, se deslizaba sigiloso por entre las frazadas y se dormía a mis pies. Y yo tenía –gratis- un porroncito estupendo.  De mañana, cuando sentía que los de la casa se despertaban, él se iba- tan sigiloso como había entrado- a su cama y se quedaba allí hasta que me llamaban para desayunar. Después,  iniciaba su vida de “errante bohemio”, hasta el atardecer, cuando volvía  saltando cercos vecinales,  para mi cuarto.  Un día desapareció. Yo quedé desolada. Mi padre me dijo que los gatos se van para no morir en la casa. Yo nunca supe si fue por eso, o si se perdió en alguna riña callejera.
A Teodoro lo cuido para que no se vaya, porque está destinado a ser un “gato de apartamento”. Si sale, sale conmigo, en su transportador, o con su correíta celeste.  
Como dije al principio, nos vamos  tanteando y adaptando, no siempre estamos a partir un confite porque en toda relación hay que aprender el  muy difícil arte de la convivencia para que sea lo más amable posible. Eso es lo que se procura- o al menos lo que yo procuro,  cuando quiero a  alguien-. Y  nosotros, sin lugar a dudas,  nos queremos.

 
También compartimos música

martes, 7 de junio de 2016

RUEDAS PARALELAS




Mi madre es la primera a la derecha, y -creo- que el Prof. Dr. Manuel Rodríguez López es el del centro.
Pero nunca lo pude confirmar porque no encontré  ningún archivo para cotejarlo.
(La foto es de mi archivo personal)
El libro “La rueda de la vida” me lo prestó y después me lo regaló,  Mirta Valenzuela-  amiga  del Club de Libros de Rosa Montero-. Lo fui leyendo de a poco, en estado de perplejidad, porque a medida que progresaba en estas memorias, recordaba que  mi madre tenía una actitud muy  similar allá por la década del 50 del siglo pasado. También como Elizabeth, tuvo que luchar  en un bosque hostil  de hombres machistas que ejercían su dominio sobre las mujeres desde la más tierna infancia. En el caso de Elizabeth basta leer sus peripecias para lograr evadirse del “mandato paterno”-es decir de lo que  el padre había decidido que ella tenía que ser y hacer- en el caso de mi madre, basta mencionar que se divorció dos veces, que estudió y se recibió de partera-profesión que ejercía con vocación absoluta- que me criaba  y educaba con esmero, procurando moldear mi psiquis para que no permitiera jamás ninguna imposición de un varón por el mero hecho de serlo. Quería que fuera una “mujer que corre con los lobos”- como las  que describe  la doctora Clarissa Pinkole Estés en su libro.  Confieso que a veces me ha salido  la salvaje,  “la  loba” -o la leona- es decir “la fiera”, y otras, no. Pero que ella hizo lo posible para que no me dominara ningún machito, sí; tengo que confesar que  insistió bastante. El dominio masculino sigue viéndose en más ámbitos de los que se piensa. Conozco mujeres que son “dominadas” por sus parejas con la idea-ingenua- de que las “protegen”. Esa supuesta “protección” implica: no usar tal o cual ropa, no ir a tal o cual lado, no tratar a tal o cual persona…. Y las prohibiciones se extienden de manera infinita. Cuesta darse cuenta, pero después del proceso de la anagnórisis – a la que ya cantaron los griegos- no debería haber marcha atrás. Negarse a continuar con una inestable relación que no brinda felicidad, sino espanto o zozobras, está en el derecho de toda mujer que se precie.
Elizabeth Kübler- Ross fue una luchadora nata.
Luchó para nacer, luchó para vivir-nació la primera de tres hermanitas,  con apenas 900 gramos,  luchó para estudiar y ser médica-cuando su padre sólo quería que fuera su empleada- y también tuvo que presentar batalla-y de las más serias- para adoptar bebés infectados con SIDA- por lo cual se convirtió en la persona más despreciada  en Virginia, Estados Unidos. Tanto que le incendiaron la casa con pérdidas totales. Pero con la tozudez que la caracterizó desde que nació, no cejó en sus empeños para lograr sus objetivos.
En el libro narra las principales peripecias de su vida y de su constante lucha con los seres que no se plegaban a sus deseos. Médicos que la atendieron con poca o ninguna empatía,  su propio y severo padre, que, cuando niña, de camino al colegio, la hacía  llevar a su conejito para que fuera carneado y lo trajera-aún tibio- para que su madre lo preparara para la cena.
Esos fueron sus primeros contactos con la muerte- aunque no los únicos- Sin embargo, como ella misma lo dice, ese dolor la preparó para otros que la  vida le depararía y aprendió algo fundamental: que la muerte no se puede controlar, que ocurre cuando tiene que ocurrir y que lo principal es que sea “una buena muerte”. Esto es que el moribundo esté atendido y-en lo posible-, sin dejar cuentas pendientes o cuestiones inconclusas.


Mi madre, tal cual la recuerdo, porque murió muy joven

LA RUEDA PARALELA DE LA PARTERA ÉLIDA TABÁREZ ROSENDE ACOMPAÑADA POR LA PARTERA ESTELA PIETRAFESA.
¿Y por qué me hace acordar tanto a mi madre? Porque también la partera Élida Juana Tabárez Rosende tuvo que luchar para vivir, para sobrevivir, para liberarse de ataduras y para dedicarse a lo que quería sin dejar por ello de trabajar para ganar lo suficiente para las dos.
Trabajaba-como Kübler Ross-incansablemente. En esos tiempos, aún no se había “fragmentado” tanto la medicina. No había servicios privados de emergencia. Sí, teníamos algunas sociedades médicas, pero no servicios pagos de asistencia inmediata. Por esa razón, las personas que tenían algún vínculo con los hospitales hacían muchas cosas: entre ellas, por supuesto,  las emergencias. Los vecinos tocaban timbre en las casas de las parteras cuando alguien se les enfermaba y no sabían qué hacer. Y mi madre, o mi tía de crianza, salían con su valijita de “primeros auxilios”. Recuerdo esas valijas con ternura. En ellas había de todo. Eran boticas ambulantes. Un enorme aparato para tomar la presión, termómetros, jeringas de vidrio con diferentes tipos de agujas de inyecciones-convenientemente higienizadas y guardadas en cajitas de metal (no se conocía nada “descartable”, salvo el algodón y la gasa.)  


Valija o maletín similar al que usaban mi madre y mi tía
( Imagen tomada de Internet) 

Muchos enfermos terminales morían en sus casas, rodeados por sus parientes cercanos, y algún auxiliar de medicina que suministraba los calmantes o las inyecciones prescriptas. Mi madre y mi tía también hacían eso y eran-de esa manera- partidarias de la “buenamuerte”- como la Dra. Kübler-Ross-.


Yo no sé de dónde sacaron esa vocación de samaritanas, pero sí recuerdo muy bien cómo la ejercían. Habían sido preparadas con verdadero esmero por profesionales serios y competentes. Uno de ellos, -al cual  mi madre recordaba siempre con agradecimiento- fue el Dr. Manuel Rodríguez López. Lamentablemente, como todo en este país, no hay nada en especial que lo recuerde. En Internet, encontré algún artículo que lo menciona al pasar, pero no demasiado tampoco. Sin embargo, para mi madre y mi tía fue un ser ejemplar, que no sólo las preparaba en obstetricia, sino que les daba clases que podrían ser consideradas en la actualidad como cátedras filosóficas. Felizmente, entre los papeles de  mi madre, -que cuando murió no le interesaron a nadie-, me llegaron algunas tarjetas de las que el profesor usaba para enseñar.




Algunas notas de mi  madre, sobre la izquierda, y el sello distintivo del Profesor Dr. M. Rodríguez López que tanto aportó a la  formación de La Escuela de Parteras del siglo pasado


 También en el reverso, -como se puede observar en la foto- figura su sello; y no es poca cosa, porque de esas tarjetas, se valía para instruirlas desde un punto de vista que la medicina actual ha perdido casi totalmente, aunque haya intentos de recuperación: el humano. ¿Qué tenemos cuando alguien se enferma? Un paciente atolondrado, dolorido, asustado, que más que nada necesita estímulo y apoyo. Y los médicos, que trabajan chiquicientas horas por día y noche, no tienen-ni quieren tampoco- brindarlas para sostener espiritualmente a ese ser amedrentado al máximo. Si  la enfermedad es terminal,  ese paciente necesita apoyo espiritual, y el verdadero profesional se lo debe dar. Porque es otro ser humano que también tendrá que pasar por la misma experiencia de la  enfermedad,  la agonía y la muerte.
Mi madre y mi tía asistían a esos pacientes, tanto como a las parturientas que llegaban a sus casas para “tener familia”-como se decía- y tanto a unos-que estaban en el final- como a los que venían- que estaban en el principio-, los atendían con devoción y absoluta dedicación.
Y no tengo que usar mucho la fantasía para imaginar cómo sería una clase sobre “El retrato de una madre”- texto del obispo chileno Ramón Ángel Jara- que el profesor Manuel Rodríguez López comentó en clase. Y sé que fue él, porque en el reverso figura su sello de identificación: “Prof. Dr. M. RODRIGUEZ LOPEZ”.
Por eso, destaco las lecciones de humanidad. No le bastaba enseñar a las parteras a contener a las mujeres que llegaban aterradas; había que asistirlas también espiritualmente; para que pudieran cumplir a la perfección con la función maternal- la más alta, y la más difícil- la que se prolonga durante  toda la vida.
Mi agradecimiento profundo por haber nacido de una mujer con agallas y por haber sido ahijada de otra con igual temple. Enseñadas por humanistas como el Profesor Doctor Manuel Rodríguez López, supieron enfrentar con valentía los avatares de la vida y de la muerte.






lunes, 30 de mayo de 2016

I M P E C A B L E

Max Aub -el autor-  en época de bonanza. 1935
(Imagen tomada de Internet) 

No conocía este monólogo de Max Aub que la actriz Gabriela Iribarren con la dirección de Mariana Wainstein logra interpretar de forma portentosa.
 La acción transcurre en la Viena de 1938; donde esta viuda que ha sido una burguesa acomodada, deja de serlo abruptamente por la voluntad nazi. Está reducida a las más extremas  miserias, y es patente desde el comienzo de la obra, el padecimiento del frío invernal. De una mujer de clase acomodada pasa a ser un ser despreciable, marginado, marcado, obligado a limpiar las escalinatas del que fuera su propio edificio.  Ningún vecino la reconoce ni la ayuda. Queda de absoluto manifiesto la crueldad y la indiferencia humana ante la adversidad que les toca a otros- y sobre todo- si esos otros son judíos-.
Gabriela Iribarren, -una actriz estupenda en uno de sus mejores papeles-


Realmente no es nada fácil, “largar” al escenario a una actriz para decir todo lo que dice este texto lleno de referencias a la época y al sufrimiento provocado por los avatares de la guerra y las horrorosas consecuencias de la persecución a mansalva a la que fueron condenados los judíos por el  solo hecho de serlo.
Emma, la protagonista, católica de ascendencia judía, está sola, aislada, sucia, pero tiene un cometido: sobrevivir. Y esa voluntad, amparada por el odio hacia “ellos”-como se les nombra varias veces- es lo que le da el sentido a su vida. Por esa razón, se aferra a los recuerdos de su marido, de su hijo, de su vida pasada.
El escenario, da la idea de un ambiente despojado, pero perfectamente concebido para los fines a los que apunta,  donde se siente muchísimo el frío glacial, con goteras por todas partes. Es también perfecta la iluminación, la música, y las proyecciones que nos sitúan en la época.
A mí me encantó la vestimenta de Emma. Tipo “cebollita”. Aparece caminando por el pasillo, monologando, cubierta por un saco largo, y tocada con  un sombrerito inverosímil. A medida que va sacando al personaje en su monólogo, se quita el saco y queda con un delantal de trabajo, que también se esfuma para dar paso al vestido, y por último, debajo del vestido, emerge  el viso/camisón.
La obra me hizo rememorar  otras; a  la “Suite Francesa” de Irene Nemirosvky-por ejemplo- donde relata de manera inteligente y clara el éxodo de 1940, y la pérdida del mundo “normal” –cómo algunos seres se aferran a sus pertenencias, sin pensar que lo más preciado que deben preservar es la vida- que da paso a la indiferencia, al  egoísmo, al instinto de supervivencia, al “sálvese quien pueda”, a los sentimientos de desesperación. Y también recordé a uno de mis autores predilectos: Viktor Frankl y su libro: “El hombre en busca de sentido”, donde Viktor que pasó tiempo en un campo de concentración, narra no solo sobre sus terribles peripecias, sino sobre lo que descubrió para seguir ayudando a la humanidad: la búsqueda del sentido de la vida,-que concretó en la logoterapia-  pese a quien pese, como única posibilidad de seguir luchando por él en un mundo hostil que nos atrapa y nos destruye.
¿Qué es lo que nos vuelca a  ser tan crueles con los otros? ¿Qué es lo que nos vuelve tan  indiferentes al sufrimiento ajeno? ¿Por qué herimos  y humillamos a nuestros semejantes, sean de la religión que sean? ¿Por qué los despojamos de lo que tienen y nos ensañamos  en lugar de apuntar-todos- hacia un mundo mejor, el de nuestros sueños de realización? No hay una única respuesta. La obra la da, pero queda ambigua y nos demanda más reflexión y por supuesto más humanidad. La que nos falta para ser mejores.
“De un tiempo a esta parte” es una obra para ver y pensar. Indudablemente.








ALCIRA

  En estos tiempos navideños que corren, —y siempre— su ausencia es muy notoria porque con su amabilidad natural era el alma del taller Tuli...